Imprudencia, falta, delito y corrupción

Rodolfo González Gatica | Sección: Política, Sociedad

#08 foto 1En este revuelto momento nacional, en un país donde nos gusta movernos como péndulos de campana ante las crisis, donde todo se niega al principio para satanizar a todos en el momento siguiente y donde se suele meter a todos en el mismo saco noticioso y de análisis, por flojera, por carencia de rigor intelectual, por conveniencia personal o por la razón que sea, es necesario diferenciar para emitir opiniones que se apeguen a la realidad de los hechos y que permita, a quien corresponde, administrar justicia, al sentenciado reparar el mal causado, y a todos reconstruir el tejido de las confianzas y prevenir conductas negativas futuras. El comienzo de una verdadera reparación nace de tener una conciencia clara de la acción cometida, así como de sus efectos y consecuencias.

Una imprudencia se puede dar cuando se transgrede una norma, sin pretenderlo y sin buscar un beneficio ilícito. Se da cuando se privilegia el fin bueno, olvidando que los medios son los que terminan legitimando el mismo fin. Corresponde a lo que hoy se llama “un error involuntario” lo que ciertamente es un eufemismo que esconde una verdadera imprudencia. Ésta conlleva, obviamente, una sanción ética aunque además la ley tenga obligación de pronunciarse sobre ella justificada en el aforismo latino que dice “ignorantia legis non excusat” (la ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento). En un ejemplo escolar, el soplar en una prueba, al amigo desesperado.

Una falta moral correspondería a una transgresión voluntaria –por tanto consciente– de una norma o de una ley, de manera puntual, buscando –como en el caso anterior– un bien que se considera de manera subjetiva inalcanzable bajo las reglas vigentes para esa situación y que se pone en acción sin buscar el daño a terceros en su consecución. En un ejemplo escolar clásico, el copiar en una prueba para pasar el año.

Un delito añade a la falta, la total conciencia de estar violando una norma, activando para ello una secuencia de transgresiones, con planeación de sus acciones y desprecio por sus efectos, sin importar demasiado quienes pueden resultar perjudicados en la maniobra. Siguiendo el ejemplo anteriormente expuesto, el robar una prueba desde la sala de profesores (me imagino que hoy corresponde a hackear el computador del profesor…)

La corrupción se instala cuando se establece un procedimiento habitual para obtener beneficios al margen de la norma, sin importar que otros puedan quedar embarrados y que, a diferencia de un delito, suele presentarse de manera frecuente o permanente buscando sacar partido de alguna condición especial de la que se goza. Concluyendo con el ejemplo escolar, un estudiante o un administrativo que lucra vendiendo pruebas con el concurso del profesor que las provee.

No se trata de comparar el grado de maldad que existe detrás de cada acción y caer en una valoración de qué acción específica es peor que la otra. Para eso están los tribunales… y hay que dejar que las Instituciones funcionen (el estribillo más escuchado en las últimas semanas). Frente a una misma situación podría resultar sencillo hacer esta valoración (como en el caso escolar recién graficado), pero en la complejidad de la vida social, política y económica intervienen otros factores que hay que considerar para juzgar la gravedad de los hechos y determinar, por tanto, la gravedad de las penas. Causar la muerte a un peatón por haberse distraído –de manera imprudente– tomando el celular puede ser más grave que recibir una botella de whisky por haber autorizado un permiso municipal. Hay muchos factores que concurren a determinar la gravedad de los hechos y de sus sanciones y para eso están los jueces quienes tienen la delicada tarea de ponderar cada hecho y sus circunstancias, a la luz de las pruebas presentadas y no de las popularidades que puedan estar en juego en las redes sociales.

#08 foto 2El problema no radica, pues, ni en el acto ni en la ley, sino en el tratamiento que se da a las diferentes acciones que violentan las normas y que pueden experimentar todas las emociones y distorsiones posibles a partir de quien las haya realizado, de quien se sienta perjudicado, de quien tenga un micrófono en la mano, a quién convenga perjudicar o si se tiene una autoridad que ejercer. Y ahí nace la confusión que vivimos, donde anunciar el apocalipsis constituye el expediente más barato, de mayor impacto mediático pero menos efectivo para plantear una solución. Al satanizar todo y a todos, con la misma vara, es la mejor forma de no administrar justicia ni resolver las situaciones diversas.

Si bien es cierto que una buena casa, nuestra sociedad, debe ser y estar limpia, también es cierto que las escaleras se barren de arriba hacia abajo, previniendo la ocurrencia de los actos negativos que pueden implicar una invitación a la concurrencia de los demás. En este sentido, la corrupción hay que analizarla en un saco aparte, ya que puede ser la causa y la promotora de imprudencias, faltas y delitos, así como de la impunidad para castigar a las cuatro exponentes.

El haber extendido boletas ideológicamente falsas para tener recursos para ganar una candidatura, puede ser –en ciertos actores– una imprudencia, en otros una falta, y, desde la óptica fiscal, un delito. Cada uno tiene que pagar conforme al mérito de su participación.

Por otro lado, el tráfico de influencias, el uso de información privilegiada, el cohecho, el soborno y sus derivados, corresponde más bien a una maquinaria efectiva de corrupción, diseñada y construida para generar beneficios al margen de la ley y sin importar el daño que pueda causarse a terceros.

Ojalá las comisiones que buscan devolver la sanidad a nuestra vida cívica sepan diferenciar y sean capaces de proponer remedios ajustados a las diferentes enfermedades y no envíen al quirófano a quien tiene un resfrío y a quien sufra un infarto, aunque los dos se sientan mal y estén ambos afiliados a una Isapre o a Fonasa. Puede resultar costosísimo matar mosquitos con balas de cañón como dejar con vida a quienes destruyen la convivencia social –y la confianza que es su fundamento– por generarse unos beneficios mezquinos para sustentar una vida aún más mezquina.