Que Cristo Reine
José Tomás Hargous Fuentes | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad
Este fin de semana fuimos convocados nuevamente a un proceso eleccionario de particular trascendencia para el futuro del país. No sólo están en juego la seguridad, la economía o quién será el próximo Presidente de Chile, sino que la visión de sociedad que se intente aplicar desde los gobiernos regionales, lo mismo para los municipios en el mes pasado. Curiosamente, este año vuelve a coincidir con la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, que cierra el Año Litúrgico, pasando del Tiempo Ordinario al Adviento, preparándonos para la próxima Navidad.
Ustedes se preguntarán, ¿qué tiene que ver una fiesta religiosa con nuestras elecciones? La verdad es que mucho, y más que otras fiestas tradicionales del país como el Te Deum o la Oración por el nuevo Gobierno. La fiesta de Cristo Rey es central en la vida cristiana, y nos recuerda que el Cristianismo no se trata sólo de rezar e ir a Misa, sino que de transformar nuestras vidas y nuestras relaciones sociales para que se adecúen a las enseñanzas del Evangelio.
No por nada la Iglesia lleva doscientos años difundiendo y profundizando su Doctrina Social. El Cristianismo, a diferencia de otras religiones, ofrece un modelo de sociedad. Un modelo sustentado, como enseñaba Benedicto XVI, en la “caridad”, que es “la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia”, que “no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (Caritas in Veritate, 2009, 2).
El Papa Pío XI –cuyo programa de pontificado proponía que sólo la unión en el Reino de Cristo nos daría la verdadera paz (Pax Christi in Regno Christi)–, al consagrar la Fiesta de Cristo Rey, sostuvo que “Nos anima […] la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador” (Quas Primas, 1925, 25). Esto quiere decir que “La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes” (Quas Primas, 1925, 33). Incluso, “erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio” (Quas Primas, 1925, 15).
San Alberto Hurtado enseñaba que “No podrá llamarse soldado de Cristo el que no dé un sentido social a su vida, el que no se interese por sus hermanos”, y que “Ese es el cristianismo que espera de vosotros vuestro Rey, esta noche de fiesta” (“Cristo Rey”, en La búsqueda de Dios. Conferencias, artículos y discursos pastorales (Santiago: Centro de Estudios San Alberto Hurtado – Ediciones UC, 2004), 180-186). Predicando en un matrimonio sintetiza muy bien el sentido de la fiesta: “la fiesta de Cristo Rey, [fue] instituida para renovar en la conciencia cristiana los derechos soberanos de Jesucristo sobre los individuos, las familias y los pueblos” (“Prédica de matrimonio”, en La búsqueda de Dios, 230-231).
El Reinado Social de Jesucristo ha sido reconocido por el Magisterio de la Iglesia. Dirá el P. Enrique Ramière que “Es un dogma de fe que Jesucristo posee una autoridad soberana sobre las sociedades civiles, lo mismo que sobre los individuos de que se componen; y por consiguiente las sociedades, en su existencia y en su acción colectiva, lo mismo que los individuos, en su conducta privada, están obligados a someterse a Jesucristo y observar sus leyes” (Enrique Ramière, S. I., La Soberanía Social de Jesucristo (Barcelona: Publicaciones Cristiandad, 1951), 44-45).
Luego de leer estas citas, usted pensará que es un desvarío y que la Iglesia “hace tiempo” que no sostiene eso, sino que abrazó los dogmas de la ideología liberal para el orden político y social, lo que implicaría que la religión no tiene nada que decir en el debate público. El Concilio Vaticano II, que ha inspirado los pontificados desde San Juan XXIII a Francisco, enseña que su promoción de la libertad religiosa “deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo” (Declaración “Dignitatis humanae”, 1965, 1) y que “La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y «le servirán como un solo hombre» (Soph 3,9)” (Declaración “Nostrae aetate”, 1965, 4).
Esa “doctrina tradicional católica” se resume en el popular canto de misa que reza “A Dios queremos en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogar”. Comprendido así, el voto que emitimos el pasado domingo –y los de todas nuestras elecciones– no es un baladí, y requiere ordenarse a lo que Benedicto XVI llamaba los “no negociables”: “el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas” (Sacramentum caritatis, 2007, 83). Como sostenía Vicente Hargous hace tres años, “Ese pequeño voto debe ser una de las armas con las que militamos en las filas de Cristo para restaurar su Reinado en nuestra patria ―el retorno del Rey que figurara Tolkien en su obra maestra―, nuestro modo de gritar con todas nuestras fuerzas: ¡viva Cristo Rey!”.