Ética y Política: ¿Cuál es el límite?

José Luis Widow Lira | Sección: Política

En estas breves líneas, y para abordar el tema del límite entre ética y política, me propongo presentar tres ideas. La primera tiene que ver con la situación actual de la política, que obedece a un cierto concepto de ella que no siempre se hace explícito. Me refiero al de que la política sería la actividad cuyo objeto correspondería a la administración del poder: cómo lograrlo, como mantenerlo, cómo acrecentarlo. La segunda toca al concepto clásico de política –que viene de los antiguos–, el cual, me parece, puede iluminar en gran medida lo que debiéramos entender por política y, consecuentemente, practicar. Este concepto clásico ve en la política un saber práctico que tiene que ver con las acciones en las que se alcanza el bien común, más que con la sola administración del poder. Por último, quiero presentar una idea relativa al método o camino para recuperar hoy día el sentido clásico de la política, que pareciera ser mucho más sano que el que nos ha acompañado los últimos tiempos.

1. El concepto y la práctica actual de la política.

02-foto-2-1-el-conceptoSon muchos los ejemplos que podrían ponerse sobre la mesa para mostrar cómo se practica actualmente la política en Chile. Pero veamos sólo algunos, que creo son suficientes. Los partidos políticos suelen transformar algunas instituciones o reparticiones del estado en verdaderos feudos que no sólo se utilizan para “pagar” los servicios prestados por “operadores” y toda clase de clientes de cada una de las tiendas políticas existentes, sino como verdaderos botines a los que se tiene un cierto “derecho” por estar en la coalición gobernante. Ocupar los espacios de poder pareciera ser, a veces, un acto análogo al del perro o león que marca su territorio orinando sus vértices. Sería la toma de posesión de lo que se buscaba: el poder. Esos feudos o ese poder son protegidos con todos los medios que sean útiles: si es necesario llegar a la franca y desembozada intervención electoral, no se dudará en hacerlo. En ella se destinarán horas hombre y recursos del estado en beneficio ya no del bien común, para lo cual debiera servir el poder, sino para mantener o acrecentar las cuotas de poder ya logradas.

El mismo hecho de que muchos nombramientos de personas en determinados cargos de servicio público se realicen no atendiendo a la capacidad que ellas posean para colaborar con el bien común, sino como forma de retribuirles la colaboración en tareas partidarias, sobre todo en campañas electorales, es signo claro de que el interés está puesto más en el poder mismo que en el bien común.

En la misma línea está el hecho de que se nomine como candidatos para elecciones de distinta índole a personas cuyo único capital es una fama que no tiene nada que ver con las capacidades para servir leal y eficazmente el bien común. Pero trae votos. Piénsese por ejemplo en algunos personajes a quienes se les ha ofrecido alguna candidatura cuyo único mérito es figurar ¡en la farándula! Se dejan de lado completamente los fines o principios por los cuales se está –o debiera estar– en política y para los cuales debieran buscarse las personas idóneas, para centrar la preocupación en la elección de personas que aseguren la obtención del cargo. Para qué sea el cargo, ya no interesa.

Esta lógica del poder que pareciera invadir gran parte del campo del razonamiento político, que así queda convertido en una suerte de cálculo maximizador de las cuotas de poder a las que se pretende acceder, mantener o acrecer, tiene también otra manifestación. Cada año no son pocas las personas, particularmente jóvenes, que entran en política con principios y propósitos claros que implican la sana intención de volver a practicar una política que vele realmente por el bien de la comunidad, pero a poco andar se sumergen en la misma lógica con la que pareciera discurrir la vida de los partidos: se nace con ideales y principios, con vocación real de servicio público; se desea y necesita acceder a cargos para servirlos mejor; para lograr los votos que llevan a los cargos hay que ceder en los principios y así, sin darse cuenta, los rectos objetivos políticos son reemplazados por una febril actividad cuyo propósito casi exclusivo pasa a ser el logro, mantención y acrecentamiento del poder. La misma historia se repite de una y mil maneras…

Se podría alegar que estos ejemplos obedecen a una visión sesgada que muestra solo parte de la realidad. Que al lado de las malas prácticas hay ejemplos notables de personas dedicadas con cabeza y corazón a servir a los demás sin ningún interés que tuerza esa intención. Y es cierto. En el mundo político también existen el lado y las personas admirables. Y también las que instaladas en la cómoda medianía un día se juegan por bienes principales y al día siguiente negocian su venta; un día son capaces de poner el cuello con tal de que se obre rectamente y al día siguiente entran en uno de los tantos contubernios con el propósito es obtener un oscuro o pequeño y particular beneficio ajeno al interés común. Es cierto que esto ocurre y que, entonces, no todo es malo. Así es. ¡Menos mal! Pero aquí estamos hablando de prácticas predominantes que bastan para corromper la actividad política como un todo. Para ser ciego no hay que morir, sino sólo perder la vista. Los ejemplos señalados, siendo habituales, hacen de la política, lamentablemente, un campo de lucha por el poder que se transforma en fin en sí mismo y llevan a olvidar que se trata de una actividad –la más noble dentro de las prácticas– cuyo propósito natural es conducir las acciones humanas al logro del bien común.

