La corona del político fiel

Álvaro Ferrer | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad

Un parlamentario toma el micrófono con emoción. Ha votado a favor de una ley que atenta directamente contra un bien no negociable, pero justifica su decisión “desde su verdad personal”. La prensa aplaude su valentía, no por haber defendido algo verdadero, sino por haber sido “auténtico”. El gesto no se celebra por su adhesión a principios, sino por la intensidad de su subjetividad. Como Winston Smith, el protagonista de 1984 de George Orwell, quien finalmente declara que dos más dos son cinco, no porque lo crea, sino porque ha sido doblegado interiormente por un poder que exige sumisión emocional, también hoy la coherencia con la verdad ha sido desplazada por la emotividad. Esta es la primera forma de capitulación: la del alma doblegada que ya no ve.

Pero hay otra, más sutil: la del que ve, pero calla. El primero está perdido en la niebla; el segundo negocia con mapas. Uno ha confundido emoción con verdad; el otro ha decidido callar la verdad para no incomodar. Ambos niegan lo verdadero, pero por razones opuestas: uno por ceguera, otro por astucia. Y si el primero revela la fragilidad de una cultura emotiva, el segundo delata el vacío de una política sin testigos.

Así estamos: nuestra época glorifica la capitulación sentimental y sanciona la fidelidad a la verdad como si fuera una agresión. La emoción se celebra, la verdad se relativiza, y quien osa recordar principios universales es tildado de dogmático, fanático o peligroso. El mundo moderno admira la valentía, siempre que no recuerde verdades incómodas; aplaude los principios, siempre que puedan postergarse; adora las coronas, siempre que estén hechas de cartón y no pesen sobre la conciencia.

Entre la ceguera emocional y la astucia silente, aparece la figura luminosa del testigo fiel. En El regreso de Don Quijote, G.K. Chesterton nos presenta un notable modelo: se trata de Michael Herne, un bibliotecario modesto, sin ambiciones políticas ni hambre de espectáculo. Fue coronado en una representación simbólica organizada por reformadores sociales que jugaban con la estética medieval como quien se prueba una armadura vacía. Pero Herne cometió la osadía de tomarse el símbolo en serio. Descubrió en la farsa una misión, y en la corona una obligación. Si lo coronaban —aunque fuera en juego— debía comportarse como rey. No para imponer, sino para custodiar; no para dominar, sino para servir; no para alcanzar el poder, sino para proteger la verdad.

Y así se cumplió la paradoja: el único que no buscaba el trono fue quien demostró merecerlo. Herne no alzó la voz, no fundó un partido, no articuló una ideología. Solo se negó, con serena firmeza, a traicionar lo esencial. Y esa negativa —silenciosa pero resplandeciente— reveló el vacío moral de quienes trataban la verdad como un disfraz que se quita al final del acto.

En una escena crucial, los reformadores lo confrontan, incómodos con su coherencia. Uno de ellos le suplica:

—Pero usted no entiende. Todo esto no es más que una representación simbólica. Una reconstrucción estética. No se trata de tomárselo al pie de la letra.

Herne responde, sin elevar la voz, pero con el peso de quien sabe lo que dice:

—Todo símbolo tiene dos caminos: el de la farsa o el del sacramento. Si ustedes querían jugar, yo no juego. Si querían representar al rey, entonces tengo que serlo, con todo lo que eso implica. No pueden coronar a alguien y luego pedirle que abdique de la justicia.

Más tarde, otro le aconseja moderarse, para “no parecer dogmático”. Y Herne le contesta:

—No se puede gobernar con la verdad escondida bajo la capa. Si la verdad debe esperar a que convenga, entonces no es la verdad la que reina, sino la conveniencia.

Y concluye:

—No me interesa conservar el trono. Me basta con no deshonrarlo.

Esa figura —que no empuña el poder pero sí lo honra, que no brilla en la escena pero sí ante la verdad— plantea un modelo radicalmente opuesto al que se promueve hoy. A diferencia de Herne, que asumió la corona como deber, muchos hoy, incluso desde convicciones cristianas, aceptan la premisa liberal de que la verdad no tiene cabida en el espacio público, y subordinan su testimonio al cálculo electoral.

Hoy se abre paso una tentación sutil: la del católico táctico. No se trata del prudente que guarda silencio para que la verdad madure, sino del astuto que la instrumentaliza para quedar bien con moros y cristianos. No guarda la verdad: la negocia. No la proclama con temor: la dosifica por cálculo. No busca el momento oportuno para defenderla, sino la ocasión propicia para evitar comprometerse con ella. En el fondo, su interés no está en servir a la verdad, sino en servirse de ella mientras no incomode. Así, repite como mantra que para defender el bien hay que disimularlo, que para revocar leyes injustas mañana hay que tolerarlas hoy, que para proclamar la verdad hay que envolverla en silencio. Hay que llegar arriba —dice— para recién entonces empujar desde lo alto. Su discurso se centra en lo urgente, y olvida lo importante. Confunde táctica con virtud, y resultados con verdad.

Ahora bien, aunque toda estrategia política que sacrifique lo esencial es peligrosa, no toda cautela es claudicación o traición. La prudencia es la recta razón en el obrar: no solo saber qué decir, sino cuándo y cómo decirlo. A veces la verdad se siembra en silencio para que otros la cosechen. La fidelidad no siempre grita, pero nunca miente. No es menos fiel quien calla con prudencia para que la verdad madure, sí lo es quien espera que el silencio le ahorre el sacrificio de ser coherente.

La estrategia solo es virtuosa si es fiel a la verdad. Por eso la figura de Herne no es solo contraste: es advertencia y promesa. Chesterton no solo denuncia la impostura moderna: insinúa otra política, donde lo heroico no consiste en conquistar, conservar o recuperar el poder, sino en procurar la verdad y resistir en ella. Herne encarna aquella máxima de Teresa de Calcuta: Dios no nos pidió ser exitosos, sino fieles.

No basta con no ceder: hay que proclamar con la vida lo que el alma reconoce. No basta con resistir el error: hay que testimoniar la verdad, incluso si el precio es la incomprensión. No basta con no huir: hay que avanzar cuanto se pueda. No basta con evitar el mal: hay que construir en el verdadero bien.

Pero construir como los antiguos: sin esperar ver la cúpula terminada, sin contar los ladrillos, sin preocuparse del reconocimiento. Sabiendo que participan de una obra mayor que sus sueños, orientada al Cielo. Piedra sobre piedra. Generación sobre generación. Fidelidad sobre fidelidad. Porque lo que se edifica para Dios jamás es en vano, aunque no se inaugure en esta vida. Es como el grano de mostaza: pequeño, desapercibido, silencioso, pero capaz de crecer y dar sombra a generaciones.

Y si al cabalgar en esa dirección los perros ladran —y ladrarán—, como decía otro Quijote a su Sancho, es señal de que avanza… de verdad.

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el jueves 14 de agosto de 2025. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.