El “demonio meridiano”
Luis Fernández Cuervo | Sección: Familia, Sociedad
Tres maneras semejantes de enfermarse el espíritu humano. Tres peligros con un mismo nombre: demonio meridiano. Primero fue en aquellos siglos lejanos donde el primitivo cristianismo iba llenando, páramos y desiertos, de ermitaños y monjes. Huían del mundo y sus placeres para adorar a Dios, con oración y penitencias, en honda soledad de extensos y silenciosos horizontes. Pero, bajo la fuerte luz y calor del mediodía, aparecía un demonio especial. Atacaba a los monjes haciéndoles, en esa hora, más difícil e insípida su oración y su presencia de Dios.
Después se vio que ese mal podía extenderse a otras horas, días y siglos. Pronto vino a considerarse como el mayor peligro contra la vida religiosa, el peor de los ocho pecados capitales, recibiendo el nombre de Acedia: el hastío, aburrimiento o desagrado de todo lo referido a Dios.
Un moderno Abad escribirá en nuestros días: “Considero la acedia como un mal que interfiere, bloquea, desvía de la búsqueda y del encuentro con Dios. La acedia atenta contra la perseverancia en la vida cristiana y monástica. Es duro y lamentable decirlo, pero más de un abandono de la vida consagrada está inconscientemente causado por este corrosivo vicio.”
Pero ese mal no ha quedado reducido a una enfermedad espiritual de la vida monástica. Ya desde el siglo XX, el alejamiento, desprecio, o dura aversión a Dios y a todo lo que a Él se refiera, ha inundado a extensas muchedumbres de todo tipo. La acedia ahora se extiende a la misma vid y suele aparecer con otros nombres. Aparece bajo la forma de “neurosis noética” –como la bautizó el insigne psiquiatra Viktor Frankl–, ese terrible “vacío existencial”. Surge también, y muy especialmente, como ese terremoto catastrófico en la personalidad de los que, ya en plena madurez, “¡quieren salvar su vida!”. En nuestros días, suele reservarse el nombre de demonio meridiano, sólo para esta última enfermedad.
De esos tres males, que tienen puntos en común y puntos divergentes, el peor, el más grave es el de los que, buscan una autorrealización engañosa y perjudicial. De los tres, este es el más resistente a curación, si no se ataca en sus primeros síntomas, que a veces son casi imperceptibles.
El tedio o el hastío para lo religioso, en cristianos que tienen fe, se cura con un decidido y esforzado cumplimiento al plan de vida interior sugerido por un experimentado consejero espiritual. Los que padecen de un vacío existencial pero no muestran aspectos conflictivos en su trabajo, su situación familiar, sus sentimientos, su situación económica, etc., si el diagnóstico correcto no se confunde con una depresión endógena, entonces deben acudir a la logoterapia de Viktor Frankl, que, en general, obtiene muy buenos resultados. En cambio ese estallido de querer salvar su vida con un cambio radical de conducta y de situación familiar, es un verdadero terremoto, un cataclismo vital. Una vez ocurrido ese grave movimiento sísmico, ya muchas paredes cayeron y muchos objetos valiosos se destrozaron.
No debe confundirse este demonio, con otras crisis matrimoniales. Hoy día, desgraciadamente, mucha gente ha perdido el verdadero sentido del matrimonio y se casa o se empareja bajo un impulso afectivo superficial. Sobre esa situación, la escritora italiana Susanna Tamaro dice con agudeza: “Cuanto más intento comprender, más me asalta la sensación de que se ha puesto encima de una casa el tejado sin haber puesto primero los cimientos. De tal suerte, el matrimonio resulta no ya un proyecto entre dos seres humanos adultos y conscientes sino la fuga en un sueño de dos niños.” Situaciones así, a veces se deshacen a los pocos meses o sólo duran dos o tres años.
Lo terrible del demonio meridiano es que ocurre en personas y matrimonios que han llevado una vida normal, muchas veces ejemplar, incluso con varios hijos bien criados y educados, y de repente, él o ella, a veces los dos, tiran su vida por la ventana y huyen hacia una felicidad ficticia, imposible, siempre destructora de su vida y tremendamente dolorosa para parientes y amigos.
Algunos autores dan como fecha relativa los cuarenta años, pero eso es engañador. Es más cierto decir que ocurre cuando se llega a la cima vital en la que ya se cumplieron las metas propuestas (profesión, familia, sociedad, hijos, etc.) y esa persona se pregunta: ¿Y ahora qué? ¿Sólo queda bajar de la cumbre? Peor si se ha llegado a una situación donde las metas soñadas no se cumplieron y ahora se ven, con sensación de fracaso, imposibles de cumplir.
