La hora de onces

Pablo G. Maillet | Sección: Arte y Cultura, Historia, Sociedad

No existe tal vez una institución más chilena que la “hora de onces”. Aún en los hostales alemanes del sur es posible leer esa expresión en los carteles puestos a la entrada. Son aquellos alemanes perfectamente mestizos, mimetizados o chilenizados, que, manteniendo algunos de sus productos y elaboraciones culinarias de origen, los han insertado en esa verdadera institución nacional que es la “hora de onces”. Lo vimos también en la serie Los 80, de cuño más bien de izquierda. Sin embargo, la “hora de onces” aparece ahí como un elemento profundamente chileno, transversal, entrañable.

Los casi dos millones de migrantes que han llegado a nuestro país, de forma regular o irregular, siendo un aporte o no, han sucumbido también a esta praxis chilensis. Es común ver venezolanos, colombianos, peruanos o haitianos entrar a las cinco de la tarde a comprar pan recién salido de las panaderías de barrio, para llevarlo a sus casas con el fin de “tomar onces”. Infaltable es el pan con palta, o tal vez uno con manjar, o algo más elaborado, como unos panqueques, un queque recién horneado o unas simples tostadas con mantequilla. Un té o un café con leche completan el cuadro.

Pero el trasfondo de esta práctica arraigada da para pensar en nuestra identidad. La “hora de onces” es un reflejo de una identidad que, por común, hemos olvidado. El ritmo de trabajo actual, los padres que llegan cuando sus hijos ya duermen, las madres que se han incorporado a la fuerza laboral y la vida acelerada de las ciudades han dificultado mantener viva esta tradición. Era una institución que reunía a la familia. Ese era su verdadero sentido y razón de ser: un momento para encontrarse, para sentarse juntos, conversar y reconocerse.

Incluso la televisión —¡las cuestionadas pantallas de antaño! — se rendía ante la imponente belleza de la “hora de onces” en familia. Los canales ofrecían programas acordes a ese horario, casi de transición, esperando la noche y los espacios estelares. No había concursos que secuestraran la atención de cada individuo, ni noticieros tempranos que llenaran de ansiedad el cierre del día. La “hora de onces”, practicada por pobres y ricos, por derechas e izquierdas, era la fuente de encuentro de la familia chilena.

Muchas veces los abuelos estaban presentes, cuando no vivían muy lejos de sus nietos o cuando su jubilación temprana les permitía acompañarlos. La tan vilipendiada institución de la “nana”, esa figura apuntada como “colonial” y opresiva, era también parte de este universo familiar. En las clases medias y altas, la “nana” tenía muchas veces más dignidad de la que los discursos ideológicos le reconocen hoy: se la invitaba a la mesa, compartía la “hora de onces” con la familia, y cuando llevaba años en el hogar, la confianza era tal que llegaba a ocupar el lugar de los padres cuando estos, por alguna razón excepcional, no podían estar.

La “hora de onces” representaba un ritmo de vida más sencillo y austero, propio de un Chile que se fue —o que se está yendo—. Bastaba poner en la mesa lo que había disponible en la casa para sentir que se había dado un banquete. Suponía detener la tarde, poner un freno a la velocidad de la vida laboral y escolar, y marcar el paso desde lo público hacia la intimidad del hogar. Las “nanas” puertas afuera se retiraban muchas veces a esa hora, cuando la familia comenzaba a entrar en ese ámbito más íntimo de la noche, del descanso, e incluso, en muchos hogares, de la oración familiar.

Hoy, en cambio, las pantallas del celular han reemplazado las conversaciones de sobremesa. Cada uno se sienta con su taza y su smartphone, compartiendo imágenes con quienes están lejos, mientras ignora a los que están cerca. La “hora de onces” ha sido reemplazada por un tiempo disperso, fragmentado, sin presencia real. Se ha perdido la mesa como lugar de comunión, y con ella, algo de nuestra alma colectiva.

La desaparición de instituciones o instancias como esta es reflejo de la desaparición de los valores que las generaban. No es al revés. La recuperación forzada de la “hora de onces”, como una nostalgia añeja por un pasado que se fue, es infructuosa. Lo que Chile debe hacer es volver a esos valores que producían, como efecto natural, la “hora de onces”: la sencillez, la cercanía, el gusto por la conversación, el agradecimiento y el tiempo compartido.

Porque la “hora de onces” no era solo una pausa para comer, sino una pausa para ser familia. Era el instante en que Chile se reconocía a sí mismo: sencillo, conversador, agradecido y familiar. Si desaparece la “hora de onces”, no desaparece un té con pan, sino una manera de entender la vida. La desaparición de ese pequeño rito cotidiano revela la orfandad de un país que ha cambiado su pan con palta por la prisa, su conversación por el ruido de los emails y mensajes del teléfono, y su hogar por una soledad compartida, muchas veces, frente a las pantallas.

La “hora de onces” era, en definitiva, un muro de protección ante mentalidades ajenas a la chilena. Un mar de humanidad en medio del vértigo moderno. Tal vez no se trate de revivirla con artificio, sino de volver a creer que vale la pena sentarse a la mesa, mirar al otro y detener el día para compartir algo tan simple —y tan sagrado— como un pan con palta y una conversación sin apuro y en familia.