Extraviados en el mundo

Daniel Mansuy | Sección: Historia, Política, Sociedad

“Uno de los problemas de Chile es que hay muchos chilenos. ¡Bienvenidos inmigrantes!”. La frase pertenece al entonces diputado Gabriel Boric, y no debe ser leída como un mero arrebato juvenil. Desde luego, hay un entusiasmo lírico propio de la generación que vino a cambiarlo todo, ganando de paso interacciones positivas en alguna red social. Sin embargo, la declaración no puede reducirse a esa dimensión. En efecto, el discurso que sostuvo buena parte de la izquierda sobre el tema migratorio remite a ciertas ideas, a partir de las cuales pensaron al país y al mundo. Son, en definitiva, las ideas que constituyen su doctrina. Por lo mismo, la cuestión no posee (solamente) un interés arqueológico, sino que ayuda a comprender las enormes dificultades que enfrenta el Gobierno en muchas materias. Veamos.

La tesis central que subyace en la frase del diputado Boric es que las nacionalidades y las fronteras son un resabio de un pasado oscuro (y, supongamos, heteronormado) que ha de ser superado cuanto antes. Si “en Chile hay muchos chilenos”, y si los migrantes deben ser recibidos masivamente es porque la categoría “Chile” ha dejado de ser útil para guiar la acción. Debemos dejar de pensar en términos de naciones, pues estas separan una humanidad llamada a fundirse en un todo común. Estas son las nociones que, en último término, informaban el discurso: la nación es una realidad que discrimina, y la frontera, un obstáculo para los sueños de paz global (“Me crié en la Patagonia y allá no hay fronteras”, dijo alguna vez el ya Presidente Boric, omitiendo la larga historia de conflictos en la zona). Si en Chile hay muchos chilenos, si en Chile sobran chilenos, la conclusión es evidente: hay que hacer todo lo posible para que haya menos, cada vez menos, y nos diluyamos así en la anhelada fraternidad universal. Por cierto, la tesis supone también una teleología del progreso, en la medida en que ese destino es visto como algo ineluctable: el pasado (nacional) cargado de negatividad; el futuro (posnacional) cargado de fuerzas positivas. En ese contexto, la migración masiva no podía sino ser celebrada como el signo del advenimiento de un mundo nuevo, de una tierra prometida. Era el símbolo de la fe.

Desde luego, estas tesis no guardan exclusiva relación con la política migratoria, sino que tienen un alcance mucho más amplio. Esto puede quedar claro si echamos un vistazo al apartado de relaciones internacionales del programa de gobierno del Presidente Boric. El ítem ocupa escasas páginas (4 de 229) y promete una política exterior dotada de tres características: emprendedora, feminista y turquesa. Esas eran las prioridades. No pretendo negar la pertinencia de cada una de ellas, pero el tono general es de un optimismo (o ingenuidad) desconcertante, pues supone que las relaciones internacionales son la mejor instancia para mostrar las buenas intenciones y dar pruebas de pureza moral.

Como sabemos, al llegar al poder Gabriel Boric se encontró con una realidad distinta, que lo forzó a adaptarse. Guste o no, los intereses nacionales siguen siendo fundamentales en la arquitectura global (hoy más que nunca). Sin embargo, para comprender adecuadamente esa realidad es indispensable comprender antes la nación. El problema del Gobierno puede formularse crudamente del modo siguiente: se han visto obligados a gobernar un Estado nacional sin creer en su legitimidad. Aspiraban a salir de la historia, y se han visto envueltos en sus inevitables tragedias. Ahí están, a ciegas, extraviados en un laberinto que ellos mismos construyeron y sin brújula para ubicarse.

Esto explica muchas actitudes pasadas y presentes del Presidente y sus cercanos. No votaron la ley de inteligencia (pues la nación no es una entidad que merezca protección); le brindaron toda su solidaridad a Temucuicui (el mismo Gabriel Boric hablaba de “territorio liberado”: liberado del Estado opresor) y reivindicaron el Wallmapu. Ya en el poder, no han sabido qué hacer con Venezuela, que se ha convertido en la principal amenaza regional, porque rechazan el concepto mismo de geopolítica (seguro lo consideran muy kissingeriano). Esto da razón también de su incapacidad para articular un discurso en materia migratoria: saben que no pueden repetir lo que vociferaban desde la oposición, pero no saben qué decir (ni qué hacer). ¿Cómo diablos se protegen fronteras si no se cree en ellas? ¿No es la frontera la característica principal de todo orden nacional? Por lo mismo, tampoco están en condiciones de tomarle el peso al gravísimo problema demográfico que enfrenta Chile. De hecho, en nuestro país no hay muchos chilenos, sino muy pocos, pero asumir ese hecho supone creer que existe algo así como “Chile”. La lista podría seguir con embajadores mal nombrados, desaires diplomáticos muy poco felices, y así.

Desde luego, sería injusto criticar a la generación gobernante de todos nuestros males en estas materias. Los gobiernos anteriores cometieron sus propios errores, cuyos costos están a la vista. Además, también creían a su manera en el fin de la historia. No obstante, nada indica que el Gobierno actual pueda resolver ninguna de estas cuestiones, muy por el contrario: está condenado a agravarlas. La nación ha regresado, pero no tienen cómo aprehenderla. La ignorancia es de ellos, pero la tragedia es nuestra.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el domingo 03 de marzo de 2024.