Remiendos nuevos para un vestido viejo: el “fenómeno Chávez”
Andrés Stark Azócar | Sección: Política, Sociedad
Mucho se ha dicho sobre el sugestivo e impetuoso mandatario venezolano, sin embargo, ¿qué hay detrás de lo anecdótico y contingente? ¿Cuál es la “llave de bóveda” de la denominada “revolución bolivariana” y de su incuestionable influencia no sólo en Venezuela sino en Latinoamérica y el mundo?
Venezuela muestra hoy su peor cara. Una sociedad sumida en una pobreza ostensible en los brutales contrastes sociales. Una sociedad fuertemente polarizada, víctima de las ideologías y sus efectos. Una sociedad que padece las secuelas de una corrupción arraigada en la propia idiosincrasia. Una sociedad que, ante la fuerza de sucesos aparentemente irremediables, sucumbe a la indiferencia y el conformismo. Considerando el sombrío escenario, no deja de sorprender la falta de conciencia histórica que caracteriza a muchos análisis sobre la crisis actual del país. Escamoteando cuestiones de fondo, el debate concentra sus dardos en el personaje y sus atavíos ideológicos, en lugar del proceso histórico que preparó el terreno para su llegada al poder. Los síntomas de la “pequeña Venecia” son múltiples y evidentes, no obstante, representan sólo el rostro visible de una crisis que hunde sus raíces en lo más profundo de la sociedad venezolana. ¿Hugo César Chávez, causa o consecuencia?
Adentrándonos en el itinerario de la crisis, en primer lugar, destaca el trascendental papel jugado por el petróleo en la historia reciente del país. Desde mediados del siglo pasado, los enormes yacimientos de petróleo, fuente además de grandes reservas de gas natural, conducen a Venezuela hacia la senda del denominado “boom petrolero”. Gracias al consecuente auge económico, Venezuela se convierte en una de las economías más prósperas de la región, posicionándose como la cuarta economía de América Latina, después de Brasil, México y Argentina. Ahora bien, a pesar de que los ingentes ingresos provenientes del petróleo se traducen en un incremento en el bienestar general de la población, la prosperidad económica no logra alcanzar a todos los sectores sociales, en incongruencia con la bonanza económica del país. Sobre la base de un bienestar económico restringido y accesible sobre todo para las clases privilegiadas, las altas esferas sociales y políticas se enriquecen cada vez más, mientras la gran masa del país se resigna a un nivel de vida comparativamente limitado e, incluso, para una parte importante de la población, paupérrimo.
Sin desmedro de lo anterior, con el correr de los años una porción considerable de la población, representada principalmente por los sectores medios y altos, se acostumbra paulatinamente a la “riqueza fácil” y al goce del bienestar material procedente del caudal petrolero, piedra angular de la economía venezolana. Detrás de la bonanza económica, sin embargo, prepara su aparición uno de los actores protagónicos de la crisis venezolana, a saber, la pérdida del hábito del trabajo, el esfuerzo y el sacrificio, virtudes esenciales para el desarrollo sustentable de cualquier nación. Desde la cúspide hacia abajo, el conformismo y la mediocridad se enquistan en la cultura del país, forjando con el tiempo un deterioro moral de la clase política dirigente, punto de partida de un proceso de cambios que, a la postre, sellará el destino de Venezuela. El fenómeno de la corrupción, por ejemplo, emerge como el efecto tardío y palmario de un proceso de largo plazo. En otras palabras, como corolario histórico de una transformación de la propia cultura venezolana, y no simplemente como consecuencia inmediata de la ineficiencia de los sucesivos gobiernos que se alternan en el poder. De esta forma, la progresiva pérdida de virtudes cívicas esenciales se convierte en el ingrediente principal de un proceso de desgaste de la cultura venezolana, el cual, operando en la identidad nacional y las instituciones, culmina en una crisis fundante que aleja progresivamente al país de un orden social orientado al bien común.
En la misma línea, resalta el importante papel desempeñado por el modelo político y económico liberal en la historia reciente de Venezuela. Sin desmedro de los matices y diferencias, las “democracias liberales” latinoamericanas por lo general no han gozado de buena salud. Privilegiando la mera imitación y adopción de una forma o sistema de gobierno, en lugar de la necesaria adaptación a la realidad cultural de cada nación, se pone en marcha un proceso de erosión de la identidad cultural hispanoamericana que repercute en la identidad cultural particular de cada país. Dentro de este marco, el caso venezolano destaca por su singularidad. Si bien en términos genéricos, Venezuela constituye una “democracia liberal”, una de sus mayores particularidades reside en que el Estado es propietario de la riqueza procedente del petróleo y, por lo tanto, el encargado de redistribuir la renta petrolera al conjunto del país. Históricamente, sin embargo, el Estado venezolano no ha desempañado adecuadamente esta función, realidad que ha allanado paulatinamente el camino a la corrupción de las principales instituciones. Por consiguiente, sobre la base de una concentración del poder político y el poder económico por parte del Estado, Venezuela sufre actualmente las consecuencias de un Estado que se debilita gradualmente como generador de instituciones y de consenso social, mientras se fortalece como “promotor de negocios”, generador de empleo improductivo y propietario de empresas, a través de la estatización. Es liberal por su concepción de base, pero estatista por su operación.
