Ética y política: ¿dónde está el límite?

Cristóbal Orrego | Sección: Política, Sociedad

04-foto-1-autorEl Centro de Alumnos de Derecho de la Universidad Católica de Chile me invitó a hablar de ética y política. El tema no podía ser más oportuno, en momentos en que la corrupción pública aumenta en nuestro país, aunque no haya rozado ni de lejos la imaginación argentina o mexicana.

Entiendo que me llevaron por simples razones de legítimo cuoteo político. No quise decirlo porque, apenas una semana antes, ríos de tinta habían caído críticamente sobre semejantes cuotas. De todos modos, el asunto estaba claro para mí. Don Ricardo Lagos Escobar comparecía como el político nato. El profesor José Luis Widow, entonces, como el no-político nato. Agustín Squella representó al hombre ético, sin duda.

Eso me dejaba como el hombre no ético. Me sonrojé al darme cuenta de la maniobra.

Igual les agradecí la invitación, porque desde hace unos años dirijo el Programa de Ética Pública e Instituciones Políticas, en un casi desconocido intento, y desesperado, por ser cada día más político y más ético.

En la primera parte de mi intervención me mostré reconocido a los organizadores por haberme llevado de regreso a mi Alma Mater. Más todavía cuando Arturo Irarrázaval es ahora nuestro Decano ahí, en la Universidad Católica, el mismo que me incorporó al equipo pionero de la Universidad de los Andes, cuando fue el Decano fundador de la Facultad de Derecho.

04-foto-2-y-despuesY después vino este breve discurso.

En mi intenso y silencioso estudio de la ética y de la política me he ido convenciendo cada día más de que los grandes desastres políticos contemporáneos requieren de una respuesta anclada en la visión clásica de la política. Los totalitarismos, los genocidios, la eclosión de la corrupción administrativa y judicial, el aparato estatal secuestrado –en tantos países– por funcionarios venales y violentos, no consienten ya más la frivolidad de declarar olímpicamente que no hay absolutos morales, que la ética es relativa, que cada uno se construye la suya según su omnímoda conciencia.

Y ahora, para defender ese ideal clásico de la política, haré dos cosas. Primero: desenmascararé la ambigüedad de la pregunta. Segundo: propondré algunas reflexiones a partir del caso extremo de la ausencia de límites, que es el totalitarismo.

Vamos primero a la pregunta para desenmascarar sus ambigüedades posmodernas.

Ética y política: ¿cuál es el límite? Los organizadores de este encuentro han querido plantear las cosas con tal ambigüedad que parecieran no adoptar una respuesta. Y en parte lo han conseguido, porque el sentido de la pregunta es indecidible, a pesar de que tiene algunos presupuestos.

La pregunta por el límite parece suponer la distinción entre la ética y la política, donde habitualmente se adscribe a una esfera normativa o sistema –a la ética– lo que se niega a la otra –a la política–: lo privado y personal se opone a lo público e impersonal; lo bueno en toda su amplitud, a lo justo o correcto; lo subjetivo y sentimental, a lo objetivo y racional; el mundo de los fines –los ideales de cada uno– al mundo de la lucha pragmática por el poder.

En ese marco, no se entiende que el problema capital de la filosofía política sea el de la mejor forma de gobierno en sentido ético, como afirmara Leo Strauss.

Por otra parte, más allá del presupuesto aludido, el significado mismo de la pregunta por el límite es indecidible entre los siguientes sentidos por lo menos:

04-foto-3-1c2ba-c2bfcual. ¿Cuál es el límite que la ética puede imponerle a la política? En este terreno nos movemos entre el cinismo y la hipocresía. El cínico afirma que no existe tal límite, que en la fría lucha por el poder las acciones no son ni buenas ni malas: son lo que son, inevitables. Como si lo inevitable no pudiera ser, además, malo. El hipócrita, por el contrario, enarbola de continuo esos límites, a la vez que los traspasa ocultamente; pero así fomenta el escándalo ininterrumpido, cada vez que se descubre a unos y a otros al otro lado del límite. El totalitarismo, según Arendt, se caracteriza por pensar que todo es posible: que no hay ninguna verdad que imponga un límite al poder. Por eso, si la realidad no es como dictamina el líder totalitario, se reconstruye para adaptarla a ese dictamen. Y el dictamen puede cambiar según el capricho de líder, que no cree en ninguna verdad. Eso es, podríamos añadir, a la vez la máxima hipocresía y el máximo cinismo: de cara a los no iniciados, la hipocresía; de cara a los adeptos, el cinismo. ¿Quién, con experiencia política, no reconoce aquí un ambiente demasiado familiar?

