Lenguaje, conceptos, criterios, conocimientos, horizontes.

Todos esos bienes imprescindibles para una vida buena pueden adquirirse por la confluencia de relaciones familiares y de amistad, apreciación del arte, reflexión interior, observación de la naturaleza, acceso a los medios modernos de información, experiencias laborales, etc.

Pero todas esas dimensiones son insuficientes si falta el libro. Y hoy, en Chile, casi no está el libro. En promedio, sólo dos personas leen por carro de metro. Y, a veces, el trayecto excede el cuarto de hora. Con 20 viajes, sale un libro corto. Pero a casi nadie le sale (apreturas más o menos en el subterráneo: esa no es la razón).

Gabriela Mistral recuerda que al recibir en préstamo sus primeros libros, “comienza para mí el deslizamiento hacia la fiesta pequeña y clandestina que sería mi lectura vesperal y nocturna, refugio que se me abriría para no cerrarse más”.

¿Dónde facilitar a los más jóvenes un ambiente protegido para que puedan comenzar a gustar de la imprescindible lectura? ¿Cuál es el ambiente clandestino que hay que generar?

La casa obviamente, el hogar, porque en los colegios y universidades tratamos, pero si en las casas no es secundado ese esfuerzo o incluso se lo destruye, no hay casi nada que pueda resultar: sólo sobrevivirán unos pocos lectores heroicos.

La biblioteca familiar, el anuncio de nuevas adquisiciones, los comentarios de un nuevo descubrimiento en las páginas impresas, la pieza de lectura, el horario sin televisión, los juegos literarios: todo eso y más hará que el niño y el joven emulen y gocen.

“La familia se alimenta de libros en los que cree la pequeña comunidad, que hablan de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, y explican por qué lo son”, escribió Allan Bloom.

Lectura en lo más íntimo, para hacerla íntima; lectura con orden superando esa tendencia “a la barbarie de una lectura sin organización alguna”, de la que también se quejaba Gabriela. Lectura basada en la autoridad paterna y materna.

Muchos bienes dependen de eso.