Un amigo que se nos va, requiescat in pace

Mauricio Riesco V. | Sección: Política, Sociedad

Sabiendo que estaba muy mal de salud, quise un día saludar y conversar con un admirado amigo. Lo conozco mucho porque vivo en su tierra generosa y siempre me ha interesado conocer todo de su historia. Sobrevive ya anciano, muy mayor. Gran conocedor de la humanidad a través de los siglos; intrépido y orgulloso en su juventud; seguro y fuerte en su madurez; forjador de un imperio que en su momento controló casi el mundo entero. Desarrolló una cultura inspirada en la fe católica que por siglos fue lumbre de todo su reino.    

Pero cuando lo vi ya estaba muy débil, cansado, ojeroso, desencantado y entregado a lo que viniera sabiendo que ya nada sería bueno para él. No fue fácil el encuentro, daba lástima verlo y para no incomodarlo en ese estado, quise me respondiera solo una pregunta, que me dijera cómo sus amigos podríamos contribuir a que retomara sus energías para que volviera a ser el líder mundial que fue. Pero desvariaba, sufrí al contemplarlo así, balbuceaba palabras inconexas, hablaba de la traición de muchos a quienes por generaciones les dio su desinteresada acogida; luego saltaba a sus recurrentes pesadillas en las que veía venir hordas de otros lados lejanos enarbolando sus cimitarras en una mano y el Corán en la otra, pertrechos con los que acelerarían la destrucción de su milenaria cultura. Repetía con angustia el abandono en que se encontraba, y en sus pocos momentos de lucidez evocaba aquellos tiempos de gloria cuando condujo a la humanidad a su desarrollo. Entremezclaba algunos recuerdos, bonitos muchos aunque no pocos trágicos también. Al inicio, instaló la sede de su imperio en Europa para desde ahí expandir su reino siguiendo la ruta del sol, pero no sin antes dirigir su mirada al cielo de donde vino su cultura, su fuerza, su empuje, sus descubrimientos y conquistas. ¿El nombre de mi amigo? Occidente, se llama Occidente. 

Pero, pobre de él. Con el correr del tiempo su reino fue debilitándose, perdía su vigor soportando las múltiples agresiones de sus propios habitantes quienes habían recibido su generosa hospitalidad, su cultura milenaria, sus valores. Resultaron ser el mayor flagelo de la civilización de nuestro querido Occidente. David Engels, historiador belga, nos advertía en su último libro “Quoi faire? Vivre avec le déclin de l’Europe” (Ediciones Blue Tiger Media, 2019), “La situación es grave: no es sólo un modelo político, económico o social el que está desapareciendo gradualmente, sino todo lo que fue ‘Occidente’ durante miles de años”. 

Europa, Europa, -repetía mi amigo- un día ya no lejano te llamarán el Continente Perdido; perdido el apoyo que me daban, perdida la protección que siempre tuve ante los intrusos que me invadían, perdidos los cuidados, la defensa, perdida esa valiosa cultura milenaria y perdida también la fe”. Me parecía que hablaba desde ultratumba, como si ya no viviera, como si ya todo hubiera terminado para él. Qué cierto es, pensaba yo mientras me retiraba de la visita; qué cierto es que nuestro buen amigo Occidente ha ido perdiendo sustento, sus pilares soportantes se han ido resquebrajando, esas gloriosas torres en las que su propia gente lo enraizó con solidez han perdido toda significancia. Torres que competían entre ellas por llegar más cerca del cielo; magníficas, engalanadas todas ellas con una cruz en su cima. Distintos estilos, distintos lugares, circunstancias, épocas, pero todas buscando lo alto. Hoy, muchas son torres agónicas si no muertas, olvidadas, deshabitadas, cubiertas de polvo y telarañas las que subsisten. Las iglesias, sus sólidos soportes, abandonadas no pocas de ellas, hoy están siendo puestas a la venta para convertirlas en museos, restaurantes, tiendas, lugares de reuniones sociales o templos para el Islam.   