02-foto-3-si-se-le-pregunSi se le preguntara a muchos de los “políticos” si están en cargos públicos por un puro afán de poder, probablemente reaccionarían molestos insistiendo en su profunda vocación de servicio público. Sin embargo, como su actividad se ha visto reducida de hecho, en una medida importante, a la administración del poder por sí mismo, la idea que comienzan a tener de la política coincide con esa práctica. Y como las ideas es difícil esconderlas por mucho tiempo, tarde o temprano afloran: es lo que sucedió, me parece, con las declaraciones acerca del cuoteo político que, ya hace algunos días, iban y venían. El Ministro de Defensa Francisco Vidal, por un lado, declaró que las decisiones acerca de quién ocupa un cargo obedecen a consideraciones políticas que en este caso corresponden con lo que a él le gusta llamar equilibrio en la representación, pero que el vulgo llama más directamente cuoteo político. “(Fue) una decisión política, pero no pensando en Chiledeportes y ni siquiera, con todo respeto, en el señor Michel, (sino que) pensando en evitar un conflicto nacional con el presidente de la Democracia Cristiana” dijo el Ministro, según leemos en la prensa de esos días. Por el otro lado se replicaba que ese tipo de decisiones deben atender a criterios técnicos.

Creo que en ambos casos se está concibiendo la política de la peor manera: como una suerte de administración del poder vacío, precisamente, de cualquier principio ético. Que las consideraciones políticas a las cuales aludía el Ministro Vidal se refieran precisamente a la distribución de cuotas de poder entre los partidos gobernantes y no a consideraciones de bien común dejan de manifiesto lo que digo. Que se renuncie a llamar criterio político a aquel según el cual debe ser designada una persona en un cargo pareciera adolecer del mismo defecto: la política es vista como administración de poder y por eso mismo como un criterio inadecuado a la hora de designar a quien debe servir el bien común. Servir el bien común implica ir más allá de los criterios de poder, para lo que estos, entonces, son insuficientes. Pero con eso, se piensa, hay que ir más allá de la política.

Se ha perdido de vista que la política, tal como la concibieron los antiguos, es el saber práctico que mira el bien común y que, en consecuencia, es arquitectónico, razón por la cual le compete integrar y dirigir todo otro criterio relevante a la hora de tomar decisiones que afecten ese bien, incluidos esos que hoy se llaman técnicos. Los cuales, entonces, dejan de ser simplemente técnicos y pasan a ser, en el mejor sentido de la palabra, políticos.

Esta manera de concebir la política, creo, proviene principal y originalmente de la separación entre ella y la ética. Esta separación, aunque sin mucho soporte teórico, se encuentra por primera vez, probablemente, en Maquiavelo. Luego se desarrollaría, sobre todo en el pensamiento liberal y contractualista, y como consecuencia de haber asumido la imposibilidad e inconveniencia de reconocer un bien común previo a las voluntades individuales, toda una teoría que buscaría dar sustento a esta separación, al mismo tiempo que ofreciera un nuevo fundamento para el orden social que hiciera posible la convivencia entre individuos que ya no participan de un bien que les es esencialmente común. Me atrevería a decir que la fundamentación de esta separación de ética y política, aunque de diversas maneras, está presente sin excepción en la línea que conduce desde Locke a Rawls.

2. La política como ética

02-foto-4-2En la mente de los antiguos, en cambio, no había separación entre ética y política. Recojamos el ejemplo de Aristóteles, que es uno entre muchos. Cuando el Estagirita comienza su Ética más famosa, la Ética a Nicómaco, nos dice que hablará de política –“A esto, pues, tiende nuestra investigación, que es una cierta investigación política”– y cuando ya la termina, luego de habernos conversado acerca de la felicidad, de las virtudes, de la razón práctica y de la amistad –todos los grandes temas de la ética– nos señala –intempestivamente para una mente moderna– que ahora sí ya se puede pasar a hablar de las formas de gobierno. Es que para Aristóteles –y muchos otros en la historia– tanto la ética como la política son saberes prácticos que tienen por objeto el bien total del hombre. La diferencia estará en que la política atenderá al bien del hombre en cuanto se alcanza en comunidad. Pero si es así, entonces, la política no es algo distinto de la ética, sino su coronación.

