¿Matrimonios homosexuales?

José Luis Widow Lira | Sección: Familia, Política, Sociedad

En estos días la Corte Suprema de Estados Unidos ha estado examinando la constitucionalidad de la ley californiana que reserva el matrimonio a las parejas constituidas por un hombre y una mujer.

El mismo tema también ha sido objeto de preocupación en Chile, puesto que las instituciones de homosexuales y otras afines llevan largo tiempo haciendo “lobby”, ejerciendo presiones y organizando funas en orden a conseguir su objetivo de que, por una parte, se apruebe primero el llamado “Acuerdo de Vida en Pareja” y luego, imagino, ya con todas sus letras, el matrimonio homosexual y, por otra parte, que quienes se oponen a estas cosas queden silenciados.

Son muchos los argumentos que se han dado en favor del matrimonio heterosexual y contra el homosexual. Casi tantos son los que se han dado a favor del matrimonio homosexual para que sea tratado como el heterosexual. Quiero examinar ahora uno de ellos.

La campaña pro matrimonio homosexual afirma que la incapacidad de procrear de una pareja de mujeres u otra de hombres no es una razón para impedir el matrimonio, porque ellas están en la misma situación que una pareja heterosexual infértil, que tampoco puede procrear.

El argumento, sin embargo, es falaz. Veamos por qué.

Es razonable que una sociedad vele jurídicamente por aquellas realidades más importantes de las que depende su existencia y calidad de vida. Así por ejemplo, la ley cuida los contratos comerciales, porque si no estuvieran regulados probablemente no podrían realizarse, con todo el perjuicio que eso significaría. Entre esas realidades importantes está la que tiene que ver con la pervivencia misma de la sociedad, que para existir requiere de miembros que la formen. Por eso la sociedad siempre ha velado jurídicamente por aquella institución cuyo fin es ordenar las relaciones y las actividades humanas tendientes a la perpetuación de la especie. Esto equivale, en palabras más humanas, a asegurar la pervivencia de la sociedad como lugar de desarrollo humano, en el entendido de que cada ser humano tiene un valor infinito y en consecuencia su existencia es un bien muy grande. Esa institución se ha llamado tradicionalmente matrimonio. Por supuesto podría haber sido otro el nombre. Pero de hecho fue éste. Y el cuidado que debe brindarse a la institución que tiene un fin tan importante como el señalado indica que es prudente reservarle un nombre que evite su confusión con otras uniones humanas cuyo fin es muy diverso al de la unión matrimonial.

Si el matrimonio existe para eso, entonces su ordenación a la procreación es parte esencial. Sin esa ordenación a la procreación no habrá en estricto rigor matrimonio. Por esto probablemente esta institución tomó el nombre de la palabra “madre”, pues es ella quien principalmente cobija y cuida la nueva vida que se forma producto de la unión de un hombre y una mujer.

Por lo dicho, es perfectamente entendible que en una sociedad en la que la natural ordenación del matrimonio a la procreación ha desaparecido se comience a pensar en esta institución como una realidad que une a dos personas por razones afectivas u otras parecidas (por supuesto, no estoy diciendo que el matrimonio no implique, en circunstancias normales, la unión afectiva de quienes lo componen, sino que lo que afirmo es que esa unión afectiva no tiene su razón de ser en sí misma, sino en su ordenación a la procreación y educación de nuevas vidas humanas). Que esa pareja, luego, sea homosexual, es un paso más, grande por supuesto, pero que ya tenía una lógica subyacente establecida antes de que se llegara a él y que fue la que hizo posible que se llegara a él.

La separación de matrimonio y procreación ha sido producto, por un lado, del acentuado individualismo hedonista que todo lo subordina a la satisfacción del placentero interés individual y, por otro lado, de la disposición a manos llenas de toda suerte de medios contraceptivos. Estos no sólo han sido el medio útil para aquellos que querían mantener relaciones sexuales sin su efecto natural que son los hijos, sino que también han sido la tentación para aquellos que, si bien en principio querían niños, luego se fueron empapando de la mentalidad antinatalista dominante por la comodidad que ella trae al ahorrar recursos y sobre todo por quitar la responsabilidad ineludible y gravosa que significa tener niños (porque es una verdad gigante que los niños, aunque traen mucha felicidad, implican también una responsabilidad que obliga a disponer de recursos económicos, de tiempo, de esfuerzo y de dedicación).

Ese mismo individualismo hedonista es el que ha llevado a pensar en el matrimonio como una institución desechable, pues la unión que existía por causa de la atracción afectiva y física, evidentemente deja de existir cuando esa atracción cesa. En la misma lógica está el sólo hecho de que se hable de matrimonio homosexual: la unión, por cierto también desechable, tiene como única razón de ser la atracción afectiva y física que dos personas del mismo sexo pueden en un momento sentir.