. ¿Cuál es el límite hasta donde puede intervenir la política, el poder coactivo, para imponer la moralidad pública o privada? La respuesta más equilibrada es la de Tomás de Aquino en la cuestión 96 de la I-II de su Suma Teológica: la ley busca el bien común, no el bien particular; pero indirectamente hace buenos a los hombres cuando los somete al orden de la justicia. Por el bien común, la ley ha de reprimir los vicios más graves; pero ha de tolerar los vicios que, de ser reprimidos, provocarían males mayores (tal es el principio clásico de la tolerancia del mal). Y la ley puede ordenar todas las virtudes, en la medida requerida por el bien común. Así obliga al soldado a ser valiente, de una manera que no obliga al niño o al anciano.

3º. La ética personal, ¿puede limitarse a la vida privada, o exige intervenir en la vida pública? Aquí la pregunta por el límite significa: ¿está completa la ética si se la limita, si se la confina a la vida privada, separándola de la política? Una respuesta afirmativa implicaría el sinsentido de que hubiera virtudes que facilitaran el egoísmo de desentenderse de los demás. La respuesta solamente puede ser, por ende, negativa: no es posible la perfección moral personal sin el compromiso activo por el bien común. Incluso el monje de clausura tiene una misión pública.

04-foto-4-ahora-enAhora, en continuidad con el capítulo que precede, permítanme presentarles algunas reflexiones a partir de un suceso heroico e inútil a la vez.

Un día triste del invierno de 1943, Sophie y Hans Scholl culminaron su tarea subversiva contra Hitler. Los líderes del movimiento La Rosa Blanca dejaron folletos en la sede central de la Universidad de Munich y los hicieron volar por los aires. Los hermanos Scholl fueron detenidos, y, junto a Christoph Probst, fueron guillotinados después de que un tribunal los condenara con todas las formalidades legales. La historia puede verse en la conmovedora película Sophie Scholl: los últimos días (dirigida por Marc Rothermund: 2005).

Este caso quizás no los conmueva a ustedes tanto como a mí. Yo estuve en ese claustro académico y me reuní por largo rato con uno de los sobrevivientes de La Rosa Blanca. Había bondad en su voz, sin mezcla alguna de relativismo moral en sus convicciones. La muerte de los jóvenes de La Rosa Blanca demostró la perfecta inutilidad de su resistencia. Hitler fue derrotado con las armas, con el poder de los Aliados, y no con la moralina de los folletos de La Rosa Blanca. El Führer no cayó derribado por la audacia de la juventud. ¿O debo hablar, mejor, de la simple y estúpida imprudencia de los jóvenes? ¡Sí, porque luchaban con medios insuficientes; y asumían riesgos excesivos; y proclamaban una verdad impopular! No olvidemos la alta popularidad de los líderes totalitarios, destacada desde Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo: 1951) hasta Richard Overy (Dictadores: 2004).

Las situaciones extremas ponen a prueba el valor de las convicciones: ¿valen por su verdad o por su utilidad? La resistencia contra un régimen inicuo es un caso extremo, sin duda; pero de ahí podemos extraer, por una cierta analogía de proporcionalidad, algunas consecuencias respecto de nuestra actitud ante los casos de regímenes corruptos, aunque no sean totalitarios.

Les propongo, pues, siguiendo la analogía, algunas reflexiones relativas al tema que nos ocupa.

04-foto-5-primeraPrimera. No se debe oponer la ética de la convicción a la ética de la responsabilidad, según la distinción de Max Weber, que en la lucha contra la iniquidad se revela tan atractiva como falaz. La ética de la convicción es la de quien se atiene a unos principios, cualesquiera que sean las consecuencias de su obrar. La ética de la responsabilidad es la de quien calcula los costos y beneficios de su actuación, y se aparta de principios rígidos cuando seguirlos no sea “responsable”, es decir, útil o práctico. Yo me pregunto: ¿cuántas veces no hemos visto que los calculadores, por ser “responsables”, han terminado claudicando en sus ideales más altos? ¿Acaso no son éstos los cálculos que tan desprestigiados tienen a los políticos, hasta el punto de que siempre y en todas partes aparecen como los personajes en quienes el pueblo menos confía?

Yo me pregunto: Sophie Scholl y su hermano Hans, ¿perdieron su vida inútilmente o, por el contrario, con su imprudencia juvenil perdieron la vida, ¡sí!, pero salvaron el honor de la Humanidad? ¿Y quién puede pesar en la balanza del mayor bien cuánto vale la resistencia inútil contra la injusticia, cuánto vale el honor de la Humanidad?

Yo les pregunto: ¿a qué altura quieren ustedes llegar, dónde pondrán límites al ideal ético riguroso? ¿Pondrán el límite en el cálculo o en el sacrificio desinteresado por los demás?

¡No existe oposición entre las convicciones verdaderas y la verdadera responsabilidad!

Segunda reflexión. Las virtudes y los vicios personales se proyectan y se encarnan en la vida política. La famosa obra de Bernard de Mendeville, La fábula de las abejas: o, vicios privados, beneficios públicos (1714), es eso y nada más: ¡una fábula! La valentía, el sentido de la justicia, la disposición a renunciar a la comodidad y a los placeres, y a sufrir el dolor y aun la muerte, son cualidades del alma: si no se tienen en privado, tampoco se tendrán en público.