Leía hace unos días a un columnista de un periódico quien, refiriéndose a las afirmaciones del Ministro, decía “en la política no siempre se siguen las reglas de la más estricta ética. Y no es raro. Si bastara con la ética, ¿para qué tendríamos la política?”. Esta es, precisamente, me parece, la peor manera de concebir la política. ¡Como si pudiera haber un ámbito de las acciones humanas como tales que escapara a la ética! Es decir, ¡un ámbito en que dichas acciones no son buenas ni malas para el mismo hombre que las realiza o que no son justas ni injustas respecto de otros!

Tengo conciencia de que esta reducción de la política a una administración del poder es la manera moderna de entenderla, tomando el término en su sentido cultural e ideológico. Pero no por eso me parece que no sea revisable.

En otras palabras, si queremos volver a tener una política que se asome a horizontes más altos que los del solo poder es necesario volver a concebirla como un saber ético. En la medida en que la política vuelva a concebirse como sabiduría práctica, como ética, naturalmente volverá a ordenarse al bien humano, porque, como se ha dicho, éste es su objeto propio. En esa medida dejará de ser concebida como un saber cuyo fin es el solo poder. No se trata de que el poder sea malo y vergonzoso, como pareciera desprenderse, a veces, de cándidas declaraciones de algunos críticos de la forma contemporánea habitual de actuar en política. El poder es algo bueno y necesario. Es una herramienta de la que no se puede prescindir. Pero es eso: una herramienta, y, en consecuencia, su valor es de utilidad. Y como todo lo útil, el poder tomará su sentido del bien al cual se ordena. El poder, como herramienta política propia de un saber ético, tiene que volver a mirar al bien común como su medida. Así, la política volverá por sus fueros y tornará a los del saber práctico, ético, que nunca debió dejar. En otras palabras, hacer lo conveniente para obtener, mantener y acrecentar el poder tiene sentido en tanto tenga su medida puesta por el bien común real al cual esa actividad se ordene. Si no se tiene la humildad para reconocer, primero, y, luego, aceptar y amar el bien real del hombre, la política seguirá siendo el campo de batalla de la desordenada pasión por el poder. Si no se parte de ese reconocimiento y de ese amor, en el mejor de los casos, la ética, de tarde en tarde y cuando sea conveniente por algún motivo puramente pragmático, entrará en relación con la política como una suerte de adorno extrínseco y “para que no digan…”. Pero, si me he explicado bien, o la política es intrínseca y principalmente ética o no es política, sino corrupción de ella.

3. Cómo recuperar el sentido ético de la política.

02-foto-5-como-recuperarSe que lo que planteo implica tener alguna claridad respecto de la índole del bien común. Esa tarea probablemente será ardua, si se trata de precisar los distintos aspectos del bien común en sus determinaciones particulares y concretas. Las diversas miradas y acentos serán, probablemente, muchos. Por ello el acuerdo será difícil. Pero esa tarea será posible si es que se parte de lo más fácil, que en este caso se trata de la identificación de los aspectos más universales del bien común, y por ello más evidentes, que corresponden a los grandes fines de la vida humana. El reconocimiento de esos fines no es difícil. Hay que contemplar, simplemente, cuáles son los bienes a los cuales las personas tienden naturalmente. Sin mayores dificultades, podrá descubrirse que la vida, la salud, la integridad, la familia, la educación, la cultura, el trabajo que permite acceder al sustento, los amigos, Dios mismo y la consiguiente vida religiosa son fines que están presentes constante y permanentemente en la vida humana. Y las excepciones no hacen otra cosa que confirmar la regla. No es del caso explicar aquí cómo, pero lo hacen. Esos fines, entonces, son también los de la política. Reconocidos, se les podrá mirar siempre como el faro que ilumine y guie toda decisión política. Amados con firmeza, se les podrá tener siempre como la tierra firme donde asentar el pie para resistir a las siempre persistentes tentaciones del puro poder. Así tendremos finalmente una política que en definitiva administre el poder no en función de intereses de grupo o personales, sino en función del bien común. Así tendremos una política en la que el poder yo no será el fin de la actividad, sino la herramienta. Mirando y amando esos fines podremos tener un poder limitado intrínsecamente por criterios éticos, sin los cuales cualquier otro control posterior que queramos instituir devendrá insuficiente. En el reconocimiento y amor de esos fines reencontraremos, en definitiva, la verdadera naturaleza de la actividad política: el abnegado servicio a la patria.