Francisco, un Papa incómodo
Juan Ignacio Brito | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad
La muerte de un Papa genera en los católicos sensación de orfandad. También, sin embargo, es una señal de continuidad y esperanza: la Iglesia constituida por Cristo posee una sabiduría que traspasa milenios. Sabe cómo despedir al Pontífice que ahora parte a la casa del Padre y cómo elegir a quien lo reemplazará en la cátedra de Pedro.
Esa solidez de milenios entrega confianza en tiempos complejos. Aunque a muchos les gusta hablar de crisis y resulta evidente que la Iglesia Católica enfrenta hoy desafíos formidables y múltiples, lo cierto es que su historia está marcada por las dificultades, desde las persecuciones romanas y las herejías iniciales hasta los cismas y, más recientemente, la secularización moderna.
No es raro que la Iglesia enfrente problemas. Desde el comienzo, como hemos recordado en esta Semana Santa que acaba de concluir, ella ha debido proclamar una Buena Nueva liberadora que muchas veces choca con las lógicas terrenales. La Iglesia vive en una paradoja: inserta en el centro del mundo, promueve un mensaje contra el mundo. Porque, como ha escrito Romano Guardini, el profeta, el apóstol, el santo, el hombre de convicciones religiosas “llega a ser verdaderamente irritante” para este mundo. Así fue con Jesucristo –“signo de contradicción”, persona divina y humana a la vez– y así con Pedro, su vicario, crucificado en la colina vaticana de Roma hace dos mil años. También con muchísimos de sus 265 sucesores.
Por eso, aunque no pocos se esfuerzan por subrayar las necesarias diferencias entre Francisco y sus predecesores, en especial Juan Pablo II y Benedicto XVI, es reconfortante para los católicos identificar en su pontificado esa maravillosa continuidad que persiste en la Iglesia desde que Cristo explicara a Poncio Pilatos que su Reino no es de este mundo.
Porque, tal como el evangelizador Juan Pablo II confrontó el orden de la Guerra Fría e inspiró a multitudes al proclamar “¡No tengan miedo!”, y el intelectual Benedicto XVI reafirmó la armonía entre fe y razón y denunció la “dictadura del relativismo”, el pastoral Francisco llamó a fieles y pastores a abandonar la comodidad “haciendo lío” y “oliendo a oveja” y criticó la “cultura del descarte” que margina a los débiles y desamparados.
Todos ellos, a su manera y en su tiempo, incomodaron. De manera ociosa, algunos tratan de correrlos a la derecha o a la izquierda de su mapa mental. Pero lo cierto es que el alero de la Iglesia es muy ancho y nadie puede decir que uno fue más católico que otro. Énfasis, carismas y tiempos distintos, por supuesto. Pero unidad en la diversidad, qué duda cabe.
El afán por incomodar quedó de manifiesto pronto en el Pontificado de Francisco. Su austeridad y sencillez contradijeron el boato que a menudo se apodera del aparato ceremonial eclesiástico. Residió en la Casa de Santa Marta, no en el Palacio Apostólico. Hasta el último día, literalmente, Francisco quiso estar cerca de sus feligreses llevando el mensaje del Buen Pastor y predicando con el ejemplo. Su informalidad a menudo le trajo dificultades, como cuando se acercaba a los periodistas a conversar durante sus viajes. Fue esa misma espontaneidad la que echó a perder su visita a Chile, cuando se salió de libreto al declarar que las acusaciones contra el obispo de Osorno Juan Barros eran “una calumnia”, o la que lo puso en problemas cuando, en Roma, le dijo a un enviado laico de la Conferencia Episcopal que “Osorno sufre por tonta”.
Pero ella provocó asimismo momentos memorables que también molestaron a muchos. Como cuando preguntó “¿quién soy yo para juzgar?” a los homosexuales de buena voluntad que buscan a Dios. La frase, llena de caridad cristiana, se convirtió en un símbolo de su pontificado de la misericordia y en señal de su apertura a las “periferias existenciales” que fueron un componente central de su labor como Papa. Francisco vio los ojos de Cristo en los marginados y los perdedores de este mundo, de cuyo lado se puso con firmeza inclaudicable. Su apoyo a los migrantes; su reclamo contra la guerra y sus efectos terribles en los desplazados y los más débiles; su defensa de los no nacidos que son víctimas del aborto; su crítica a la soledad de los ancianos y la eutanasia, su postura en favor de los más pobres… todo ello es coherente con su mirada evangelizadora y una posición a menudo contraria a las élites ideológicas y de poder.
A Francisco le atraía estar cerca del “pueblo de Dios” y lejos de los poderes que son. Le fascinaba lo “concreto católico” y veía la riqueza de la Iglesia en su mensaje basado en Cristo. Porque, como sostuvo alguna vez, lo propio de ésta es seguir e imitar a Cristo y no actuar meramente como una ONG asistencial. Para él, esto se conseguía buscando a los descartados de este mundo. Como afirmó cuando era todavía el cardenal Jorge Mario Bergoglio en el cónclave de 2013 –donde estuvo muy cerca de ser elegido–, “la Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no sólo a las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”.
Fue rápido para denunciar la injusticia. Acusó con fuerza el maltrato humano a la creación divina en su encíclica Laudato Si’ (2015), donde defendió la protección medioambiental y apuntó contra un modelo económico que promueve la cultura de lo desechable y el consumismo a costa de la salud del planeta y sus habitantes. Fue un crítico de la “herida dolorosa” de la desigualdad y apuntó al “agotamiento de sistemas y modelos económicos”, en especial del neoliberalismo. Llamó a la concordia y la solidaridad en Fratelli Tutti (2020), otra encíclica que resultó incómoda para muchos, porque allí justificó su constante apoyo a los migrantes (“si todo ser humano es mi hermano o mi hermana, y si en realidad el mundo es de todos, no importa si alguien ha nacido aquí o si vive fuera de los límites del propio país”) y defendió la existencia de la propiedad privada, aunque subordinada “al destino universal de los bienes de la tierra”. Iluminó a muchos con su exhortación apostólica Amoris Laetitia (2016) sobre el amor en familia, la misma que provocó irritación en sectores que vieron en ella una apertura hacia las “situaciones imperfectas” de los divorciados vueltos a casar. Pese a ello, lo que muchos en su momento entendieron como un molesto o bienvenido “cambio de régimen” –dependiendo desde dónde lo analizara el comentarista– no pasó de ser un énfasis diferente que no rompió con la tradición ni la doctrina.
Francisco también fue un administrador celoso. Un micromanager que se preocupó de reformar la gobernanza interna del Vaticano, enfrentó su crisis financiera y predicó y promovió la sinodalidad, pero que dirigió con mano de hierro e intervino instituciones y organismos que hasta hace poco gozaban de una autonomía que al Papa no le resultaba aceptable. La informalidad característica del primer Pontífice latinoamericano le permitió llegar lejos y superar resistencias, pero también le restó eficiencia. A medida que su salud se fue debilitando, su capacidad para influir y gestionar también fue decayendo, mientras su legado fue quedando menos claro.
Como ocurre tan a menudo en la Iglesia Católica, seguramente quedará en manos de sus sucesores mostrar esa admirable mezcla de cambio y continuidad para seguir la tarea desplegada por Francisco. Lo que no cabe duda, sin embargo, es que sea quien sea el que lo reemplace, la Iglesia seguirá provocando e incomodando, porque su modelo es Aquel que advirtió que “he venido a echar fuego en la tierra” y llamó a “perder la vida para hallarla”.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el martes 22 de abril de 2025.