Pro justicia, no pro vida
Felipe Ignacio Díaz Aguirre | Sección: Política, Religión, Sociedad, Vida
En el debate contemporáneo, se confunde la defensa de la vida con una adhesión sentimental al mero hecho biológico de existir. Sin embargo, la vida humana no es un fin en sí mismo desligado del orden moral, sino un bien subordinado a la justicia y al fin último del hombre: su salvación. Por eso, puede ser legítimo quitar la vida en ciertos casos —como la legítima defensa o la pena capital— cuando lo exige el bien común y la restauración del orden quebrantado por el pecado.
¿Cómo se puede estar a favor de la pena de muerte, pero en contra del suicidio asistido y del “aborto”? Muy simple, porque no somos “pro vida”, somos “pro justicia”. El término “pro vida”, aunque bien intencionado en presentarse como una visión positiva ante el horror del asesinato de bebés, ofusca las razones de la oposición a este crimen.
El meollo del asunto es este: el infanticidio (porque eso es, aunque se intente higienizar con la palabra, casi mecánica, “aborto”) no es malo porque se mate a un ser humano, sino por que se está matando a uno que es inocente. El suicidio asistido (llamado “eutanasia” con el mismo propósito de “aborto”), donde, sea un médico o la persona directamente, es malo porque se está quitando la vida sobre alguien es inocente. En otras palabras, en ambos casos se mata sin causa justa: se comete un asesinato.
En la pena de muerte, por el contrario, se condena a quien se ha demostrado que ha cometido un crimen de tal gravedad, que la única forma que se tiene de reparar el daño cometido a la sociedad es con su propia vida.
No hay contradicción en sostener ambas posiciones porque, como dijo Jaime Guzmán, “en cuanto la pena sea justa, ella no vulnera ningún derecho”, cuyo objetivo es “restablecer [el] orden jurídico y legal quebrantado”. Lejos de negar la dignidad del criminal, la pena justa reconoce su responsabilidad moral y restablece el equilibrio quebrantado por su acción.
Recordemos que la paz no es mera ausencia de violencia, sino la “tranquilidad del orden”; y ese orden se preserva cuando el crimen recibe su justa retribución. Por eso, cuando el Estado aplica la pena capital de modo proporcionado y legítimo —defendiendo al inocente y castigando al culpable—, no se opone al valor de la vida, sino que afirma la primacía del orden moral por sobre el desorden que provoca el quiebre de éste, manteniendo la paz social y el respeto por la dignidad humana.