El novelista francés Michel Houellebecq, afirmaba: “Leyendo a Engels (el historiador belga antes mencionado), se me ocurrió esta idea extraña, incluso incongruente: que Nietzsche, si viviese hoy, tal vez sería el primero en desear una renovación del catolicismo. Aunque luchó encarnizadamente contra el cristianismo como ‘la religión de los débiles’, él comprendería hoy que toda la fuerza de Europa residía en esa ‘religión de los débiles’, y que sin ella Europa está condenada«.  

Pero, quizás si no fuera una idea tan extraña como pensaba Houellebecq, porque para los destinos de Occidente entero, la persistente apostasía ha resultado ser un arma más letal que todos los exterminios y masacres habidos en sus tierras, peor que todas las guerras, tragedias y calamidades juntas que nuestro amigo ha debido sufrir en sus vastos dominios a través de los tiempos. Sus tierras están quedando heridas de muerte por la persistente caída de sus torres a cuyos pies se cultivaban y difundían valores espirituales que enseñaban la dimensión sobrenatural del hombre. Su falta trajo aparejada las inevitables consecuencias, heridas graves que, como bombas de racimo, al fragmentarse están provocado la ruina de su imperio: la destrucción de la familia con el divorcio, con la legalización del aborto, con el control del Estado en la educación de los hijos, la eutanasia, los movimientos LGBT, el feminismo, la ideología de género, el materialismo egoísta. Ahí está también “la dictadura del relativismo” de la que hablaba Benedicto XVI, la negación del orden natural, la confusa noción de lo que está bien y de lo que está mal, etc. etc. lacras todas estas que están dejando a nuestro inseparable amigo fracturado en mil pedazos. Sufre su agonía, se extingue ante el empeño de sus verdugos. Y cómo olvidar otros “racimos” como las Naciones Unidas, peligrosa plaga que ha infectado hasta el tuétano a sus países miembros, organizada como está para inyectar su veneno hábilmente disfrazado de saludable alimento. No le corre el tiempo, va poco a poco, paso a paso, pero cada vez más tóxica es su ponzoña. 

Por eso, la causa de todo esto no hay que buscarla más allá de aquellos objetivos suicidas de los naturales de este lado del mundo: obtener el completo divorcio entre el cristianismo y la sociedad, entre lo espiritual y lo mundano, entre la fe y el laissez faire. Demoler las torres que aún quedan en pie es la meta. 

Nos está ocurriendo lo que en su libro “Ortodoxia”, Chesterton nos había advertido: “Quitad a vuestra vida lo sobrenatural y no os quedará lo natural sino lo antinatural”.     

Y a este Occidente maltratado se le suman hoy crisis políticas, económicas, demográficas, étnicas y sociales sin precedentes; pueblos iracundos contra todo lo establecido, “llenos de nada y hartos de todo”. La catástrofe demográfica es preocupante; poblaciones que, buscando satisfacer sus egoísmos, huyen de la procreación, se envejecen y reducen cada vez más. Países que se están convirtiendo en desiertos donde los únicos que tendrán trabajo por algún tiempo son los gerontólogos. Este ya va siendo un lugar gris, una sombra de lo que fue.  

¿Se tratará de un fenómeno sucesivo, recurrente? Al menos, así lo aseguraba el filósofo José Ortega y Gasset en su libro “El Tema de Nuestro Tiempo”, en el que explicaba que “las sociedades humanas repiten constantemente ciclos de tres fases que se van sucediendo; un periodo de oscuridad y confusión en el que prima lo irracional, lo mágico y también lo  colectivo; a ese sigue siempre un tiempo en el que surge el individuo que despierta y usa la razón para entender; y finalmente, tras un momento de plenitud, se entra en la siguiente etapa de decadencia”. Si fuera como lo señalaba aquel autor, cabría preguntarse si esta tercera etapa decadente a la que ya llegamos va finalizando o aún nos queda por recorrer camino cuesta abajo antes de ver renacer a nuestro entrañable compañero con su antiguo esplendor, con sus torres enhiestas nuevamente, bien erguidas, altas y robustas. Y si tristemente Ortega y Gasset estuviera equivocado, si continuara nuestro período de “oscuridad y confusión en el que prima lo irracional”, muchos, casi todos, tendremos que manifestarle a nuestro amigo Occidente, Requiescat in pace.