Cristo Rey

Álvaro Ferrer | Sección: Arte y Cultura, Política, Religión, Sociedad

Según la monocular visión que impone la ortodoxia liberal, la figura de autoridad aceptable y deseable en Occidente es la del representante del pueblo, del mandatario sujeto a la voluntad de la mayoría que confirma el dogma de fe ilustrado sobre la soberanía popular. Esta mordaza intelectual hace imposible o utópico pensar en una forma de organización política distinta. El mito del progreso indefinido habría abandonado todo resabio medieval o anterior para abrazar irrevocablemente este fin de la historia, desenlace donde parece no haber cabida para la figura de un rey. No, al menos, de un rey distinto a ese tirano de nombre “autonomía personal”, tal como canta la famosa estrofa de Vicente Fernández: “Con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley; no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey”.

Santo Tomás, en su Opúsculo del Reino, confirma lo anterior, cuando enseña que “si en verdad conviniera al hombre vivir individualmente, como sucede con muchos animales, no precisaría de nadie que lo dirigiera a su fin”. Pero, como somos animales racionales, conyugales, sociales y políticos, explica que el hombre debe vivir en sociedad y, por esa misma inclinación y necesidad natural, requiere ser gobernado por alguien, “porque es preciso que haya en los hombres algo por lo que se rija la mayoría hacia el bien común de muchos”. De ello se siguen distintos regímenes, justos e injustos, y “si realmente el gobierno justo es ejercido por uno exclusivamente, aquel es llamado con propiedad rey”. Y continúa Santo Tomás, ha de “ser uno el que presida y sea pastor, buscando el bien común de la sociedad y no el suyo”.

Alguien que sepa y entienda; que mande, ordene, conduzca, legisle, juzgue y dirija. No sólo que “navegue” y dé en el gusto. Alguien que, con palabra y ejemplo, con autoridad y potestad, señale el camino y ayude a caminar. Alguien que premie y castigue, con justicia y misericordia. Alguien que apaciente a sus ovejas y las conozca por su nombre, las proteja de los lobos ―especialmente de los disfrazados de oveja― y esté dispuesto a buscar a cada una, aunque sea sólo una la perdida y descarriada. Alguien dispuesto, incluso, a dar su vida por sus ovejas. No pretendo hacer apología de la monarquía. El punto es otro: removido el traje del orgullo y la careta ideológica, en la calma de un corazón sincero consigo mismo, todos podemos reconocer que anhelamos un rey de este talante. Por analogía y de modo parcial, lo buscamos en nuestra familia, en el trabajo, en la nación, en la Iglesia. En toda forma de comunidad humana. Es una inclinación natural. Y ante semejante soberano, es natural inclinarnos y servir, con fidelidad y orgullo, con plena conciencia del honor y del deber.

Decía C.S. Lewis “donde a los hombres se les prohíbe honrar a un rey, en su lugar honran a millonarios, atletas o estrellas de cine: porque la naturaleza espiritual, como la naturaleza corporal, será servida; niéguele alimento y engullirá veneno”. Lo mismo enseña San Juan XXIII: “la causa, y por así decirlo, la raíz de todos los males que atacan a modo de veneno a los individuos, a los pueblos y a las naciones y que con gran frecuencia agitan los espíritus es la ignorancia de la verdad. De ello provienen toda suerte de errores que, penetrando en los espíritus e infiltrándose en las estructuras sociales, amenazan con trastornarlo todo con gran perjuicio de los individuos y de toda la sociedad”

Es la intoxicación que provoca toda idolatría, y cualquiera capaz de mirar más allá de cierta comodidad aburguesada verá que ya no se trata de una amenaza sino de un hecho actual y empíricamente demostrable. Esta es la dura verdad, en palabras de Pío XI: “este cúmulo de males ha invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado”.

Cristo es Rey. Merece reinar, primero, en nuestra vida y costumbres, en nuestras familias, es decir, en nuestros corazones. Su reino no es comida ni bebida, sino paz y gozo en el Espíritu Santo (Rm. 14, 17).

