El latín, lengua viva
Antonio Cussen | Sección: Educación, Historia, Sociedad
Pensar hace algunos meses que en Chile se iniciaría un debate sobre las lenguas clásicas habría sido un desvarío. Pero las ideas y las cosas aparecen cuando deben, cuando hacen una falta tan inmensa que su llegada es imperiosa e inevitable.
Nuestro país es el único de la OCDE –la vara que nos hemos impuesto– que no tiene una sola universidad con un departamento de filología clásica, de un centro cuyo principal propósito sea enseñar y cultivar el latín y el griego. Esto constituye una verdadera vergüenza. La Universidad Católica cerró su Departamento de Filología Clásica en los años setenta; la Universidad de Chile clausuró su Departamento de Lenguas Clásicas en los ochenta; la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación –lo que era el Pedagógico– ha congelado su Centro de Estudios Clásicos. Quizás lo único que pueda divisarse como un vínculo académico con el mundo antiguo sea el Centro de Estudios Bizantinos y Neohelénicos, obra de ese hombre magnífico y sencillo que se llama Miguel Castillo Didier, además de otras notables excepciones, como Antonio Arbea y Óscar Velásquez.
No son pocos los profesores de las universidades chilenas que pontifican que esto de estudiar latín y griego está bien para los países europeos, pero no para América o para el resto del mundo. Se engañan y engañan a sus alumnos. La Universidad de Sao Paulo, en su Departamento de Letras Clásicas y Vernáculas, ofrece títulos en Lengua y Literatura Latina y Lengua y Literatura Griega; la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) tiene un Colegio de Letras Clásicas; en todas o casi todas las universidades nacionales de Argentina se puede seguir la carrera de Letras Clásicas; en la Universidad de La Habana los cubanos pueden obtener un título de Letras con especialización en Letras Clásicas. No hablemos de Estados Unidos, donde es difícil encontrar una universidad que se precie de tal que no tenga un departamento de lenguas clásicas.
Sin haber hecho un estudio minucioso, me atrevo a decir que no hay universidades entre las cien o doscientas mejores del mundo –otra vara al uso en estos días– que no tengan un departamento dedicado al estudio del latín y del griego antiguo. En la Universidad Nacional de Seúl, los estudiantes pueden ingresar al Programa Interdisciplinario de Estudios Clásicos; en la Universidad de Tokio los autores clásicos de Occidente se estudian en el Departamento de Clásicos Griegos y Latinos; en Beijing existe un centro llamado Latinitas Sinica (“Latinidad china”), donde también existe la especialización en lenguas clásicas.
En Chile, el abandono del estudio del latín es particularmente inquietante. Revela un grado de incuria extremo por parte de las autoridades –las actuales y las de las últimas décadas– de las sesenta universidades instaladas en nuestro territorio.
El latín no es una lengua muerta. Vive en los “Anales” de Tácito, en las “Geórgicas” de Virgilio, en “La naturaleza de las cosas” de Lucrecio. El placer que trae la lectura en el original de los poetas, filósofos e historiadores latinos no es reducible a argumentos. Del mismo modo que el amor o el sufrimiento son inexplicables. Y el latín vive en la mayoría de las palabras que usamos todos los días. Más del noventa por ciento de las doscientas palabras básicas del castellano (las que forman parte de la ampliada “Lista de Swadesh”) es de origen latino. Un número muy alto de los que nacemos en Chile comenzamos a balbucear en latín. En latín vulgar, es cierto, pero con vocablos y estructuras sintácticas de la lengua que hablaban los romanos. Si no importa el estudio y el conocimiento –y el goce– de nuestra lengua y de sus orígenes, entonces, ¿qué importa?
Es por lo tanto esperanzador que jóvenes chilenos acudan a lugares en que el latín se aprenda como una lengua viva. Ellos han descubierto centros como la Academia Vivarium Novum, en Roma, o el Paideia Institute, en diversos lugares de Europa, en los que por un período extenso –tres meses de verano o un año académico de nueve meses– conversan, leen y escriben en latín y griego clásico el día entero. Estos jóvenes no sacrifican un año de sus vidas en pos de nostalgias ajenas; lo hacen por instinto, porque sienten en el aire la enorme carencia que llena las aulas de nuestros paupérrimos departamentos de humanidades.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.