Mucha gente, al llegar al borde de situaciones semejantes, sabe reaccionar a tiempo, con fortaleza moral y sabiduría. Pero otros muchos, no. ¿Por qué ocurre en éstos una respuesta tan destructiva?
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En la actualidad, cuando se habla de demonio meridiano, casi siempre se está refiriendo a un cambio radical y negativo en la conducta de una persona que suele estar en la mitad de su vida.
Lo terrible de este cambio, verdadera y terrible enfermedad del espíritu, es que ocurre en personas que han llevado una vida normal, muchas veces ejemplar, y que ahora reniegan de su vida anterior, rompen sus lazos familiares –a veces también los laborales– y, con una especie de “vuelta en U” del alma, huyen hacia un espejismo de felicidad, destructora de su vida y tremendamente dolorosa para los que hasta ese momento eran sus seres queridos.
¿Cuál es la causa de esta tragedia? No puede darse una respuesta única, redonda, monolítica, que abarque a todos los atacados de ese mal, porque toda persona es un mundo y no hay dos personas iguales, ni siquiera entre los gemelos monocigóticos. Pero si dibujamos un cuadro general, enseguida surgen diferencias, tanto en motivos como en consecuencias, si la persona atacada por ese demonio es hombre o es mujer.
Cuando el “enfermo” es varón, la causa predominante suele ser el no querer aceptar que, biológicamente, la cumbre quedó atrás y ahora, aunque sea todavía con síntomas muy leves, se comienza a envejecer. La cumbre profesional importa menos, pues a veces es posible permanecer en ella o dar el salto más arriba. Véase, por ejemplo, que en la ciencia, en la economía o en la política, llegar a lo más alto puede darse pasados los cincuenta o los sesenta años. Lo que no aceptan estos “endemoniados” es el declive biológico, peor si se acentúa en lo sexual.
El motor que impulsa a este demonio es la soberbia, la rebeldía de no querer aceptar esa evolución paulatina que se está dando en su cuerpo. No se tiene la sensatez de aceptar la realidad, no se sabe buscar lo mejor que cada edad puede darnos en esta vida. Cuando el mal se está insinuando, aparecen los cambios en la manera de vestir, más juvenil o informal, en el modo de llevar el cabello, en duros ejercicios físicos para mejorar la figura, etc. Hay un fuerte esfuerzo psicológico para auto-convencerse de que todavía se es joven… y como eso no convence del todo, se busca la imposible primavera… “enamorándose” (¿?) de una jovencita. Sin darse cuenta que las jovencitas que se lían con hombres maduros, lo que en realidad les enamora de ellos es su cuenta corriente en el banco y sus tarjetas de crédito.
Si el varón atacado por este terremoto del alma no es un triunfador, sino alguien que no tuvo grandes éxitos en su vida, suele escaparse “con las más bellas, con las que nunca engañan…” ¡con las botellas! El alcoholismo es su principal refugio, aunque esté entreverado, más o menos, con superficiales enredos femeninos.
El demonio meridiano femenino suele darse principalmente en las que han sido sumisas, dedicando gran parte o todo su tiempo y su trabajo al hogar, el marido, los hijos, pero que no han sabido ver el profundo valor que encierra ese trabajo, esa dedicación, esos sacrificios. Pesa más en ellas, la rutina de las labores domésticas, iguales o casi iguales, un día tras otro día. Abruma el cansancio, surge el aburrimiento. Se apaga el amor. Comienzan a soñar con una autorrealización en una profesión que no tuvieron o que ejercieron con limitaciones… Es el sueño de la libertad sin obligaciones, sin cortapisas. ¡Hay que viajar, ver mundo, gozar… “No he vivido, he sido una esclava –se dicen–… ¡fueran las cadenas!” Comienzan las salidas, sin que el marido y los hijos se expliquen a donde va, que es lo que hace… y por fin, de pronto, ¡se largan de la casa, sin decir nada, para nunca más volver!
El hombre atacado por el demonio meridiano, a veces vuelve, traicionado, humillado y envejecido, buscando el perdón y el refugio de la mujer y los hijos que dejó abandonados. Y la esposa suele perdonar. No tanto los hijos.
La mujer que abandona su hogar, su marido y sus hijos, no suele volver y deja con su fuga una tragedia familiar más fuerte, porque la naturaleza femenina está hecha para ser la reina, el centro y la viga maestra de todo hogar. Si el hombre falta –¡es tan frecuente en nuestro medio!– el hogar subsiste, la mamá se centra más en los hijos y los hijos en ella. Si es ella la que falta, el daño suele ser irreparable y las locuras de una mujer poseída por el demonio meridiano suelen ser peores que la de los hombres.




