Licenciosos

Álvaro Pezoa Bissières | Sección: Arte y Cultura, Educación, Familia, Historia, Política, Religión, Sociedad, Vida

A veces, un fenómeno aparentemente secundario refleja con nitidez las grietas de una sociedad. Es el caso de las licencias médicas fraudulentas, que no solo tensionan a los sistemas de salud y previsión, sino que exponen un mal más profundo: la abismal crisis moral de la cultura chilena.

En los últimos años, el aumento sostenido de licencias médicas ha sido un fenómeno llamativo. Los hallazgos revelan prácticas sistemáticas que incluyen emisión de licencias sin diagnóstico clínico, venta de justificaciones médicas en redes sociales, e incluso “paquetes” ofrecidos por profesionales de la salud a cambio de una suma de dinero. Lo más alarmante es que estas conductas no se limitan a un grupo específico: atraviesan clases sociales, niveles educacionales, profesiones, edades, colores políticos y tanto al sector privado como (escandalosamente) al público.

La reciente investigación de la CGR lo confirma: más de 25.000 funcionarios públicos –por ahora– habrían viajado fuera del país mientras se encontraban con licencia médica. Estos hechos, que rayan en el absurdo, no constituyen solo una irregularidad administrativo-legal, sino que son un reflejo de la profunda erosión del sentido del deber y responsabilidad que debiera caracterizar al servicio público; más aún, manifiestan abierta impudicia, develan una sociedad de “licenciosos”.

El problema no radica solo en las carencias de fiscalización o en vacíos normativos, que los hay. Su raíz es más honda y está en la creciente normalización del aprovechamiento, en la pérdida de noción del deber moral, y en la erosión del sentido de lo común. En otras palabras, lo que se ha debilitado es la ética del compromiso con la verdad, el bien, la responsabilidad y la justicia.

En una sociedad que premia la viveza, que aplaude al que “se las arregla”, que tolera o justifica la falta aparentemente menor si “todos lo hacen”, no debe extrañar que la frontera entre lo correcto y lo ilícito se difumine. La licencia falsa no es más que un síntoma: lo que la habilita es una mentalidad ciudadana que relativiza principios valiosos en favor del beneficio individual espurio inmediato.

¿Y qué decir de aquellos profesionales de la salud que, traicionando su vocación y juramento, participan activamente en este circuito? ¿O de empleadores que, sabiendo, callan para evitar conflictos? ¿O del silencio cómplice de colegas y familias? ¿O del aparato estatal que, durante años, miró para el lado? El problema es colectivo.

La ética no es un accesorio estético para tiempos de calma, sino el cimiento indispensable para la convivencia y la confianza. Sin ética pública y privada, el tejido social se desgasta hasta la desintegración. Cuando el engaño se vuelve cotidiano, no hay ley ni institución que lo contenga.

Por eso, esta crisis exige más que declaraciones: urge la adopción de medidas legales punitivas severas, una mejora sustantiva en los procedimientos y un rediseño de los controles. ¡Y una tarea explícita de cambio cultural! No se trata solo de eficiencia, sino del bien común.

La oportunidad que esta penosa realidad presenta debe asumirse como una tarea de unidad nacional. Está en juego el porvenir del país: o corregimos el rumbo o nos adentramos en un proceso de corrupción irreversible. El tiempo para actuar se agota.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el sábado 31 de mayo de 2025.