Fe
P. Raúl Hasbún | Sección: Historia, Religión
Se inauguró el Año de la Fe. La fe es vida y necesita alimentarse, prevenir y sanar enfermedades, adaptarse a nuevas situaciones, trasmitirse, multiplicarse. Se da gratuitamente pero no se conserva pasiva e indolentemente. En su contenido esencial no puede cambiar. Sus formas de expresión, el ardor con que se comunica, los escenarios que le toca iluminar, los adversarios que buscan avasallarla, las prioridades, las urgencias: todo eso sí está sujeto a reexamen y profundización.
Benedicto XVI escogió dos hitos relevantes para convocar este Año de la Fe.
El primero son los 50 años desde la inauguración del Concilio Vaticano II. Alguna, marginal participación me cupo en ese Concilio. Tenía yo dos años de sacerdocio y viví varios meses compartiendo a diario con centenares de Obispos. Me impresionaron, todos ellos, por su sobriedad de vida, por su búsqueda humilde y apasionada de la verdad, por su fidelidad a la diaria celebración de la Eucaristía, por su comprometida fraternidad, por su adhesión filial al Santo Padre (Juan XXIII y luego Pablo VI) y por su cabal conciencia de estar escribiendo un capítulo decisorio en la historia de la Iglesia. Había un consenso básico, nunca cuestionado: lo fundamental del depósito de la fe no se toca, simplemente porque es patrimonio de Jesucristo y del Espíritu Santo.
El Magisterio del Papa y de los Obispos no inventa las verdades de la fe, las recibe dócilmente de la Tradición y de la Sagrada Escritura, las conserva intocadas, las trasmite con íntegra fidelidad. Sólo se trataba de adaptaciones, lenguajes, énfasis, que como todo lo adjetivo puede afectar la comprensión y valoración del sustantivo.
Esa nada fácil tarea se realizó con sesiones plenarias de 3 meses durante 4 años.
A Roma se iba a trabajar, estudiar y orar. Las intervenciones de Obispos en la Basílica de San Pedro eran acuciosamente preparadas con ayuda de asesores y escuchadas con fraterno respeto. Primaba la libertad y se percibía la pasión por la verdad: nunca en desmedro de la caridad ni, por cierto, de la obediencia al Vicario de Cristo, quien seguía por circuito interno todo lo que se decía en el aula.
Como en todo grupo humano, algunos presionaban por cambios y velocidad, otros por consolidación y calma. La función del embrague entre los frenos y el acelerador la desempeñaba, con silencioso brillo y excepcional eficacia, el Espíritu Santo con su instrumento escogido, el Santo Padre. Los observadores no católicos invitados al Concilio confesaron: “¡aquí hemos visto lo que importa tener a un Papa!”.
El segundo hito son los 20 años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. Un trabajo prolijo, inteligente, de teólogos y pastores, que sistematiza las certezas y expone razonadamente lo que somos y creemos. Concilio y Catecismo: dos pilares de soporte, dos fuentes para beber, dos espejos para reconocer a Cristo.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por revista Humanitas, www.humanitas.cl.