En este asunto, es curiosa la división de los liberales (no solamente en Chile). Algunos piensan que el liberalismo es una fábula cuando se refiere al libertinaje en la economía, pero se lo tragan hasta el fondo cuando se refiere al libertinaje en alcohol, sexo y drogas. O sea, creen que la codicia es la causa de los desastres del sistema financiero liberal –yo estoy de acuerdo–; pero no piensan que la lujuria sea la causa del desastre del sistema familiar y educativo. Y otros, al revés. Pero ¿quién puede imaginar seriamente que el marido que no es fiel a su mujer va a ser leal con el Estado? ¿Por qué extraña virtud habría de serlo, si llega a aparecer la oportunidad de esquilmarlo impunemente?

Tercer pensamiento. Los mismos principios éticos que dirigen la vida personal influyen luego en la vida pública. De ahí se sigue que es una falacia lo que pretende John Rawls, a saber, que las cargas del juicio (the burdens of judgement) afectan a las concepciones comprehensivas sobre lo bueno (éticas, metafísicas y religiosas), pero no a los acuerdos básicos de la justicia. Él cree que, por esta razón, las autoridades solamente pueden basar su actuación en los principios básicos de la justicia, y no en sus propias opiniones sobre lo que es verdadero en cuestiones éticas y ontológicas más amplias.

La historia del pensamiento demuestra, por el contrario, que no es posible quedarse a medio camino. Rorty, Vattimo, Derrida, y tantos otros, desde perspectivas muy diversas, dan también por imposible definir objetivamente las cuestiones más básicas sobre lo justo. O por la radical inconmensurabilidad entre las culturas, o por la imposibilidad de expresar lingüísticamente un significado fijo o una verdad sobre el bien y el mal, o sobre lo justo y lo injusto, o por lo que se quiera, el hecho es que las dificultades que cierto liberalismo ilustrado achaca solamente a las visiones éticas y religiosas comprehensivas, son atribuidas ahora también a cualquier intento minimalista de fijar una verdad sobre cualquier cosa.

Y entonces la opción ante nosotros es: o pensamos que la verdad es posible, y la buscamos con ahínco, o colapsamos nuestras convicciones en el relativismo radical, en la radical indeterminación de los significados con que tratamos de representarnos un sentido para el mundo y para nuestro propio ser en el mundo.

Y ahora les pregunto: ¿Alguno de ustedes cree que Hans y Sophie Scholl hubieran sido tan valientes de haber estado inficionados de la perniciosa creencia en que sus valores eran tan válidos como los de Hitler, creencia que llamamos relativismo ético, cualquiera que sea el revestimiento que le demos?

04-foto-6-cuarta-reflexioCuarta reflexión. Existe una conexión entre las virtudes, el ethos del ciudadano responsable, y el conocimiento de los principios prácticos verdaderos. Así explica Aristóteles que al vicioso le parece bueno lo que hace, como al virtuoso le parece bueno lo que hace. El intemperante es un caso intermedio: obra el mal sabiendo que es malo, sin poder evitarlo, porque padece de akrasía o debilidad de la voluntad. Mas lo interesante es que el vicioso y el virtuoso están en un pie de igualdad en el mundo de las apariencias, solamente que el virtuoso es capaz de darse cuenta de la realidad de su situación y de la de su contrario: las cosas son como a él le parecen. Por eso, las virtudes son necesarias para gobernar de acuerdo con principios correctos. Y por eso, también, los gobernantes viciosos tienen habitualmente una alta conciencia de su superioridad moral: viven sin remordimientos. Vivir sin remordimientos, con la conciencia tranquila, y aun juzgando soberanamente la moralidad del prójimo, incluso cuando la injusticia campea a su alrededor y la corrupción hiede bajo sus pies…: ¡he ahí lo propio del gobernante vicioso!

Los discursos éticos no son, pues, señales de virtud.

A propósito de esos discursos éticos, los invito a considerar una situación curiosa en la manera como muchos políticos se acusan y se excusan sobre cuestiones de corrupción: acusan con un alto sentido del deber ético, que excede los simples deberes legales; en cambio, suelen excusar y excusarse apelando al respeto a las leyes. Y cuando estas excusas fallan, porque hasta el mínimo ético previsto por las leyes ha sido sobrepasado, entonces critican las leyes y las cambian para acomodarlas al nuevo estándar ético… más relajado.

¡Qué vergüenza!

04-foto-0-portada3¿Dónde está el límite? El límite para la injusticia y la inmoralidad pública solamente puede proceder de la justicia, de las virtudes, de los ideales que sean encarnados por hombres y mujeres de carne y hueso, dispuestos a luchar y a vencer, y también a ser derrotados, pero no sin dar la batalla.

Mas esa lucha no es posible si se cortan los lazos con las fuentes de una formación ética rigurosa, exigente, continuada.

Por eso, ¡ánimo: a luchar!; pero, antes: ¡ánimo, a formarse para esa lucha!