El Ocaso de Chile – Parte 2: Biología
Felipe Ignacio Díaz Aguirre | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Religión, Sociedad
Toda civilización tiene un zeitgeist, un espíritu que domina una época particular de su historia, cuyos pilares se basan en un “mito fundacional” que define el bien y el mal. Para nuestra sociedad contemporánea, el Occidente liberal, nuestro mito fundacional es la Segunda Guerra Mundial, donde el mal supremo es la Alemania nazi, con Hitler como su análogo a Satanás, el colector de todos los males; el bien, en cambio, es una definición negativa que abarca todo lo que no es Hitler. De esta cosmovisión surge la necesidad de etiquetar como “nazi” o “fascista” todo lo que deba ser atacado para obligar a los disidentes a someterse al zeitgeist. Este fenómeno debería ser más que familiar para el lector, quien ha presenciado cómo miembros de todos los sectores políticos esgrimen estas palabras (despojadas de su significado original) como armas contra sus enemigos políticos, para mantener o avanzar en las revoluciones del siglo pasado. De esta manera, todo lo bueno que Hitler y los nazis poseían, y que ciertamente compartían con sus enemigos (el patriotismo, la protección de la familia, el reconocimiento de la belleza objetiva, etc.), se ve infectado por la sombra que proyectan sobre nuestra ideología común, lo que lleva a ciertos sectores de la sociedad actual a negar “[…] que dos más dos son cuatro, […] que las vacas tienen cuernos, […] y que la hierba es verde”.
“Todos los hombres son creados iguales” puede significar muchas cosas. Para los comunistas, significaba que las desigualdades materiales eran producto de un sistema explotador que debía corregirse. Incluso si el comunismo hubiera tenido éxito en su cometido, se habría estrellado con la realidad de la naturaleza humana: que algunos hombres son más bellos, más inteligentes, más rápidos, más fuertes, o incluso que la virtud parece ser más fácil para algunos. El liberalismo, en su afán por negar por completo la idea de la “supremacía racial”, cae en un error similar, al asumir que todas las personas son una “tabula rasa”, una pizarra en blanco, donde las diferencias de comportamiento son el resultado exclusivo de un trato y una educación diferencial. Cualquiera que tenga hijos puede ver que la creencia en esta “tabula rasa” es falsa, y que los hijos parecen heredar de sus padres no solo sus rasgos físicos, sino también aspectos de su temperamento y personalidad, e incluso su inteligencia. Y, así como los distintos pueblos del mundo se distinguen físicamente, también difieren psicológicamente, incluso si estos rasgos se solapan.
El estudio de estas diferencias pertenece a la psicología y la genética conductual, donde se han extraído conclusiones clave sobre las diferencias en el coeficiente intelectual (CI), que mide la capacidad cognitiva general (“factor g”) y el razonamiento, y muestra fuertes correlaciones con el control de impulsos, la memoria, la predicción de consecuencias, el nivel educativo, el desempeño laboral, los ingresos, las conductas de salud, la criminalidad y la movilidad social. El componente genético del CI es de moderado a alto, con estimaciones que sugieren una heredabilidad del 50 al 80%. Patrones globales persistentes (como la representación desproporcionada de personas negras entre los asesinos a nivel mundial), presiones evolutivas (como climas fríos favoreciendo cognición superior), la regresión a promedios raciales entre los hijos de inmigrantes, las puntuaciones intermedias en poblaciones mestizas, e incluso los estudios de adopción transracial demuestran que los factores ambientales son insuficientes, ya que persisten brechas en entornos igualados (por ejemplo, diferencias raciales en la criminalidad dentro del mismo grupo socioeconómico o educativo). En otras palabras, los atributos intelectuales, psicológicos y físicos no se distribuyen equitativamente entre las razas.
Estimado lector, es en este punto que lo invito a sacudirse la sombra de Hitler que habita en su mente y a tener la valentía de considerar convertirse en un hereje ante los ojos del orden liberal.
Como hemos comentado en otras ocasiones, Chile está experimentando actualmente una inmigración masiva proveniente de los países más pobres y violentos de la región. Esta pobreza y violencia se explican en gran medida por su composición étnica, de la cual también provienen sus culturas (aunque pueden reforzarse mutuamente), y el hecho de que estas grandes poblaciones de etnias mixtas subsaharianas estén en proceso de reemplazar a los chilenos (debido a nuestra baja tasa de natalidad) significa que, sin un cambio radical, nuestro país se volverá más pobre y violento, similar a aquellos de los que provienen estas poblaciones.
Las naciones europeas tienen la ventaja de gozar de cierta superioridad natural (de forma incidental, no esencial), conferida por su mezcla de rasgos psicológicos y su temprana cristianización en comparación con las razas no europeas entre las que nos contamos. La gracia se basa en la naturaleza, como todos sabemos, y un factor que complica el asunto es que los efectos de la religión en la inteligencia y la moralidad pueden tardar más en manifestarse en diferentes grupos humanos. Esta desigualdad es filosóficamente predecible y, en retrospectiva, empíricamente demostrada.
La inferioridad relativa de los caribeños en comparación con los del Cono Sur (de nuevo, correctamente entendida) se basa en factores raciales y religiosos, cada uno de los cuales contribuye significativamente —sin mencionar otros factores, como la cultura y el clima. Los seres humanos solo son iguales en un sentido metafísico, considerado en abstracto, y no nacen iguales en el sentido coloquial moderno. La desigualdad entre individuos y grupos es natural y debe aceptarse, no lamentarse. De quienes más tienen, más se esperará. Las exigencias de la caridad exigen mayor ayuda al prójimo a quienes poseen mayores dotes naturales, y el juicio de quienes así han sido bendecidos será más severo. Pero nos perjudicamos a nosotros mismos, a nuestros compatriotas chilenos y, en última instancia, incluso a los extranjeros, al ignorar la realidad de las diferencias humanas y, en el proceso, destruimos nuestros países, nuestra prosperidad y, por lo tanto, incluso nuestra capacidad para ayudar a los menos afortunados. La ley de la gracia no destruye la ley de la particularidad, sino que la perfecciona, unificando aún más a todas las personas en lo que les es propio: una ascendencia común, la Iglesia y sus sacramentos, un juicio particular y, en última instancia, su destino.
La ciencia moderna, a pesar de todas sus deficiencias, ha demostrado más allá de toda duda razonable que los factores genéticos son extremadamente importantes y constituyen uno de los mejores predictores de resultados sociales (por ejemplo, la delincuencia, el rendimiento académico y el PIB per cápita). Como cristianos, debemos abrazar las ciencias naturales y bautizarlas, reconociendo que todos los bienes fuera de la Iglesia nos pertenecen y pueden ser dirigidos a la mayor gloria de Dios. Cualquier movimiento político serio debe considerar la realidad de las diferencias raciales genéticas. La igualdad que propone el liberalismo conduce a la frustración, el fracaso y el abuso.




