Migración, misericordia y bien común

Felipe Ignacio Díaz Aguirre | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad

La columna del cardenal Chomali “Migración: una mirada cristiana para un debate urgente”, publicada en BíoBío.cl el 28 de noviembre pasado, nos invita a mirar la migración con “ojos cristianos”. Aceptemos la invitación, pero con la totalidad de la doctrina católica y no con una parte de ella. La tradición de la Iglesia nunca ha enseñado una acogida ilimitada al migrante. 

Ya Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica (II-II, q. 26, a. 7-8), establece que el orden de la caridad exige amar y socorrer con mayor intensidad a quienes nos están más próximos por vínculos de sangre, fe o ciudadanía. San Juan Crisóstomo, comentando 1 Timoteo 5,8, es tajante: quien no provee primero a los suyos ha negado la fe y “es peor que un infiel”. San Juan Pablo II (Mensaje para la Jornada Mundial del Migrante, 2001) y Benedicto XVI (Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, 2011) repiten que los Estados tienen el derecho y el deber de regular la inmigración “en cuanto sea posible”, según el bien común y la capacidad real de acogida. Omitir esta jerarquía, el Ordo Amoris, y esta condición es presentar una caricatura de la doctrina social de la Iglesia.

El cardenal tampoco parece considerar el aspecto moral de la obediencia a la ley. La Iglesia enseña en múltiples pasajes que la autoridad civil legítima debe ser respetada (Romanos 13,1-7; 1 Pedro 2,13-17; Tito 3,1) y que las normas destinadas a proteger el bien común son vinculantes para los inmigrantes (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2241). Quien ingresa ilegalmente, vive en tomas o trabaja sin permiso está infringiendo la ley, y la Iglesia nunca ha enseñado que la misericordia deba convertirse en complicidad con la ilegalidad. Si se argumenta que los migrantes legales aportan, entonces la conclusión lógica es que quienes no poseen estatus legal no pueden trabajar y que, si lo hacen, incumplen las normas. Tampoco es razonable permitir que alguien permanezca indefinidamente en el país sin medios económicos propios para sobrevivir sin ayuda estatal (como se exige en países desarrollados), y exigiendo permisos laborales mientras su situación migratoria no está en regla.

Mons. Fernando Chomali insiste en destacar el aporte de profesionales extranjeros, pero omite que la mayoría de la inmigración reciente no proviene de ese segmento. Además, sobre la mejor universidad venezolana existen treinta y cuatro universidades mejor evaluadas, entre ellas seis chilenas (QS LatAm 2026), lo que relativiza la idea de una llegada masiva de talento profesional altamente calificado. La inmigración de baja calificación genera efectos regresivos ampliamente documentados: presiona los salarios hacia abajo, eleva la demanda de servicios públicos y vivienda, tensiona los barrios con incivilidades (principalmente en los barrios más pobres), y debilita la capacidad de negociación del trabajador nativo. Por el contrario, cuando disminuye la disponibilidad de mano de obra barata, los salarios mejoran, la productividad aumenta, el precio de la vivienda se modera y la natalidad nacional tiende a estabilizarse o subir.

Tampoco es correcto presentar este fenómeno como un acto de “hospitalidad” mal entendida. La hospitalidad auténtica supone invitación, acogida y límites claros. Lo ocurrido en Chile no ha sido eso, sino un ingreso masivo e irregular que ha sobrepasado la capacidad del Estado, del mercado, y de la sociedad, debilitando la seguridad fronteriza y generando efectos sociales y económicos negativos. No se trata de negar ayuda, sino de reconocer que en muchos casos no han llegado personas invitadas, sino individuos que entraron por pasos no habilitados, ocuparon terrenos de manera ilegal y ejercieron presión para recibir beneficios antes de cumplir sus deberes básicos. La caridad cristiana no consiste en permitir que muchos entren a la propia casa por la ventana, se instalen sin permiso, y luego exijan trato preferencial frente a la propia familia. Eso no es misericordia: es injusticia disfrazada de piedad.

Resulta además contradictorio exigir a Chile un modelo de fronteras abiertas que ni siquiera el Vaticano practica. En la Ciudad del Vaticano no residen inmigrantes ilegales, y cualquier persona sin estatus es expulsada de inmediato. Si ese principio es válido para el Estado más pequeño del mundo, no se entiende por qué no lo sería para un país en desarrollo como Chile, con recursos limitados y con un Estado social ya sobrecargado.

La identidad cultural y la cohesión social tampoco pueden dejarse de lado. La doctrina católica reconoce, especialmente en San Juan XXIII, el deber de defender la integridad de cada nación, su “sagrada herencia”. La migración masiva en un periodo breve, proveniente de los países más violentos y pobres de la región, genera tensiones reales de integración, seguridad, convivencia y sentido de pertenencia. No se trata de negar la dignidad de nadie, sino de aceptar que la capacidad de integración no es infinita y que una nación tiene el derecho (y, según la Iglesia, incluso el deber) de regular sus fronteras para proteger el bien común. Este incipiente desequilibrio demográfico (producto, además, de la baja natalidad chilena), combinado con la llegada de inmigrantes de culturas y valores radicalmente diferentes a la nuestra, amenaza con destruir nuestra identidad nacional y cambiar la composición étnica de nuestra gente, las cuales Pío XI llamaba a conservar como “valor fundamental de la comunidad humana”. Esto está demostrado por estudios científicos (Espenshade, T. , 1986; y Ulrich, R., 1998) e incluso por el informe de la ONU sobre reemplazo migratorio (2000), cayendo en la definición de genocidio o limpieza étnica, de esta misma organización (1984). De seguir así, Chile prácticamente no tendrá chilenos para el final del siglo, y el esqueleto de la República no podrá ser mantenido por pueblos que crearon Estados fallidos en sus propios países.

Finalmente, la columna parece preocuparse exclusivamente por la dignidad del migrante, pero guarda silencio sobre la dignidad del chileno. ¿Qué ocurre con el trabajador que perdió su empleo por la competencia desleal? ¿Con la familia que ya no puede pagar arriendo por los precios inflados? ¿Con quienes han sido empujados a campamentos? ¿Con los que esperan meses en Fonasa? ¿Con quienes son víctimas de bandas criminales transnacionales que ingresaron gracias a la permeabilidad fronteriza? La justicia cristiana exige también considerar la dignidad humana de ellos.

La Iglesia chilena debe volver a la doctrina íntegra: caridad bien ordenada, prudencia, respeto a la ley y defensa del bien común. Los chilenos más pobres también son ovejas e hijos suyos, merecen ser protegidos con el mismo celo que se dedica a quienes han violentado nuestras fronteras y nuestra generosidad. Porque la caridad comienza por casa. Y Chile es nuestra casa.