Frente a los problemas que aquejan a la sociedad, la urgencia de una lectura filosófica y de apertura a la fe
Fernando Chomali | Sección: Arte y Cultura, Educación, Familia, Historia, Política, Religión, Sociedad, Vida
Vivimos momentos complejos donde se presentan un conjunto de dilemas éticos de difícil resolución. Las lecturas sociológicas, sicológicas, económicas, policiales, jurídicas que se suelen hacer, aunque válidas, necesarias y útiles para reconocerlos y enfrentarlos, no bastan para comprenderlos en profundidad. De hecho, los grandes problemas que nos aquejan no han encontrado respuestas adecuadas. El miedo, la incertidumbre y la desesperanza se han tomado el corazón de muchas personas.
En este artículo intento postular que la filosofía y la fe son un aporte fundamental, en el legítimo y meritorio esfuerzo de tantos actores sociales, del ámbito público y privado, para comprender lo que acontece y darle soluciones correctas.
En este artículo sostengo tres tesis: primero, que el nihilismo ético que impera a todos los niveles de la sociedad es una fuente desde donde brotan muchos problemas sociales; segundo, que la formación de la conciencia moral, junto a un reconocimiento de nuestra condición de creaturas, o al menos de seres dependientes de otros, es el punto neurálgico en el cual debe apoyarse todo proceso educativo que pretenda formar personas justas, respetuosas de los derechos de los demás, y pacíficas; tercero, que el aporte de la fe para comprender estos fenómenos que tanto daño hacen a la sociedad y erradicarlos es fundamental.
Debemos reconocer que estamos viviendo tiempos de cambios muy profundos y acelerados en el modo de concebir al hombre y la vida en común. La violencia que se observa es el resultado de nuevas formas de mirar al hombre que se han instalado en la sociedad llegando a formar parte de un “ethos” cultural cuya característica común es que se han gestado al margen de las preguntas originaria que se hace todo hombre en relación a su ser, su quehacer en el mundo y el sentido de su vida.
El olvido de estas preguntas, propia de la labor filosófica, por su parte, es la consecuencia de un proceso histórico que ha culminado en un cierto escepticismo frente a la posibilidad de conocer la verdad y a la consolidación de una actitud sospechosa frente a cualquiera que intente una lectura globalizante de la realidad. Ello ha desembocado en lecturas reduccionistas de la realidad que se centran más en los fenómenos más que en el fundamento. Este hecho ha llevado al empobrecimiento de su racionalidad, de su capacidad de conocer la verdad y de preguntarse “¿qué es?”, “¿qué debo hacer?” y “¿para qué?”. Bajo estas nuevas condiciones la racionalidad ha asumido un rol exclusivamente instrumental abdicando de su capacidad para adquirir conocimientos ontológicos o metafísicos. Hoy la pregunta no es ¿qué es?, sino ¿para qué sirve?; no es ¿para qué voy a vivir?, sino ¿de qué voy a vivir?
Así, asistimos a un gran despliegue de modelos antropológicos y éticos que no se fundamentan en la realidad del ser.
Este hecho ha llevado a que, por un lado, nos encontramos inmersos en delicados y complejos dilemas éticos que nos interesa desentrañar, y por otro, apreciamos que los intentos de respuesta están condenados al fracaso porque carecen de fundamentos en la verdad. Bajo este escenario, se asume –de manera errónea– que el valor moral de cualquier decisión depende única y exclusivamente del sujeto que la toma, sin otro referente que él mismo, quien se atribuye el poder de decidir qué es el bien y qué es el mal, a la luz de su “propia” verdad.
Desde esta concepción del actuar humano el intento de comprender la realidad desde el ser en su verdad óntica, estudio propio de la metafísica, es sustituido por la convicción de que la bondad o la maldad de los actos se funda en que hayan sido decididos por el sujeto.
