Empresas con alma: cuando la solidaridad se convierte en ventaja competitiva
Enrique Cruz Ugarte | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad
Hace dos semanas, el Salón de Honor del Congreso Nacional en Valparaíso fue testigo de una escena cargada de simbolismo: cerca de seiscientas personas —entre senadores, diputados, dirigentes de obras de la Compañía de Jesús, representantes de instituciones de educación superior y colegios de Santiago y Valparaíso— recibieron la conocida y querida camioneta verde del Hogar de Cristo. El motivo era conmemorar los 32 años desde que se instauró el Día de la Solidaridad, en memoria del legado de San Alberto Hurtado (1901-1952).
Mañana recordaremos un nuevo aniversario de su fallecimiento, y con ello, la vida de quien probablemente es el mayor referente de la solidaridad en Chile. Es una fecha propicia para reflexionar sobre este valor y, más aún, para preguntarnos cómo llevarlo a la práctica en el mundo empresarial.
San Alberto Hurtado dedicó su corta pero intensa vida a despertar en los chilenos —especialmente en los jóvenes— lo que él llamaba el “sentido social”: “esa actitud espontánea” que nos lleva a ponernos en el lugar del otro, a indignarnos frente a la injusticia y a no tolerar “el abuso” contra “el indefenso”. No se trata sólo de un ideal moral, sino de una fuerza transformadora llamada solidaridad.
La solidaridad es contagiosa. Quien la vive, cambia; y las organizaciones que la promueven también. Los seres humanos estamos hechos para amar, y la ayuda al más necesitado es una expresión de nuestra propia naturaleza. En las empresas, fomentar este espíritu no sólo humaniza el ambiente laboral, sino que incrementa la motivación, la confianza, el compromiso y, en consecuencia, la productividad. Se generan culturas organizacionales más atractivas, equipos más comprometidos y un impacto positivo que trasciende el ámbito económico.
A veces se piensa que la solidaridad empresarial se reduce a la filantropía: donar recursos, financiar proyectos o aportar a causas sociales. Si bien eso es valioso, resulta insuficiente cuando se deja fuera a quienes integran la empresa. Involucrar a los equipos —mediante voluntariados, actividades comunitarias o programas internos— es darles la oportunidad de conectar con el sentido de la vida. Un vínculo emocional y humano que no sólo genera trabajadores más felices, sino que fortalece la cohesión y el sentido de propósito compartido.
Una empresa no es simplemente una máquina para generar utilidades. Es, ante todo, una comunidad de personas que pone su talento, creatividad e innovación al servicio de un fin superior: contribuir al bien común. En ese sentido, los empresarios, ejecutivos y trabajadores somos constructores del orden social. Y construir sociedad es, por definición, un acto de solidaridad.
Hoy, las cifras de pobreza y desempleo en Chile nos interpelan con fuerza. No basta con lamentarlas: es hora de despertar nuevamente el sentido social que ha caracterizado a nuestro país en sus mejores momentos. En las empresas, esto implica asumir que dedicar tiempo y recursos a vivir la solidaridad no es un gasto ni una distracción, sino una inversión estratégica.
Sigamos el ejemplo de San Alberto Hurtado. Pongamos cada uno lo mejor de sí para que, desde nuestro lugar de trabajo, contribuyamos a poner a Chile en marcha. Porque la solidaridad, lejos de ser un gesto aislado, es la base sobre la cual se construye una sociedad más justa y un mundo empresarial verdaderamente humano.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el domingo 17 de agosto de 2025.




