Amnistía y reparación

Joaquín Fermandois | Sección: Historia, Política, Sociedad

Ha sido un golpe al mentón la dramática carta de la madre del soldado Carlos Robledo, doña María Carolina Olguín, condenado él a prisión por haber cumplido —a los 18 años— con su deber, en medio de escenas de fin de mundo en el saqueo de un supermercado, en La Serena el 2019, de lo que resultó muerto otro joven de 26 años. Sucedía mientras a lo largo de Chile se incendiaban o destruían edificios públicos y privados, monumentos e iglesias y hasta un museo; también, servicios públicos de alto costo en construcción, fabricación e instalación. Por motivos relacionados, en estos días es posible que se enjuicie al director general de Carabineros en medio de un panorama de seguridad que para Chile es apocalíptico.

Por unas semanas, en octubre y noviembre del 2019, el futuro del país se balanceaba entre el rescate y el abismo —no faltan ejemplos en nuestro mundo de lo que esto significa—, entre la barbarie y la civilización, y lo que mantuvo el fiel de la balanza en su curso al menos esperanzador fue una delgada capa de funcionarios. En efecto, ese hilo casi invisible fueron los carabineros en bataholas sin cuartel, contra multitudes enfervorizadas, extremadamente violentas, donde volaban piedras extraídas de construcciones y del pavimento, verdaderos proyectiles que podían causar más daño que una bala; arrojando bombas molotov que, por si alguien lo ignora, pueden quemar viva a una persona. ¿Cómo que no iba a haber violencia mutua al interponerse la fuerza pública en verdaderas batallas campales?

En esas circunstancias —tan diferentes a Santa María en 1907— no era ilegítimo recurrir a armas de fuego por los uniformados; esto se hace según reglas, propias del Estado de Derecho, el único que puede fundamentar los derechos humanos, casi de Perogrullo. Aquí viene el asunto de fondo, ya que para que la legitimidad legal subsista, se requiere —como se afirmó en estas páginas— que el cumplimiento de ese derecho no sea solo asunto del Estado; una parte sustancial de la población lo debe también asumir. De otra manera, una fuerza pública impoluta y una población entregada activa o pasivamente a la autodestrucción convierten al Estado de Derecho en una mascareta hipócrita.

Miradas así las cosas, lo extraño en torno al estallido es que no hubiera más víctimas fatales. Es posible que quienes tuvieron daño ocular hayan sido resultado de un error al permitirse el empleo masivo de escopetas de balines. Sin embargo, ante una situación de descontrol generalizado, ¿qué fuerza estaría preparada y bien entrenada para encauzarla? Las fuerzas armadas —lo observábamos todos— intentaban actuar por presencia; en ese estado de ánimo y con los precedentes del pasado, de poco servía. Si lo confrontaban a su estilo, para lo que estaban y deben estar entrenadas, las ponían en la picota. Lo sabe el soldado Robledo, o el jefe del pelotón (supongo) que dio la orden en medio del saqueo y festín devastador.

Una cosa son las leyes y la interpretación que de ellas efectúan los tribunales. Otra es la tarea del Estado una vez despejada la tormenta. Al revés de la violencia delincuencial, la violencia política tiene una salida, la paz, que comenzó a asomar su cabeza a mediados del 2021. Claro, requiere sus condiciones. En cuanto a los condenados —salvo algún caso claramente comprobado de sevicia o sadismo— deberían ser amnistiados o al menos indultados, e incluso, como el soldado Robledo, retornados en su oficio y grado. En cuanto a las víctimas de la acción de fuerzas del orden —salvo que sean de la categoría también comprobada de aquellos que blandían bombas molotov—, deben recibir la correspondiente y proporcional reparación.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el martes 2 de abril de 2024.