Si Cristo reina en nuestros corazones, conocemos que “somos amados, luego existimos”. Somos infinita y eternamente amados. No por nuestros méritos, a pesar de nuestras miserias y pecados, por pura y libérrima benevolencia, somos incondicionalmente amados. Amados hasta el extremo, por nuestro nombre, como si cada uno fuese el único ser del universo.

El reinado de Cristo en nuestro corazón nos permite mirar la realidad sub specie aeternitatis, con perspectiva de eternidad. Así, comprendemos que estamos en este mundo de paso, que somos ciudadanos del Cielo; que, como decía el Padre Hurtado, somos un disparo a la Eternidad; que desnudos salimos del vientre de nuestra madre y desnudos volveremos a Él; que de nada nos sirve ganar el mundo entero si perdemos nuestra alma. Entendemos, como dijo la Madre Teresa de Calcuta, que Dios no nos puso en este mundo para ser exitosos, sino para ser fieles, fieles en lo poco para luego poder ser fieles en lo mucho.

Y servir a Cristo Rey nos despierta del sueño: vemos, como decía Job, que la vida del hombre en este mundo es milicia, combate, y sobre todo combate espiritual; que nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, ni sólo ni principalmente contra el “sistema”, las “estructuras” y las “ideologías”, las leyes injustas, la agenda progresista, la cultura “woke”, sino contra principados, potestades y los demonios que gobiernan el mundo; que nuestro principal enemigo es el Diablo, Príncipe de este mundo, el que, según nos enseña san Pedro, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar, al que sólo podemos resistir firmes en la fe; que la mejor arma para el combate es la armadura de Dios, no los grados y postgrados; que el principal campo de batalla es nuestro corazón y nuestra libertad; que el mayor mal es nuestro pecado, y que, incluso siendo pecadores, Dios no desprecia un corazón contrito y humillado; al contrario, sale en su búsqueda, lo toma en brazos, lo acoge, lo perdona, lo sana, lo redime.

Reconocer la realeza de Cristo nos recuerda que somos débiles y que nuestra naturaleza está herida; que no hacemos el bien que queremos sino el mal que no queremos, pero que nos basta la gracia de Dios que se muestra fuerte en nuestra debilidad.

Cristo Rey nos ha convocado a ser sus testigos hasta los confines del mundo. Si Él reina, comprendemos que nuestra principal tarea de evangelización es nuestra continua y perseverante conversión: dejar que el Espíritu Santo limpie nuestra copa por dentro, que haga en nosotros una cirugía mayor: nos quite este corazón de piedra y nos dé un corazón de carne, un corazón manso y humilde, un corazón abierto y traspasado, el Sagrado Corazón de Jesús.

Desvivirse por el Reino de Cristo confirma que el mayor tesoro de la vida es vivir en Gracia, y que todo lo demás, infaliblemente, se da por añadidura; que nuestra vida es vocación, es respuesta a un llamado: cumplir libremente la voluntad de Dios, y no, en cambio, desarrollar nuestros proyectos personales, nuestros “ego-dramas”; que, en definitiva, el mundo no se pondrá en orden por nuestra actividad apostólica si ese activismo tiene como precio romper nuestra unión íntima con Dios.

Ser soldados de Cristo Rey nos hace dejar de “creernos el cuento”, porque comprendemos que no somos protagonistas ni titulares en cancha alguna; como decía la Madre Teresa, somos instrumentos de Dios, “un lápiz que Dios usa para escribir una carta de amor al mundo”; somos siervos inútiles y no hacemos más que cumplir con nuestro deber.

Si Cristo reina en nuestros corazones podremos reconocer nuestra genuina identidad personal: quiénes somos, no qué hacemos, dónde trabajamos, qué estudiamos… pues no somos más ni menos que pecadores perdonados, indignos misericordiados que todo lo que tenemos lo hemos recibido.

Contemplar a Cristo Rey es contemplar al crucificado. Y allí, en la Cruz, recordamos que somos sus amigos, pues “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”.

