El Ocaso de Chile – Parte 1: Cultura
Felipe Ignacio Díaz Aguirre | Sección: Arte y Cultura, Política, Sociedad
Como alguien nacido en las tardías vísperas del tercer milenio, navegar por la cuenta de Instagram @chileanaesthetics, y ver el Chile cotidiano del pasado, que para mis padres y abuelos es recuerdo, es visitar una “tierra extranjera”: personas en buen estado físico, bien vestidas y “acicaladas”, calles y edificios limpios, mantenidos, y ordenados, etc. (evocativo de una Europa del Este). Si tuviera dos o tres décadas más, se me podría acusar de nostálgico, pero no las tengo. Y no son recuerdos lo que veo, empañados por la bruma del tiempo, sino registros audiovisuales de esa época. Si bien es cierto que no es un fenómeno estrictamente local, y es algo que ha ocurrido a lo largo de Occidente, no puedo evitar mirar mi Chile, el Chile de hoy, y no veo ese Chile de mis abuelos y padres. Y me pregunto, “¿cómo llegamos a esto?”.
Como el ejemplo de la rana hervida a fuego lento de Tomás Mosciatti, la respuesta es simple: lentamente, y con pequeñas concesiones a lo largo de los años. Hacia 2005, cuando me encontraba en cuarto básico, recuerdo que iba en la “liebre” camino a clases de natación con compañeros de colegio de otros cursos, entre 6 y 12 años, y la “tía” puso la radio para el camino. Sonó “Noche de sexo”. La “tía” no la cambió, y nos la fuimos escuchando el resto del camino. No es descabellado pensar que, de haberse quejado mis padres en esa época, más de alguien les habría dicho (o pensado) “no seas alaraco”, “no seas exagerado”, o “no es para tanto”.
Como enseña la parábola de Chesterton, hemos ido removiendo las “cercas”, las protecciones de nuestra civilización una a una, sin considerar por qué fueron erigidas originalmente, ni cuál era su propósito. Podría comenzar a enumerar cada una de las “cercas” que tanto la izquierda como la derecha se han esmerado en eliminar de nuestra sociedad sin meditar sus consecuencias, pero quiero remitirme a una que tiene impacto contingente.
Chile ha ido viendo su tradicional cultura hispana y mediterránea degradada por la cultura del Caribe, la cual ha ingresado desde hace ya varias décadas, principalmente a través de los medios de entretenimiento, inicialmente con géneros “inocuos” como la salsa y la cumbia, pasando por el hip-hop, el rap y el reggaetón, y que ha culminado en la expansión del género “urbano”, profundamente relacionado con el crimen organizado, las drogas, y las bajas pasiones, degradación que sólo se ha profundizado con la llegada masiva de las poblaciones justamente cuna de estos géneros musicales, y cuya cultura es el pilar que sostiene sus tribales melodías (si las podemos llamar así), sintetizándose en aberraciones bioculturales como el “flaitiano”.
Como mis padres podrían haberse encontrado, ya imagino a algunos lectores levantando resistencias mentales a esta línea argumentativa, sin duda en parte por su propio disfrute (o las de sus hijos, familiares, o amigos) de esta música que fácilmente mueve las vísceras. Simplemente debo recordarles a Lewis, que insistía que el espíritu exige ser alimentado, y que cuando no encuentra sustento adecuado, está dispuesto incluso a ingerir veneno.
¿Ha de sorprendernos, entonces, el avance del narcotráfico en los sectores más vulnerables de nuestra patria, cuando este tiene la venia de nuestras élites? Y ya no es sólo la venia, sino la participación activa de éstas. La Teletón invita a narcocantantes Cris MJ y Jere Klein. TVN y el Festival de Viña invitan a Pablo Chill-E. Netflix hace una serie sobre Baby Bandito. Max Luksic, alcalde electo de Huechuraba por ChileVamos, recibe apoyo de Bayron Fire. El video de trap de Evelyn Matthei. José Antonio Kast, el candidato de la “ultra” derecha, invita a Zúmbale Primo. Nuestras élites, siempre tras lo que quiere la ciudadanía, más que lo que ella necesita, actúan menos como guías y pastores que buscan elevar, y más como mercenarios que se rinden a la voluntad del pueblo. Aunque la voluntad de éste sea llevar al país al acantilado.
Dentro de los archivos fotográficos que antes mencionábamos, hay una foto del gabinete de Patricio Aylwin en frente del Palacio Castillo. La foto, de colores opacos con una típica vaguada costera viñamarina de fondo, lo muestra a él junto a sus ministros, dos filas de hombres vestidos de ternos obscuros (¡algunos de tres piezas!), que exuda la competencia y respetabilidad de aquellos años en que Chile veía con optimismo su futuro. Esa foto contrasta duramente con las fotos de hace algunos días de Jeanette Jara, quien pretende aunar los restos de la coalición política del otrora presidente, con “Balbi el Chamako” en su introducción a su comando político, un “joven” vestido con ropa deportiva, joyas de oro y tatuajes que le llegan hasta el cuello. La tragedia de la fotografía del gabinete de Aylwin es que, a pesar de (o quizás debido a) sus esfuerzos, simplemente terminaron siendo un peldaño para la encarnación de la advertencia de Jaime Guzmán: que Chile se ha llenado los bolsillos, pero se ha quedado con el alma vacía.