Este modelo es la antesala del nihilismo ético, que nos ha llevado a la necesidad de buscar consensos con la única finalidad de garantizar la autonomía de los agentes. Legislaciones que permiten el aborto, la eutanasia, y tantos otros males, se amparan en este principio: “si no quieres abortar, no lo hagas, pero no le impongas tus ideas a otros que sí lo quieren hacer”. La pregunta por el ser humano, en cambio, o si estas prácticas son o no respetuosas de éste, ni se mencionan. Este fenómeno ha llevado a la progresiva judicialización de la ética, donde el hombre está más preocupado de cumplir con la ley que de preguntarse si lo que está haciendo es o no bueno. Así, algunos discurren de esta manera: realizo un aborto hasta la etapa de desarrollo consentida por la ley, para no tener problemas con la justicia, pero ni siquiera me cuestiono si lo que estoy haciendo es moral o no. De allí al infantilismo ético hay sólo un paso. Se bebe en lugares donde está permitido, y nadie se pregunta por la bondad o maldad moral de tal práctica. Se hurta en el supermercado hasta el monto que la ley no estipula penas de cárcel, pero no reflexiono en torno al hecho de estar obteniendo bienes de modo delictivo.
Cuando se pretende fundar una ética sin verdad, dado el –erróneo– presupuesto de la imposibilidad de conocerla, necesariamente se vacía de significado el bien, entendido, según la definición de Aristóteles, como el fin hacia al que aspiran todas las cosas. Si no hay verdad, “lo bueno” queda reducido a los gustos personales o a cualquier tipo de apreciaciones económicas, políticas, sociales, etc. ¿Acaso no es éste el modelo que rige en los países donde se permite abortar por decisión de la madre que estima que no tener un hijo es un bien para ella? ¿O cuando alguien, o un tercero, de modo arbitrario decide que su vida no tiene sentido, y todo el aparato estatal se pone a su servicio para facilitarle la eutanasia, como acontece en algunos países? ¿O cuando una persona decide que para su desarrollo personal debe “rehacer su vida” y literalmente abandona a su cónyuge y a sus hijos?
Esta exacerbación de la libertad sin verdad y sin bien es la base desde donde se cimienta y enquista la fuerza, antes que la razón, como método de resolución de conflictos. La razón de la fuerza prevalece por sobre la fuerza de la razón. ¿No es el uso de la fuerza lo que se esconde detrás de quienes utilizan la autoridad y el poder que se les confiere para enriquecerse ilícitamente con bienes que han sido entregados a su custodia para que los administre adecuadamente? ¿No tenemos la sensación que la fuerza es el modo como se “resuelven” muchas veces los conflictos de orden político o sociales, al margen del sincero intento de comprender al otro en la verdad de sus legítimas aspiraciones?
El criterio con el que se suelen tomar las decisiones bajo este modelo de comprensión del hombre y del mundo es la utilidad o el placer. De hecho, el pragmatismo al que lleva esta mal entendida libertad encuentra su punto de apoyo, justamente, en lo útil. Así es como se ha llevado a convertir los bienes útiles, de suyo instrumentales, en bienes morales, y éstos, que son de carácter absoluto, como las personas, en meros bienes útiles. Si una acción es útil para mí o para el grupo al que pertenezco, entonces es éticamente aceptable llevarla a cabo, independiente de cuál sea el acto mismo. Así se justifica dejar al propio cónyuge simplemente porque ya no me procura el placer que yo quiero, o mis expectativas de lo que entiendo por ser “feliz” o “realizarme”.
Bajo esta óptica el ser humano termina siendo un mero instrumento para fines personales, y en particular para los fines que han surgido al margen de la pregunta acerca del sentido de mi vida, considerada en un arco más amplio que lo inmediato.