Reconocer la realeza de Cristo nos confirma en la locura razonable del amor, del amor a fondo perdido, del amor inmerecido que todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta; del Amor que, como diría Lope de Vega, “con cuánto amor llamar porfía”; del Amor que, loco de amor, “nuestra amistad procura”.

De la mano del Rey, y contra toda evidencia, logramos ver que la realidad es pura ternura paternal. Reductio ad amorem: como dice san Juan, “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”. Y quien a Dios tiene, nada le falta.

Sin embargo, no basta con que Cristo reine en nuestros corazones. Se diluye la cristiandad, domesticada por el laicismo maquillado de laicidad, si reducimos el reinado de Cristo a una esfera íntima y privada.

Cristo es Verdadero Rey. No en un puro sentido metafórico sino propio y estricto. Como Dios y como Hombre. Porque nos compró al precio de su sangre. Su potestad, si bien es principalmente espiritual, abarca igualmente todas las cosas creadas. Todas. Él es la fuente del bien público y privado, y el reconocimiento ―público y privado― de su regia potestad es la fuente insuperable de la justa libertad, la tranquilidad y disciplina, la paz y la concordia. Afirma categóricamente Pío XI: “no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo”

Hacemos eco de sus palabras cada vez que decimos “venga a nosotros tu reino” y añadimos “hágase Tu voluntad”, voluntad eterna que san Pablo expresa magistralmente en la Carta a los Efesios: “Dios nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables en su presencia, en el amor […]. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad. Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza, las del cielo y las de la tierra”.

La realeza de Cristo no es una fábula para gozar a puerta cerrada. Cristo es Rey y debe y merece reinar sobre todas las cosas. Lo queremos y necesitamos “en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogar”, como dice una vieja canción chilena. Él tiene derecho a reinar, como dice San Pablo, “sobre todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero”, pues “todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra”.

Cierto, Cristo dijo a Pilatos “Mi Reino no es de este mundo”. Pero en Dios no cabe la contradicción ni la incoherencia en el Espíritu Santo. Su realeza no es de este mundo porque no es según este mundo. Su reino no es como los reinos de la tierra. No está sujeto al tiempo ni a la mayoría de una voluntad pasajera y contingente. Su reino no tiene origen en este mundo, pero sí está en y sobre él. Y, especialmente, Cristo no es rey como los reyes de este mundo.

Cristo es Rey, nacido en un pesebre, siempre pobre, despojado de toda seguridad mundana, sin tener donde reclinar su cabeza.

Cristo es Rey, de oficio carpintero y profesión pescador de hombres.

Cristo es Rey, instruido por José.

Cristo es Rey, acurrucado por María.

Cristo es Rey, amigo de niños, mujeres, de enfermos y pecadores.

Cristo es Rey, que no aplasta ni oprime, sólo sana, sirve y lava los pies a sus discípulos.

Cristo es Rey, que no hace alarde de su condición divina, sino que se abaja hasta la muerte, y muerte de cruz.

Cristo es Rey, que huye cuando quieren proclamarlo como tal y sólo permite ser coronado de espinas.

Cristo es Rey, y su legado aparece escandaloso, fracasado, colgado del madero.

Cristo es Rey, que hace nuevas todas las cosas desde su Corazón traspasado.

Cristo es Rey, que vence a la muerte.

Cristo es Rey, vivo, presente y real en la Eucaristía.

Cristo es Rey, Camino, Verdad y Vida.

Cristo es Rey, y ha vencido al mundo.

Cristo es Rey, y su reino no tendrá fin.

Cristo es Rey, rey de la Patria, rey de Chile, rey de todas las naciones.

Cristo es Rey, y nosotros, injertados en Él, somos reyes y coherederos del Reino.

Cristo, Rey de mi vida.

Cristo, Rey de mi familia.

Cristo, Rey de mi trabajo.

Cristo, Rey de mi pequeñez y miseria.

Cristo, Rey de la misericordia en la que pongo toda mi confianza.

Cristo Rey, único Rey, Rey de reyes.

¡Viva Cristo Rey!

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el viernes 22 de noviembre de 2024. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.