Pero si el matrimonio es esa institución cuyo fin es la procreación y educación de nuevas vidas humanas, ni la unión heterosexual que excluye por principio hijos ni menos la unión homosexual pueden ser verdaderamente matrimonios.

Imagino que a partir de lo dicho salta inmediatamente la pregunta acerca de las uniones matrimoniales, heterosexuales por supuesto, que son infértiles. ¿Pueden constituir matrimonio dos personas cuya unión será o es infértil? Ya vimos que si la respuesta es afirmativa, la propaganda homosexual considera eso como una buena razón para que se deje de aducir que la procreación es esencial al matrimonio y, en consecuencia, que el matrimonio homosexual es imposible.

El problema de este argumento es que iguala dos realidades que son muy diferentes. A partir del hecho de que de una pareja infértil no se siguen hijos y del hecho de que de una relación homosexual tampoco, se pretende presentar a ambas realidades como si fueran absolutamente iguales y, en consecuencia, como si merecieran el mismo trato jurídico. Por lo tanto, a lo que se llega es que si puede haber matrimonio en el primer caso, también lo puede haber en el segundo.

Pero esto no es así por algo bastante sencillo. La relación entre dos personas del mismo sexo es esencialmente infértil. La relación heterosexual puede ser accidentalmente infértil por alguna anomalía física en uno de los miembros de la pareja o en ambos. Esto es importante, por tres motivos: uno, porque la ley usualmente ordena las instituciones considerando la situación natural y no las excepciones que se producen accidentalmente. La ley de matrimonio ordena la unión heterosexual para que por ella se transmita la vida. Para eso determina la unión exclusiva e indisoluble entre el hombre y la mujer. Que haya algún caso en el que por razones ajenas a la voluntad de las partes no se consiga el fin de la institución del matrimonio no quita en nada el hecho de que la ley tiene por objetivo ordenar y cuidar el matrimonio como institución ordenada a la procreación. Dos, porque la ley ordena que el matrimonio esté habitualmente ordenado a la procreación, es decir, que la voluntad de los padres esté habitualmente abierta a nuevos hijos. Para que haya matrimonio no se requiere, entonces, que cada acto sexual sea fértil. El caso del matrimonio infértil es más asimilable a lo que sucede con la infertilidad de la mayoría de los actos sexuales de un matrimonio fértil que a la infertilidad de una unión homosexual. En efecto, la infertilidad del matrimonio heterosexual implica que de cada acto sexual no se siga un hijo pero no porque los esposos tengan la voluntad cerrada a él, sino porque una enfermedad lo impide (así como en la infertilidad de los actos sexuales del matrimonio fértil se produce por los ciclos naturales de la mujer). En el caso de la unión homosexual es la naturaleza la que lo impide. Por eso, en la relación homosexual seria irracional que la voluntad de los miembros de la pareja estuviese abierta a la generación de nueva vida. Que la voluntad quiera lo que es imposible no es razonable.

En otras palabras, la unión homosexual no es igualmente infértil que la de un matrimonio heterosexual. La primera es esencialmente infértil y por ello no puede ser tratada como la institución cuyo fin es ordenar la fertilidad humana, ordenándola a la efectiva procreación y educación de nuevos seres humanos. La segunda es una unión que sigue teniendo el fin de procrear y educar, pues según el orden natural de esa relación –que requiere de un varón y de una mujer– puede hacerlo. Si al fin y al cabo la procreación no se verifica es por una enfermedad que afecta esa naturaleza, pero no porque ella esté excluida por principio.

Si la fertilidad llegara a estar intencionalmente excluida por principio de toda la vida matrimonial en una pareja heterosexual no habría matrimonio. Pues bien, en la pareja homosexual no está sólo intencionalmente excluida por principio, sino que también lo está de un modo natural. Por eso no hay manera de que llegue a ser matrimonio. En este sentido es muy cierto lo que dice Robert Reilly en un artículo titulado “Do infertile couples clinch the case for same-sex marriage?”: en estricto rigor una pareja homosexual ni siquiera es infértil, porque se llama infértil a lo que naturalmente puede ser fértil. La relación homosexual por naturaleza no puede ser fértil. Por ello, en estricto rigor más que infértil, es impotente respecto de la procreación.

Para concluir hay que decir, entonces, que la asimilación que se ha hecho entre los matrimonios heterosexuales infértiles y las parejas homosexuales no tiene sustento y no sirve para alegar que si los primeros son verdaderos matrimonios, los segundos también pueden serlo.