Una constitución castrada
Max Silva Abbott | Sección: Política
Uno de los principales avances del Derecho occidental manifestado en el constitucionalismo moderno de los últimos siglos, ha sido la regulación de las atribuciones y del modo de proceder de quienes detentan el poder con el fin de dividirlo y limitarlo, dentro de lo posible.
Sin embargo, de poco serviría este esfuerzo si el gobierno de turno pudiera modificar la constitución a su antojo, pues en caso afirmativo le sería posible acabar convirtiéndola en un traje a la medida y legalizar así su arbitrariedad.
Es por eso que para intentar impedir lo anterior suelen establecerse mayorías o quórums altos para reformar una constitución, precisamente para que ella sea un límite real al poder. Por el contrario, si fuera muy fácil modificarla, se convertiría en un títere de quienes detentan el poder e incluso les permitiría perpetuarse en el mismo.
Con todo, lo anterior no basta: además de las mayorías requeridas, una reforma constitucional debe estar en armonía con el “núcleo duro” o las bases fundamentales de esa misma constitución, a fin de no traicionarla. Es por eso que aunque parezca algo contradictorio, pueden existir reformas constitucionales inconstitucionales. Ello explica, por tanto, que junto a quórums más altos se requiera de dos cosas más: existencia de órganos de tutela que vigilen que no se traicione la armonía constitucional, y también de los procedimientos o mecanismos procesales adecuados para lograr su intervención, llegado el caso. Y todo esto no es otra cosa que la regulación y división del poder.
Sin embargo, y aunque cueste creerlo, recientemente se acaba de aprobar una reforma constitucional en México que atenta directamente contra todo lo antes dicho, al impedir que puedan impugnarse futuras reformas constitucionales. Incluso, dispone que los procedimientos de reclamo que ya se estén tramitando a la fecha de esta reforma, sean desestimados.
Esto significa que el gobierno actual tiene el camino libre para hacer las reformas que estime pertinente a su carta fundamental, por mucho que ellas la contradigan, la perjudiquen o incluso acaben destruyendo su razón de ser.
Ahora bien, pese a que desde un punto de vista formal se obtuvo el quórum necesario, en última instancia esta reforma equivale a “asesinar” su carta fundamental y volver a una época de poder absoluto y fuera de la ley. Ello, pues de poco vale tener una constitución que no posea armas para defender tanto su supremacía como su coherencia interna. Deviene así, en una constitución castrada, que en el fondo ha dejado de cumplir su papel fundamental de limitar al poder, al punto que incluso cabría preguntarse si sigue siendo realmente una constitución.
Finalmente, lo anterior conlleva dos peligros más: primero, que este cambio se ha hecho por una vía democrática formalmente válida, impulsada por el gobierno recién electo; y segundo, que en vez de hacerlo generando un nuevo texto constitucional a la medida, se ha “matado” a la constitución vigente “desde dentro”, por decirlo de alguna manera. De este modo, la democracia ha terminado socavando la base sobre la cual ella misma se edifica.
Es de esperar que este fenómeno no se propague al resto del continente.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.