Lo humano y lo divino

Max Silva Abbott | Sección: Religión, Sociedad, Vida

En una España cada vez más influida por un laicismo agresivo e intolerante, la visita de Benedicto XVI no ha pasado inadvertida para nadie, al punto que varios grupos contrarios han intentado boicotearla, sin éxito.

El Sumo Pontífice ha sido claro: ha vuelto a defender la doctrina de siempre, en lo que se refiere al respeto de la vida como don sagrado desde su concepción hasta su muerte natural, y a la familia como fundamento vivo de toda sociedad.

Sí, en un entorno cada vez más secularizado, el sucesor de Pedro vuelve a levantar la voz para defender a los más débiles, ante un mundo que se cree con derecho a modificarlo y destruirlo todo con tal de vanagloriarse de su propio poder. Y lo ha hecho, como siempre, contra viento y marea, a tiempo y destiempo, no por una manía suya o por haberse quedado en el pasado, como pensarían algunos, sino por simple fidelidad a su misión, sentido del deber y esperanza, actitudes francamente heroicas, en una Europa que no sólo envejece, sino que embiste rabiosamente contra su esencia, fruto de haber renegado tanto de sus raíces cristianas como del más elemental respeto de la ley natural. Precisamente el ruido, la prepotencia y el matonaje de sus adversarios es una irrefutable prueba de que la ley natural resuena en el corazón y la conciencia humanas, y que sólo puede ser anestesiada por la fuerza y el temor.

Por eso, Benedicto XVI también transmite su mensaje a los hombres de buena voluntad, tanto de otras religiones como no creyentes, proclamando la ley natural. Y lo hace, porque si el mundo en que vivimos y el hombre mismo somos obra del Dios, resulta evidente que no puede existir contradicción entre su obra y el ‘diseño’ de la misma –para nosotros, la ley natural–, que nos recuerda los elementos mínimos que debemos respetar si queremos seguir nuestra aventura sobre la faz de la tierra con un mínimo de humanidad y dignidad.

De ahí que se vea en la necesidad de insistir en la sacralizad de la persona, de donde deriva, como realidad evidente, el valor superior de la vida. Pero además, como también por naturaleza estamos destinados a morir a esta existencia terrena, es necesario que la especie humana perdure, para lo cual requerimos engendrar nuevas vidas, lo que exige la necesaria unión entre hombre y mujer; mas como la tarea no se acaba, sino que en realidad recién comienza con la concepción, se necesita también de un estatuto estable y serio para criar y educar a los hijos: el matrimonio. Y si seguimos por este camino, el interés social evidente que representan la vida y la familia exigen que ambas sean las prioridades esenciales, permanentes e innegociables de todo Estado que no sólo se pretenda civilizado, sino que busque permanecer y no extinguirse a la postre.

¿Será todo esto fruto de una así llamada “intolerancia” religiosa?