“Quien ama, conoce más y mejor”: la luz de la fe

Esther Gómez | Sección: Religión

#11-foto-1En medio de una gran expectativa ha salido a la luz la primera encíclica del Papa Francisco sobre la fe titulada Lumen fidei, es decir, La luz de la fe. Es inconfundible el sello del Papa emérito y muy oportuno sacarla a la luz dentro del Año de la Fe –vigente hasta el próximo octubre–. Quisiera, junto con contextualizarla brevemente en el marco integral del texto, aludir al relevante tratamiento de la razón y la verdad en su relación con la fe.

Aludiendo al título, el hilo que atraviesa el documento es la luz y su propiedad de iluminar. Iluminar no es transformar ni inventar nada nuevo sino hacer posible que se conozca algo ya existente que antes no podíamos captar precisamente porque no estaba iluminado. Así actúa la luz natural, que ilumina las realidades sensibles que captamos por los sentidos –con la vista especialmente–. Pero hay otro tipo de luces que iluminan el conocimiento y la vida del hombre. Una de ellas es ciertamente la razón, con la que se nos “ilumina” lo que son las cosas y que toma múltiples formas en las ciencias. Pero esta no es la única luz.

A este respecto se trae a colación una objeción que, en boca de Nietzche, caracteriza gran parte del pensamiento contemporáneo y que se presenta como la postura coherente y adulta ante al saber. Tal postura sostendría que lo realmente propio del filósofo o del que quiere conocer sería la exclusiva y constante búsqueda del saber, que le mantiene en la aventura, y no la certeza del hallazgo, que da seguridad a un hombre inmaduro o ingenuo porque sería como claudicar ante la inquietud de la búsqueda. Para esta postura “creer sería lo contrario de buscar” (n° 2) que se rechaza sistemáticamente. La respuesta del Papa a tal objeción es a la vez una toma de postura ante el saber y un respaldo a la filosofía realista. Y es que, a fin de cuentas, para que la misma búsqueda de saber pueda mantenerse se requieren ciertas certezas de conocimientos ciertos –incluso el que duda, no puede dudar de que duda y de que existe–. Por otro lado, son pocas las certezas que conquistamos personalmente y sí, en cambio, muchas las que adquirimos a través del testimonio de otros. De hecho, la mayoría de nuestros conocimientos diarios los adquirimos así, a través de otros de los que nos fiamos y cuya palabra creemos, y lo mismo sucede con buena parte de los logros de la ciencia, que se reciben de los que nos preceden pero se asumen como propios. A esto hay que añadir que cuanto más fiable sea ese testimonio, más firme será nuestro conocimiento y con mayor garantía podremos hablar de verdad en lo conocido.

Y precisamente es aquí donde entra la pieza maestra, a mi entender, de esta encíclica: el amor que fundamenta la fe. En efecto, un amor que ama hasta dar la vida, es lo más fiable, lo más creíble, lo más verdadero y además es, tratándose del máximo amor, el de Dios, un amor que salva. Es un amor que se hace creíble justamente porque ama hasta dar la vida, es un amor que ilumina y que salva. Lo que conozco por la fe en Quien me amó y dio la vida por mí se convierte así en luz y no sólo en verdad. La vida de San Agustín es un ejemplo de ello.

La fe que acepta este testimonio ilumina de una forma totalmente nueva nuestro conocimiento y da además un “sentido” trascendente a la existencia al permitirnos ver más allá de nuestros sentidos y nuestra razón: ver y tocar a Dios mismo. Más que anularse, como achacaban los críticos de la fe, esta amplía y perfecciona nuestro conocimiento. Esta es una manera especial de conocer, es la vía del corazón: el que ama participa de alguna manera en el modo de ver del amado. Este ver con los ojos del otro es la fe y, en el caso de Dios, es un don suyo del que nos hace partícipes gratuitamente.
#11-foto-2La primera consecuencia de mirar con los ojos de Dios es ver y juzgar desde su mirada la realidad entera que queda así iluminada con una luz nueva, sobrenatural. Nada queda fuera de esa luz, desde los eventos más importantes a los más cotidianos del día a día y así todo queda transfigurado: sucesos, actividades, fracasos o males aparentes o aparentes éxitos… todo. Esa es la razón por la que el más mínimo acto hecho con fe y amor a Dios pueda adquirir un valor especial de trascendencia cósmica que contribuya a la salvación del mundo. Y esa es la razón de que uno de los sucesos más trágicos de la humanidad, que Dios muriera en la cruz, fuera causa de salvación para el género humano. A la luz de la fe, la vida humana queda transfigurada.

Otra consecuencia de especial importancia es que el que recibe esa luz, justamente porque sabe que la recibe como don y no como derecho, no se siente propietario de la misma. “El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos” (n° 34).

Y al igual que la luz se difunde de una llama a otra, así quien ha recibido la luz de la fe no puede ocultar su claridad que se difunde a otros a los que ilumina: ahí está la clave de la transmisión de la fe, de la misión y del ser de la Iglesia: comunicar a otros la verdad de Jesucristo Salvador –al que vieron y oyeron los primeros testigos– por medio de la tradición que se concreta en un mensaje que salva, en una fe que se celebra en comunidad. Así es, “quien cree nunca está solo” (n° 39).

La luz de la fe se presenta no sólo como camino, sino también como “edificación” en la medida en que está llamada a iluminar y a transformar las relaciones familiares y sociales, la economía, la política, la educación, el sufrimiento, es decir, el mundo entero, según sus tonalidades y luminosidades. La fe coherentemente vivida es inseparable de la justicia, el bien común, la fraternidad, la caridad. “Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones que tienen como fundamento el amor de Dios” (n° 51). El ejemplo de los santos es buena muestra de ello, pues encarnan perfectamente el dicho popular de “obras son amores y no buenas razones”.

Recibamos, pues, agradecidos la luz de la fe que ilumina en el caminar, en la confesión y en el construir de los creyentes. Para cada uno, para el mundo entero. Y al Papa Francisco: ¡Gracias por esta encíclica!