Por otro lado, al dar carácter totalizante a los bienes placenteros, como si fueran bienes morales, la sexualidad humana, entre otras cosas, se empieza a considerar como una mera instancia de placer, completamente disociada de su significado más profundo, es decir, posibilidad de comunión de personas y de apertura a la vida. Esta concepción es la que se aprecia en nuestro país, como se puede inferir del modo como se aborda la educación sexual en los colegios, donde muchas veces ésta se limita a enseñar a los jóvenes a evitar embarazos o enfermedades de transmisión sexual, pero descontextualizado de la vocación fundamental del hombre y de la mujer al amor. Lo mismo acontece en relación con el modo como se asume el sufrimiento, al que se le ha despojado de todo sentido o de posibilidad de encontrarlo en un horizonte trascendente de la vida, la que se aprecia como mera posibilidad de obtener placer. Aunque en Chile el aborto libre y la eutanasia aún no se han legalizado, vemos sí evidencias claras de que la ética nihilista que los promueve ya se empezó a enquistar en nuestra patria.
Bajo esta lógica todo se mide en términos de pérdidas y ganancias, y el sujeto que decide lo hace en virtud de sus particulares intereses, los que no siempre coinciden con los del resto de la sociedad. Esta lógica no es más que la gestación de una nueva tiranía que se percibe en todos los ámbitos. ¿Acaso la corrupción no se alimenta de la lógica de los intereses personales por sobre los de la sociedad en su conjunto? ¿Acaso este modo de actuar no es el caldo de cultivo más adecuado para aumentar la brecha entre los que ostentan el poder para decidir quienes son víctimas de esas decisiones? Odiosas diferencias de todo tipo se han enquistado en la sociedad producto de esta mentalidad utilitarista de raigambre nihilista, que explica también, directamente, el aumento de la delincuencia, la violencia en los estadios, en las salas de clases y en el interior de las mismas familias.
En conclusión, una fuerte dosis de responsabilidad de la violencia imperante a nivel personal, familiar y social está en una concepción de la ética que prescinde de una adecuada antropología, y de una mirada de la libertad humana que prescinde de la verdad y del bien. Detrás de esta realidad se esconde un gran pesimismo en el hombre que está “condenado” a su libertad, en cuanto no tiene raigambre alguna más que en sí mismo. No sin razón Mefistófeles en el Fausto de Goethe decía “Soy el espíritu que siempre niega y ello con razón, pues todo lo que nace no vale más que para perecer. Por eso sería mejor no haber nacido”. Y en esta misma línea, Calderón pone en boca de Segismundo en La vida es sueño: “Pues el delito mayor del hombre es haber nacido”. Un pesimismo de este tipo no lo podemos permitir porque es ir en contra de lo más propio del hombre, su deseo de trascender.
La pregunta que ha de hacerse, entonces, es la siguiente: ¿es posible una realidad que permita postular una ética vinculante, y que nos invite a seguirla de modo imperativo, porque el sujeto reconoce en ella un bien objetivo válido siempre y bajo todas las circunstancias? La respuesta es que sí. Desde una mirada antropocéntrica, que ponga al hombre como centro de la creación y razón de ser de todas las instituciones y de sus actividades, es posible fundar una ética del bien y revertir la actual situación donde el emerger de la subjetividad prevalece sobre la verdad objetiva que la realidad lleva grabada.
El ser del hombre y su inalienable dignidad es de donde se han de leer todas las ciencias humanas, no al revés. No es la economía, la psicología, la biología ni la sociología las que nos pueden por sí mismas decir quién es el hombre, cuál es el sentido de su vida y qué debe hacer. Sería un reduccionismo antropológico. Es desde el hombre, de todo el hombre y de todos los hombres, desde donde debemos leer la realidad biológica, económica, social, política y sobre todo ética, en cuanto él será el referente para decidir aquello que es lícito y lo que no lo es, aquello que lo dignifica y aquello que no, aquello que lo hace ser más, y aquello que no. Naturalmente esta mirada, centrada en la persona, no puede prescindir de una antropología que comprenda al hombre como un bien que vale por sí mismo, desde del momento de la fecundación hasta la muerte, y como el fundamento iluminador de la acción del hombre en el mundo.
