La “derecha” liberal

Domingo Ibarra Infante | Sección: Arte y Cultura, Política, Sociedad

La derecha política, tal como se ha presentado en algunas discusiones de estos días post elecciones, se estructura sobre una alianza entre dos grandes grupos: conservadores y liberales. Un acuerdo que funciona estratégicamente bien porque permite enfrentar a una izquierda que suele operar de manera más cohesionada. Sin embargo, que funcione en la práctica no significa que sea una alianza sólida en su fundamento. Vale la pena examinarla con calma.

Lo primero es preguntarse qué une realmente a conservadores y liberales. En muchos temas votan juntos, defienden ciertas instituciones y hablan de proteger ciertas libertades. Eso hace pensar que comparten convicciones profundas. No obstante, al mirar más de cerca, cuesta sostener que exista un principio común que explique su cooperación. Lo que hay, más bien, es coincidencia en puntos específicos: la defensa de la propiedad, la importancia del orden público, la valoración del emprendimiento o la desconfianza hacia proyectos estatales excesivos. Son acuerdos prácticos, útiles, pero que no necesariamente nacen de una misma visión sobre el ser humano o la sociedad. Es, en realidad, una coincidencia material de ideas. Pero los fundamentos de dichas ideas son, en su esencia, radicalmente distintos.

Y aquí aparece la diferencia crucial. El liberal parte de la idea de que la autonomía individual es el centro desde el cual se organiza la vida social. El conservador, en cambio, entiende esa autonomía dentro de un marco moral y natural previo, que no depende del individuo. Para el liberal, la libertad es punto de partida; para el conservador, es consecuencia de un orden anterior. Esa distinción no es meramente teórica: marca el sentido de todo lo demás. Por eso, no es exagerado decir que, en términos de visión de mundo, el conservador está tan lejos del liberal como puede estarlo de un comunista, aunque en la práctica pueda coincidir con aquel más a menudo. Sus acuerdos son circunstanciales; sus fundamentos, incompatibles.

El conservador, sin embargo, acepta esta alianza porque ve en el liberal a un aliado frente a transformaciones culturales y políticas que considera dañinas. Y aquí aparece la gran paradoja: al incorporar al liberal como socio, termina incorporando también la lógica que sostiene su pensamiento. Ese pensamiento liberal es precisamente el que ha dado origen a las posturas que el conservador intenta frenar: la redefinición de la identidad, de la sexualidad, de la familia y de la vida humana. Cuando el ser humano es la medida última de todas las cosas, cuando no se reconoce un orden previo, cuesta encontrar argumentos sólidos para fijar límites. Todo depende de la voluntad, y si todo depende de la voluntad, no hay orden que se pueda defender. Al final, es como decía Dostoyevski “Si Dios no existe, todo está permitido”.

Por eso, cuando el conservador abraza esta alianza sin distinguir el origen de las ideas que la sostienen, termina cavando su propia tumba. No es solo que el liberalismo no ofrezca herramientas para detener las ideologías que matan la cultura; es que, en el fondo, ha sido su motor. Al poner la voluntad individual como medida suficiente, abre un campo donde cualquier límite parece arbitrario. El resultado es que la derecha, al intentar defender un orden, adopta en su interior la misma lógica que lo desarma. La paradoja es clara: el liberalismo se presenta como un aliado necesario, pero actúa como un solvente que, tarde o temprano, diluye aquello que dice acompañar. El error no está en colaborar políticamente, sino en asumir como propio un fundamento que, por naturaleza, deshace todo lo que se pretende resguardar.

En Chile, me parece, se da un fenómeno aún más interesante: las categorías de “conservador” y “liberal” no siempre se encuentran separadas en personas distintas. Muchas veces conviven dentro de un mismo individuo. Existe, por supuesto, quien se identifica claramente con una u otra postura, pero el votante “común” de la derecha suele mezclar ambas realidades sin distinguir del todo su origen ni sus tensiones internas. Defiende ciertos valores morales, pero a la vez sostiene una noción muy amplia de libertad individual. Esta mezcla explica en parte por qué la alianza conservadora-liberal ha durado tanto: no solo es un pacto entre grupos, sino un modo de ser que muchos llevan dentro sin notar que en su interior habita la misma contradicción que atraviesa a la derecha en su conjunto.

Ahora bien, también es cierto que el término “conservador” no siempre está bien definido. Se usa para describir a aquellos que ponen su acento político en la defensa de las tradiciones y la adhesión a ciertos valores morales. Sin embargo, es en el fondo otra “etiqueta” política. Chesterton decía: “El mundo moderno se ha dividido entre progresistas y conservadores: los progresistas se dedican a cometer errores, y los conservadores a impedir que esos errores se corrijan”. Más allá del tono irónico, la observación señala algo real: no se trata de “conservar” bienes, sino de promoverlos. 

Surge entonces la pregunta: ¿qué debe hacer ese que sabe que existe un orden moral y social previo al individuo? Para responder, vuelvo a recurrir al pensador inglés: “Si sacas lo sobrenatural, no te queda lo puramente natural, sino lo antinatural”. Sin Dios, las bases de la vida moral se vuelven frágiles; la libertad pierde dirección, la naturaleza pierde sentido y la política queda reducida a acuerdos pasajeros. Por tanto, volvamos a hablar de lo sobrenatural, volvamos a hablar de Dios.

Así, más que insistir en pactos tácticos o en categorías políticas que cada vez dicen menos, es necesario volver a lo esencial: el Bien, la Verdad y la Belleza. No como ideas, sino como realidades capaces de orientar la vida personal y comunitaria.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el domingo 4 de diciembre de 2025. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.