¿Y ahora quién podrá defendernos?
Joaquín García Huidobro | Sección: Sociedad
El descubrimiento de una red de corrupción en la propia Policía de Investigaciones nos hace clamar: ¿y ahora quién podrá defendernos? Sabemos que, afortunadamente, se trata de una excepción. De los 5.478 oficiales de esta policía, son 10 los detectives arrestados. No se cae el mundo, pero es grave.
Si uno de nosotros se porta mal, hay jueces, policías y fiscales capaces de restablecer el orden. Pero ¿qué pasa cuando fallan ellos? Es el viejo problema de quién vigila a los guardianes.
Como nuestros guardianes son humanos están expuestos a la corrupción. Eso les pasa a los detectives de la PDI, pero también a ciclistas, sacerdotes, actrices, ambientalistas, filósofos, guardalíneas, tarotistas y a todo aquel que comparta nuestra frágil condición humana.
Para precaverse de este riesgo, las sociedades ponen controles externos, que ayudan a que los guardianes sean, efectivamente, nuestros protectores, y no terminen por caer en el lado oscuro de la fuerza.
En un sistema adecuado, hay leyes, procedimientos de contraloría, obligación de rendir cuenta, y también un sueldo digno, que facilita que nadie piense en delinquir para pagar la educación de sus hijos y hacer de ellos mejores personas.
La teoría política moderna desarrolló hábiles mecanismos para evitar la corrupción de los que mandan y conseguir que el sistema funcione. En un alarde de optimismo, Kant llegó a decir que se podía gobernar incluso una república de demonios, siempre que sean inteligentes. Todo es cuestión de poner premios y castigos en el lugar y la proporción adecuados.
Hoy sabemos que los mecanismos externos, aunque importantes, no bastan. Hay lugares y momentos inaccesibles a la ley. Ninguna legislación puede impedir que una persona se aproveche del error de una cajera, y se quede con más vuelto del que le corresponde. Es materialmente imposible que fiscales, jueces y policías alcancen con el poder de la justicia al médico que da un certificado falso, que permite que su primo eluda la carga de ser vocal de mesa (y, de paso, se la endose a un ciudadano honrado).
En casos como ése, se requieren controles internos, esos que permiten que el individuo se autolímite, por respeto a los demás y a sí mismo.
Ya en 1776 la Declaración de Virginia reconocía que “ni el gobierno libre, ni las bendiciones de la libertad, pueden ser preservados para un pueblo, sin una firme adhesión a la justicia, la moderación, la templanza, la frugalidad, y la virtud, y sin un frecuente retorno a los principios fundamentales”.
¿De dónde sale esa moderación que lleva a que nos abstengamos del mal, aunque sepamos que no seremos castigados? Ese autodominio se aprende en la familia, en la iglesia y en la escuela. Allí se forma nuestra conciencia.
La combinación entre controles externos e internos nos permite contar con guardianes confiables y vivir tranquilos. Ahora bien, ¿están, en Chile, suficientemente sanos estos mecanismos de control que mantienen a raya a ese diablito que todos llevamos dentro?
Partamos por los controles externos: ¿impera en nuestro país la majestad de la ley?, ¿se respeta a los policías?, ¿tienen un sueldo digno, que les permita sacar adelante a sus familias y no tener otras preocupaciones que combatir el delito, en especial uno tan grave como el narcotráfico?
Parece que nos queda bastante por avanzar.
¿Y los controles internos? Ideas como la fidelidad (al amigo, a la empresa, al Estado o al cónyuge), el respeto por la palabra empeñada, o el cumplimiento de la ley, son machacadas sistemáticamente a través de miles de imágenes que presentan como unos auténticos pernos a los que actúan de esa manera.
De la religión no hablemos, no sólo por los autogoles de algunos de sus ministros, sino porque, para ciertas élites, el medio expedito y barato para conseguir pasaporte de avanzada consiste en burlarse de la religión y los creyentes.
¿Y la escuela? ¿Qué pasa con el profesor que quiera ejercer la mínima autoridad que es necesaria para educar bien?
Si los controles externos se reblandecen, y los internos son sistemáticamente desacreditados, ¿podemos sorprendernos de que unos policías se tienten y quieran gozar, a la vez, del respeto de la legalidad y las ventajas del delito?
La cuestión no es cómo pudo pasar algo como el triste episodio de Pudahuel, sino más bien: ¿cómo no pasó antes?, ¿cómo no sucede todos los días?
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Mercurio.