Esta lectura implica cambios muy profundos. En primer lugar, en quienes ostentan responsabilidad en la educación: Urge que la educación integre más contenidos de orden filosófico en sus curricula, de modo que junto a la pregunta física se dé también la metafísica, la antropológica y la ética. Sin ello, es fácil pensar y construir una cultura donde la realidad es un puro fenómeno sin sustancia, y que sólo adquiere valor lo cuantificable, mensurable y manipulable.
La filosofía es la única vía posible para cuestionar, con un adecuado espíritu crítico, la sobredimensionada esperanza del hombre en las ciencias exactas que en la práctica no ha dado respuestas a las grandes inquietudes que anidan en el corazón humano. Dicho de otro modo, la filosofía puede encauzar de modo adecuado la legítima autonomía de la búsqueda del hombre en todos los ámbitos de su ser poniéndola en su contexto de imparcialidad y así evitar que sus resultados tengan pretensiones totalizantes. ¿Acaso no percibimos un marcado acento científico de corte materialista en la formación de los jóvenes relegando a un segundo plano otras expresiones del espíritu humano vinculadas a las artes, la filosofía, la teología que lo retratan con tanta belleza y en toda su potencialidad?
Desde este punto de vista la mirada del creyente resulta de gran valor puesto que en la persona de Jesucristo se encuentra no sólo la respuesta a la pregunta acerca del ser del hombre, sino que además se le abre una respuesta impregnada de belleza a la pregunta acerca del sentido de su vida, la que lleva grabada una dimensión ética, no en cuanto imposición de normas, sino en cuanto llamado a la fidelidad a su ser, a los otros y a la historia.
La trilogía libertad, verdad y bien, adecuadamente articulada es la única que está en condiciones de formar la conciencia moral. Si se disocia, deja de ser posible postular una auténtica libertad en la toma de decisiones, pues la libertad ya no está dirigida a ningún objeto consistente, sino que sólo al capricho o al interés. Atenta gravemente en contra de esta posibilidad de formar la conciencia moral la consolidada práctica de hacer creer que la opinión de la mayoría, que en general se suele imponer por la fuerza o por sofisticadas técnicas de marketing, es la garantía de lo que es bueno o malo, despojando de todo valor al acto exquisitamente y propiamente humano de buscar la verdad y hacerla propia en el vivir y en el actuar.
Ser verdaderamente libre es querer hacer lo que se debe hacer y reconocer como una exigencia ética el hacer este deber hacer. La libertad adquiere su máxima densidad cuando es entrega de lo mejor de sí en el amor. El hombre plenamente libre hace de su vida un don sincero de sí mismo a los demás. Ese es el test más prístino de una conciencia moral recta, porque amar es ser fiel a lo que el hombre es. Además, quien busca sinceramente la verdad y el bien, no cabe duda que está preguntando por Dios, dado que Él es la verdad y el Supremo Bien. Desde este punto de vista la crisis ética actual está asociada al proceso de secularización entendido como el deseo de desvincularse de Dios o vivir como si no existiera.
Conocer la verdad es posible en virtud de una premisa cardinal de toda la argumentación: la realidad posee una verdad y una consistencia propia, y el hombre puede conocerla. Evidentemente estos presupuestos traslucen una mirada positiva del hombre, de su inserción en el mundo y del futuro. Al mismo tiempo, esta ética del bien que se funda en verdades objetivas que emanan de la misma naturaleza, lleva también al hombre a una forma de vida menos centrada en sí mismo y más centrada en los demás; una vida de mayor sabiduría, en que la prudencia es optar por lo correcto, aunque no me favorezca de modo inmediato; y en la que florezcan todas aquellas virtudes que extraen lo más bello de la condición humana.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el miércoles 13 de noviembre de 2024.