La normalización del sacrilegio

Álvaro Ferrer | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Religión, Sociedad

Todo Chile ha sido testigo de los reiterados e impunes atentados a iglesias y capillas, especialmente en el sur. Desde octubre de 2019 a esta fecha son más de 100 los templos cristianos vandalizados. La reiteración ha diluido la conmoción. Uno de los más recientes, este martes 16 de enero: la quema total de la Parroquia Nuestra Señora de la Candelaria, en Carelmapu. “Otro más”, decimos, y damos vuelta la página de la crónica nacional. Parece que ya “no es tema”, ya nadie habla de eso… y sin embargo, hay atentados cada mes (¡incluso varios al mes!).

Algunos han reclamado, y con razón, que semejante destrucción provoca un daño patrimonial y cultural irreparable. Otros, acertadamente también, han enfatizado el sufrimiento que esto causa a las comunidades creyentes.

En respuesta a estas y otras alegaciones se ha propuesto crear un delito específico, que sancione el incendio en lugares destinados al culto religioso. La propuesta de Constitución de 2023, por su parte, contemplaba que cualquier atentado contra templos y sus dependencias es contrario a la libertad religiosa. Ambas iniciativas van en la dirección correcta, ya que la destrucción de un lugar de culto no es una acción delictual cualquiera, sino una específica y distinta, cuya gravedad no tiene parangón.

Sabemos que la gravedad de un mal, sea físico, moral o jurídico, se determina por oposición; es decir, según la entidad o excelencia del bien al que se opone. Por eso es más grave perder una mano que un dedo y un brazo que una mano. Cuanto mayor es el bien o perfección que correspondería tener y, en cambio, se carece de ella, tanto mayor es, en consecuencia, el mal que se padece. De este modo, sólo comprendiendo el bien que salvaguarda el lugar de culto es posible comprender el mal que constituye su destrucción.

La experiencia unificadora de la interioridad intelectual, propia de la vida personal, impone como ineludible el posicionamiento del hombre frente al misterio de lo divino. Prueba de ello es que no existe cultura alguna que no haya manifestado su dimensión religiosa y, como parte de ella, que no haya reservado lugares especiales para la vivencia espiritual y el culto divino. Algunos pensarán que ello es producto de cierta inocencia mitológica. Prefiero pensar, en cambio, que el sentido común frente al enigma de la vida y su sentido, junto a la natural inclinación a hacer lo justo, se promulga en la conciencia como el deber moral de dar a Dios y reservar para Él un lugar propicio para el encuentro.

Dichos lugares no son corrientes. Todo lo contrario. Y no es esta una consideración esteticista, ni arquitectónica ni artística —por mucho que innumerables lugares de culto sobresalgan en todo aquello—. El lugar de culto más sencillo y modesto, incluso si carece de valor histórico por su construcción reciente es, de suyo, algo distinto. La experiencia universal lo atestigua: todo lugar de culto salvaguarda y hace visible una diferencia sustantiva, una frontera que exige respeto y veneración; que impone silencio y cuidado en los modales. Sin dejar de ser una realidad material, el lugar de culto manifiesta y significa una realidad misteriosa y dignísima, cosa que no ocurre, no de este modo, ni siquiera en el Palacio de Versalles, cuya majestad palidece ante la profunda y sobrecogedora reverencia que naturalmente despierta el ingreso a la más humilde capilla.

El lugar de culto, por ser tal, es sagrado. Que sea sagrado significa que dicho lugar es opuesto a lo profano. Profano no es una calificación despectiva, no es sinónimo de impío; profano es aquello que se encuentra delante (pro) de lo santo (fanum), lo que está a las puertas de lo sagrado. Profano es lo no-santo, lo corriente. Sagrado, en cambio, es aquello separado de lo corriente por estar intrínsecamente ordenado a una acción sagrada. Lugares sagrados son aquellos que existen por y para la celebración, dentro de ellos, de acciones sagradas, esto es, acciones que de modo eminente vinculan a lo divino. Su dignidad radica, por ello, no tanto en su materialidad sino en su finalidad y lo que en ellos acontece: el sacrificio, el pago del débito, la satisfacción en la medida de lo posible de la deuda infinita que se tiene para con Dios y la íntima participación en la vida divina. Esto es lo fundamental.

Es que, en el lugar de culto, y mediante la acción sagrada que en él se realiza, el hombre se reconoce criatura y se arrodilla ante su Creador. Allí se vivencia el abismal contraste entre el mundo dominado por la técnica y múltiples afanes —importantes o superfluos, pero no trascendentes— con la pausa que posiciona la existencia ante el horizonte de la eternidad; allí el hombre recuerda su pequeñez con infinita gratitud; allí reconoce que es polvo y al polvo ha de volver; allí se descubre como sujeto de predilección infinita, como alguien —y no algo— constituido por una benevolente palabra eterna; allí, en la casa de Dios, se supera el drama existencial de pasar por esta vida, en palabras de Francisco Canals, como un hombre al que nadie miró. Allí, mediante el íntimo silencio orante, el hombre de fe renueva su esperanza y descansa en el lugar visible de aquella Presencia Invisible que lo sostiene y abraza con amor incondicional. Allí acontece la conversión y se aviva el deseo de una inmerecida y gratuita salvación. Allí, en definitiva, la contemplación prima sobre la praxis y el hombre calibra su vida ordinariamente descentrada ordenándola a lo esencial, al principio y fin último: a Dios. Por ello dice el salmista: “una cosa pido al Señor, eso buscaré: / habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Salmo 27, 4).

Destruir un lugar de culto, según lo dicho, destruye muchísimo más que una construcción material. Atenta contra lo sagrado. Es una injusta y gravísima ofensa contra Dios y contra cada creyente. Es un acto de desacralización objetiva que borra aquella necesaria frontera entre la materialidad consagrada por y para la acción santa, y las realidades profanas junto a su maquinaria productiva; es un acto que daña gravemente el bien común, cuya promoción exige la realización espiritual de las personas. Así, la destrucción del lugar de culto dificulta la apertura al misterio de las realidades divinas y, de este modo, violenta la aspiración más profunda del corazón humano: “nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti” (San Agustín, Confesiones).

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el miércoles 3 de abril de 2024. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.