Mario Góngora: profundidad y realismo

José Manuel Cuadro | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Religión, Sociedad

En su extenso diario, que transita por sus inquietudes amorosas, intelectuales, académicas, todas profundamente interrelacionadas, Mario Góngora anotó el 20 de octubre de 1934: “Tengo la absoluta decisión de ser hombre de responsabilidades, de dejar a un lado posiciones ambiguas. Seré buen dirigente católico. Me formaré, frente a los problemas reales del presente, un criterio firme y nacional”. Tenía tan solo 19 años. Y aunque nos pueda parecer un dato pueril, o una declaración apasionada propia de la juventud, resulta relevante a la hora de analizar la complejidad del personaje en cuestión. Esa afirmación sintetiza su etapa formativa como algo trascendental para comprender la figura del principal historiador chileno del siglo pasado.

Nació en 1915 en Santiago, su educación secundaria fue en el Liceo San Agustín, en donde surgió su vocación por la Historia, “primero a través de la lectura adolescente de novelas históricas y luego con la lectura de historia especialmente francesa” ―declaró en una entrevista en 1985―. Luego de ello, realizó sus estudios superiores en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, en la década de los treinta, donde fue uno de los protagonistas de una generación deslumbrante, aquella de pensamiento católico con profunda actitud crítica sobre el estado moral, político y económico de Chile, la herencia liberal decimonónica, y con un profundo interés por conectar culturalmente con la reflexión de Occidente en medio de los tensos años de entreguerra.

A su vez, este grupo de jóvenes tenía una inquietud propositiva reflejada en extensos trabajos intelectuales como las revistas Lircay, Falange, REC, Estudios, y en la labor de organismos político-sociales como la Acción Católica, la Liga Social, la Juventud Conservadora y la  Falange Nacional. Estas iniciativas se constituyen como semillero de los diversos liderazgos del Chile de dicho siglo. En dicha generación que interactuó con el joven Mario Góngora se encuentran una serie de hombres notables de diversas procedencias sociales, entre ellos: Eduardo Frei Montalva, Bernardo Leigthon, Jaime Eyzaguirre, Armando Roa, Radomiro Tomic, Jorge Millas, Braulio Arenas, Eduardo Anguita, Clarence Finlayson, entre muchos otros. No pretendo describir a cada uno, pero el lector puede hacer el ejercicio de googlear sus nombres y comprobar que son pivotales, con disciplinas muy variadas pero unidos por “una vivencia intelectual, que es realmente más que una doctrina o un conjunto de principios: es también pasión por una época, sentimientos de dolor o angustia, goce por la lectura, recogimiento por la fe, esperanza y arraigados temores, entre otras facetas de la experiencia humana, incluso en su dimensión espiritual” (Diego González Cañete, Una revolución del espíritu. Política y esperanza en Frei, Eyzaguirre y Góngora en los años de entreguerras). 

El punto neurálgico era la Universidad Católica y la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, aunque jamás enclaustrados en dichos espacios. Góngora y los jóvenes católicos eran en sí mismos ―en palabras de la historiadora Patricia Arancibia― una escuela peripatética. Caminaban y pensaban. “Habitaban” el Santiago de los años treinta, sus cafés, sus aulas y sus calles. En un ejercicio que para la celeridad de nuestros días parece inútil, una pérdida de tiempo poco “pragmática”. Pero fue precisamente ese estilo el que permitió que décadas más tarde cada uno de ellos, desde distintos caminos, se comprometiera en lo público.

Este contexto es clave para comprender a Mario Góngora. La afirmación citada de su diario del 20 de octubre de 1934 es la anticipación ―no consciente supongo― de toda su posterior obra intelectual, desde su libro El Estado en el derecho indiano, obra clave para comprender la etapa hispana forjadora de Chile, hasta su mítico Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, escrito pocos años antes de morir y que sigue dando que hablar hasta nuestros días. Entre las ideas que transitan transversalmente sus variadas obras se cuentan las que se refieren al estado de la libertad y la cultura, realizando reflexiones tripartitas entre la historia, la filosofía y la metafísica. Creía que la libertad era un símbolo primario en la cultura histórica de Occidente, es decir, un ideal fundante. Así, él mismo la definió como “un poder de recogimiento, en cuya virtud no es el hombre un mero reflejo de cosas externas, de coacciones o de necesidades de todo orden” (Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos). De esta manera, en Góngora prima una libertad metafísica entendida como ethos de Occidente, siendo esa concepción el eje articulador que debiera aglutinar las distintas interpretaciones sociales, económicas y políticas de la libertad. De allí que también menciona una “fase de opacidad” de la libertad, en cuanto se ha “tecnificado” y “mecanizado” en su versión política. De esta manera, su trabajo revela una constante tentativa de rescate de dicha idea de libertad, no subyugada a la mecanización de la vida tanto personal como de la sociedad en su conjunto, resultado del “productivismo” contemporáneo.

En línea con lo anterior, afirmaba que la cultura había derivado en un “materialismo de masas”, basado en un “impulso desenfrenado de dominar la naturaleza, para abastecer a las masas humanas en sus necesidades y sus diversiones según un régimen de producción y de consumo, mediante un modo exterior de racionalidad; pero desatendiendo toda idea de valor religioso o metafísico” (Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos). A tal punto de que creía que estábamos ante un “régimen existencial de la vida humana”, derivando en una “despersonalización”, con hombres “prisioneros del aparato creado por ellos mismos”. Y aunque estas reflexiones puedan parecer una descripción del Chile de la crisis de octubre que estalló, fueron realizadas 40 años antes, donde ya describía la cultura que se iba arraigando como “nihilista”. Estos dos conceptos, libertad y cultura, son también una preocupación central en el mítico Ensayo Histórico, en donde sostiene que la planificación global impuesta por el Régimen Militar desconoce la idiosincrasia nacional, cayendo en una “prosa economicista”.

Mario Góngora siempre mostró una preocupación atenta por la realidad y el porvenir de Chile y, aunque transmitía cierta nostalgia, siempre asumió un rol de profeta en el desierto sobre temas esenciales para el sustento histórico del país. Su inspiración católica conectada con el presente era un barniz que cubría sus reflexiones, profundamente sustentadas en la riqueza intelectual de Occidente (incluyendo ―cosa inusual en muchos de sus colegas― a autores de la talla de Heidegger, Spengler, o Dilthey). Su obra, a 39 años de su partida, es un recordatorio de que la historia humana tiene un sentido trascendente, expresado en la tradición, “en la fidelidad en la vida política y social; la fraternidad religiosa y popular, las corporaciones, las esferas de vida local”. Un referente ampliamente necesario que nos recuerda que el pasado no está muerto: es un campo en disputa, que resulta imprescindible para cualquier proyecto de vida política y de sociedad que quiera dar frutos provechosos para la patria.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el viernes 15 de noviembre de 2024 La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.