Verdad y libertad

Vicente Hargous | Sección: Familia, Política, Religión, Sociedad, Vida

Hace poco más de 11 años ―marzo de 2013― se presentó en Chile el proyecto de ley de identidad de género. A poco andar, los menores de edad fueron incorporados a este debate. En esos tiempos, los que se oponían de cualquier manera a una aproximación “afirmativista” eran brutalmente funados y tratados como “transfóbicos” por ciertos grupos: no importaba tanto en la esfera pública, en ese entonces, la verdad sobre las “terapias afirmativas”. Hoy la tortilla pareciera que se dio vuelta: a partir únicamente de cierta evidencia empírica, cayeron todos los grandes relatos sobre la autonomía más allá del propio cuerpo, sobre “personas que están en cuerpos equivocados”. Todos parecen lavarse las manos: ¿quién se hace responsable de los miles de niños y adolescentes hormonados? Hay un gran número de actores de este debate. Hubo otros, la mayoría, que no participaron de la “funa”, pero sí que argumentaron desde una posición dogmática: la necesidad de afirmar la libertad individual como principal criterio rector de la legislación.

―¡No podemos ir en contra de la libertad individual!, ¡no podemos negar a las personas su derecho al libre desarrollo de su personalidad!, ¿quién es uno para controlar la vida de otro?…

Y, con plena coherencia, incluso en el caso de adolescentes este criterio tuvo primacía, con el rótulo de “autonomía progresiva”, y así, los opositores fueron tildados como “adultocentristas”. La posición afirmativista en este tipo de casos tiene bastantes puntos ciegos: es evidente que la voluntad de un adolescente no es la misma que la de un adulto ―por eso no pueden comprar alcohol o cigarros―, sabemos que son emocionalmente inestables y que por ese motivo es mejor que no tomen decisiones vitales que los afectarán a largo plazo. Pero hay algo más interesante donde debería hacerse un doble click

Si vemos el debate con calma, el problema de fondo no es ese. La cuestión nunca debió plantearse bajo la lógica de los derechos y de la libertad individual, porque el punto en discusión no es si hay una decisión libre, sino precisamente si acaso la libertad puede llegar a negar o destruir la identidad corporal. Si el debate fuese sobre la legitimidad del suicidio, por ejemplo ―y lo mismo vale para la eutanasia―, no sería intelectualmente honesto plantear como premisa común que “no se puede ir en contra de la libertad individual” o que “nadie es quién para controlar la vida de otro”. Lo que en realidad se discute es justamente si es razonable que la comunidad política entregue la posibilidad de la propia destrucción a la esfera de control individual, si una libertad individual así entendida debería tener respaldo político y jurídico.

Lo mismo ocurrió en el caso del debate sobre el aborto. La autonomía nunca fue el corazón del problema: de lo que se trata es de la inviolabilidad de la vida humana, de la dignidad del ser personal y, en definitiva, de si hay o no ciertos bienes indisponibles, no negociables, para la comunidad política. Hay cosas que ninguna ley podría llegar a justificar, conductas que, sin importar la época o el lugar, siempre serán reprochables, injustas, intolerables. En el caso de la cuestión trans, parece sensato que el cuerpo es parte de lo que cada uno es ―es nuestra verdad―, que la realidad corporal sexuada es importante en la configuración de la propia identidad, y que por tanto no es razonable permitir jurídicamente la disposición sobre el propio cuerpo, como si fuera simple materia disponible a voluntad.

En otras palabras, la discusión ha de centrarse en la esfera propiamente política ―no se trata de decisiones puramente individuales―, y a la vez ha de considerarse si acaso hay para dicha esfera una soberanía absoluta ―si la voluntad general es ilimitada, como planteara Rousseau―, o si más bien el poder político existe determinado por un límite que le da sentido. Todos estos debates nos llevan, así, a problemas de fondo de carácter filosófico (y aun teológico): cuál es el fin de la comunidad política; si acaso el bien común político es algo más que un mero consenso; si existe un bien objetivo que no consiste en la arbitrariedad circunstancial de una mayoría; si la libertad individual es importante y merece protección jurídica, pero dentro de cierto orden; si puede prohibirse el uso de la libertad en desmedro de aquello que es indisponible… ¿Hay algo que sea realmente indisponible? Las aguas se dividen en este debate, pero lo cierto es que, si reconocemos ―como cualquier persona sensata reconoce― que los genocidios de los totalitarismos del siglo XX estuvieron mal (siendo perfectamente legales), es necesario aceptar que sí existen ciertos absolutos políticos y morales. En consecuencia, sería necesario reconocer asimismo que el fin del poder es el bien común que le da sentido, y que “la libertad debe estar subordinada a la Verdad, de lo contrario es una ideología destructiva”, como dijera Osvaldo Lira.

Si existe una verdad sobre lo que somos como seres humanos ―con cuerpos sexuados que nos dicen algo de nuestra propia identidad personal―, pareciera que ese debería ser el punto de partida para un debate razonable acerca de una auténtica libertad.