Televisión, cultura y posmodernidad
Otto Dörr | Sección: Arte y Cultura, Educación, Sociedad
El justificado escándalo que ha provocado en varios lectores el término del programa “Una belleza nueva”, creado y dirigido por Cristián Warnken, me ha sugerido algunas reflexiones que quisiera compartir con el público lector. En primer lugar, quiero decir que estoy plenamente de acuerdo con el contenido de las cartas que han aparecido en “El Mercurio” alabando este programa y lamentando su desaparición, muy en particular las escritas por el senador Hernán Larraín y por el abogado y filósofo Agustín Squella. Las entrevistas que realiza Cristián Warnken son del más alto nivel, equivalentes –y me atrevería a decir, superiores– a las mejores entrevistas que me ha tocado ver en las televisiones europeas. Haberlas relegado al horario de las 8:00 de la mañana del día domingo me parece una burla y un signo más de nuestra progresiva pauperización espiritual. Así, el país tendrá que continuar, por desgracia, alimentándose de lo que el escritor Mauricio Electorat llama con razón “televisión chatarra”, la que en Chile constituiría “la verdadera escuela pública gratuita”.
En segundo lugar, quisiera advertir sobre las consecuencias de un uso excesivo de la televisión. No me voy a referir a las virtudes de este aparato tecnológico, porque son obvias. Sin embargo, ella representa en sí misma un peligro para la civilización y no solo en sus formas malogradas, como las que observamos en Chile. El problema fundamental deriva del hecho de que la televisión está contribuyendo a crear un mundo en el cual hay un claro predominio del sentido de la vista por sobre los demás sentidos. ¿Y por qué esto es un problema? Por la sencilla razón de que cada sentido nos abre una dimensión diferente del mundo y, por lo tanto, son todos igualmente importantes. Tomemos como ejemplo el caso del gusto y del olfato. Ya el comer juntos marca un punto de inflexión en el proceso evolutivo, separándonos de los animales. La palabra cultura viene de cultivo y en Roma sabio era aquel capaz de distinguir olores y sabores, vale decir, de saber elegir una buena comida y un buen vino. La postergación de estos sentidos en la posmodernidad se puede observar en el progresivo imperio de la comida rápida, esa que carece de la morosidad propia del comer tradicional, marco en el cual han tenido lugar durante siglos la educación de los hijos y la práctica de la amistad. Pero más trascendental aún es el hecho de que el encuentro interpersonal y sus posibilidades de desarrollo más fecundas, como son la amistad y el amor, comienzan siempre a raíz de una consonancia atmosférica, de una atracción recíproca que ejercen las respectivas emanaciones o irradiaciones personales. Hoy observamos, en cambio, un aumento alarmante del contacto virtual, carente por definición de toda atmósfera. También el “buen gusto”, trascendental en la formación cultural de las personas y en el arreglo y decoración del lugar que se habita, es un derivado, como su nombre lo indica, de estos sentidos ligados a la oralidad.
El sentido del oído, por su parte, nos abre al mundo de la comunicación con los otros a través del lenguaje, pero también es el sentido de lo secuencial, vale decir, del tiempo. Así como la vista está referida fundamentalmente al espacio, el oído lo está al tiempo. Hay dos puntos culminantes en el mundo de la secuencia: la palabra (amorosa, poética, científica, etcétera) y la música, que es el arte del tiempo, al modo como la pintura y la escultura lo son del espacio. El predominio de lo visual en nuestra civilización posmoderna ha ido aparejado con la postergación del mundo que nos abre el sentido del oído. Porque el oír no es solo un escuchar en forma pasiva los ruidos de la naturaleza, sino siempre también un “oír-decir”. Es la palabra del otro, particularmente de la madre, la que forma el oído, y con ello, a la persona. Toda la educación del niño y del adolescente está vinculada con el sentido del oído, tanto en el aprendizaje de normas como de conocimientos y destrezas. Por eso, desde Homero los poetas han sido los grandes maestros y formadores del alma de los pueblos. Shakespeare, Cervantes y Goethe representan buenos ejemplos de ello. Y ocurre que en la actualidad y en gran parte a causa de este predominio de la imagen, se observa una progresiva pérdida del hábito de la lectura, pero también del diálogo. Ya no existen esas largas conversaciones entre amigos, inmortalizadas en las novelas francesas y rusas del siglo XIX. Los actuales diálogos son telegráficos, plagados de groserías y muchas veces solo virtuales.
Al problema que está significando este imperio de la imagen sobre la palabra habría que agregar el peligro que encierra para la formación de los niños el tipo de contenidos que ofrece la televisión en general y la chilena, en particular: la violencia en todas sus formas, cuyos ejecutores son cada vez más jóvenes; la abundante presencia de actos sexuales normales y anormales, lo que está produciendo una erotización precoz de los niños; hay que considerar también que este carácter exhibicionista de las escenas eróticas atenta contra un principio antropológico fundamental, cual es que la sexualidad pertenece al espacio de lo íntimo y no al espacio público, así como a la inversa, el comer es un acontecimiento social y no íntimo; por último, la falta de imaginación de los argumentos, el carácter predecible de las tramas y la extrema pobreza del lenguaje empleado en las películas, pero en especial en los realities , están conduciendo a lo que Manfred Spitzer, gran investigador alemán en ciencias cognitivas, ha llamado en su último libro “la demencia digital”.
En este panorama desolador, el programa “Una belleza nueva” representó durante años una suerte de luz en medio de las sombras en que se ha sumido la televisión chilena.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.