Por otra parte, en Latinoamérica, las ideologías –socialismo, liberalismo o nacionalismo étnico–, el afán “legalista” y el “constitucionalismo”, han sido históricamente utilizados como presunta panacea ante los avatares políticos y sociales, en circunstancias que no son más que los efectos de un proceso que hunde sus raíces en la mencionada crisis de la identidad hispanoamericana. La recurrente falta de legitimidad que afecta comúnmente a las democracias de la región, por ejemplo, destaca ante todo por su carácter paradigmático. En los albores del siglo XXI, prácticamente la totalidad de las democracias latinoamericanas ponen su acento en la legitimidad del acceso al poder, en detrimento de la legitimidad en el ejercicio del mismo, esbozando un panorama donde la “tiranía de masas” se convierte en denominador común y donde Venezuela es hoy el modelo por excelencia.
Desde la perspectiva anterior, la actual crisis venezolana no es un fenómeno exclusivo de este país o limitado a las últimas décadas. El “fenómeno Chávez”, sin desmedro de sus particularidades, exhibe estrechas similitudes con el proceso de transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales, protagonizadas por Fidel Castro en Cuba, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández en Argentina, Lula da Silva en Brasil, Daniel Ortega en Nicaragua e, inclusive, por la propia Michelle Bachelet en Chile. Detrás del velo del populismo y las ideologías de turno, se esconde la incapacidad sistemática de sucesivos gobiernos y, por lo tanto, de la clase política y dirigente, de concebir un orden político inclusivo y justo. En pocas palabras, el modelo económico y político liberal, no ha logrado consolidar en Latinoamérica sociedades ordenadas al bien común, fin específico del Estado. Ya sea desde el “socialismo castrista”, el “socialismo liberal”, el “nacionalismo étnico”, o bien, la “revolución bolivariana”, los intentos por lograr un desarrollo sustentable han sido, al fin y al cabo, infructuosos, fraguando un escenario donde el remedio termina siendo siempre peor que la enfermedad.
Identificadas las causas y situadas en su contexto, podemos ahora aproximarnos a las consecuencias. El progresivo desgaste y deterioro de la clase dirigente venezolana representa el punto de inflexión histórica en el proceso de transformación política y social del país. Hugo César Chávez, por consiguiente, no es la causa de la actual crisis venezolana sino la consecuencia. Es el resultado inmediato del progresivo distanciamiento experimentado por las clases dirigentes de las virtudes cívicas que garantizan el desarrollo integral del país. En este escenario, la polarización social que afecta actualmente a la nación, representa el fermento histórico que prepara el terreno para la “lucha de clases”, para la llegada de un “mesías”, para la revolución bolivariana.
“Ni la astronomía ni la biología producen revoluciones. Y si lo hacen, es porque detonaron una bomba religiosa o filosófica. No es casualidad que los conflictos más enconados y hasta los más sangrientos hayan tenido por causa ni propiedades, ni tierras, ni cargos, sino simplemente ideas”(1). Más allá de los índices macroeconómicos y las encuestas de opinión, fenómenos como la desigual distribución del ingreso y el subdesarrollo, la corrupción generalizada, la irrupción de caudillos militares o el triunfo de gobiernos populistas, representan, ante todo, los síntomas visibles de una crisis que opera en la propia idiosincrasia del subcontinente y, por ende, en la idiosincrasia específica de las naciones Latinoamericanas. Son los efectos tardíos de un proceso que se remonta a la progresiva desvinculación entre la política y la moral. En otros términos, a profundos cambios en la forma de entender al hombre como animal político por naturaleza.
Retomando el análisis del caso venezolano, persiste aún una interrogante: ¿cuál es, en suma, la principal consecuencia del deterioro de la clase dirigente venezolana? La creciente polarización del país. Una ruptura entre las clases dirigentes y el grueso de la población. En los extremos del abismo social, gana progresivamente terreno la acérrima custodia de fines particulares, es decir, los fines de ciertos grupos para el bienestar exclusivo de unos pocos. Ante el desolador panorama, no obstante, cabe preguntarse: ¿existe un camino que permita franquear el precipicio? Por un lado, se nos presenta el “camino difícil”, aquel que supone, siempre, nadar contra la corriente y que apunta a sacar de su letargo a la élite gobernante. En permanente diálogo con la historia y, por lo tanto, dotado de realismo político, nace de la convicción de que para enmendar el rumbo, es necesario primero resucitar la identidad cultural hispanoamericana, fortaleciendo la identidad cultural específica de cada país. En el otro extremo, el “camino fácil”, aquel que encanta al pueblo con sus falacias y que se circunscribe a lo contingente y anecdótico. Guiado por el retórico discurso de un personaje carismático, conduce irremediablemente hacia sistemas de gobierno que serpentean los opuestos aparentes de la libertad absoluta y el totalitarismo. En definitiva, la vía de las revoluciones y las ideologías, las que, barriendo siempre con la tradición y el pasado, no son más que “remiendos nuevos para un vestido viejo”.
Nota: (1) Widow, José Luis, “La filosofía: el aire que respiro”, columnas de opinión, Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago, 2008.




