Eutanasia, el crimen encubierto

Gonzalo Ibáñez Santa María | Sección: Familia, Política, Sociedad, Vida

Dar muerte a otra persona, sin que medie una causal de legítima defensa, es un acto criminal que merece una elevada pena. Esta regla, sin embargo, ya ha encontrado una excepción en la ley que autoriza dar muerte, al menos en ciertos casos, a un niño inocente, que lo es tanto más cuanto que, estando ya concebido, aún no ha nacido. Ahora, se alzan voces pidiendo autorización legal para dar muerte a una persona, porque ella la pide. Es cierto, también se fijan condiciones, como la de estar aquejado por una enfermedad incurable, dolorosa y sin remedio plausible. Condiciones que, reunidas y debidamente certificadas, obligan a médicos y a personal sanitario a cumplir esa voluntad del paciente. Es lo que se denomina la eutanasia.

Por supuesto, se presenta un cuadro tan dramático que no puede sino mover a la compasión y a concluir que, por favor, se le dé a esa persona permiso para disponer su muerte y, a los médicos que lo rodean, la orden para que procedan a practicarla.

Casos dramáticos van a existir siempre, pero lo que sucede cuando se da este permiso es que sus límites comienzan a extenderse cada día un poco más. Si alguien puede solicitar su muerte por un determinado motivo ¿Por qué no por otro? El solo hecho de saber que uno va a morir puede resultar insufrible y motivar a alguien a pedir su muerte desde luego: la eutanasia se convertiría así en un medio habitual de alcanzarla.

Por otra parte, son muchas las veces en que, alrededor de la persona sufriente, comienza una campaña para convencerla a pedir su propia ejecución: “acuérdate viejito que tienes derecho a una muerte digna”. Es que empujando a una persona a pedir su ejecución se hace camino para ahorrarse tanto el costo de mantenerlo como los esfuerzos que ello significa. Más cómodo y más barato es que esa persona desaparezca pronto del escenario de la vida. Es decir que, autorizada la eutanasia, alrededor de las personas enfermas pueden organizarse círculos que presionen cada vez más para que ellas se allanen a pedir su más pronto desenlace. La eutanasia es así una forma encubierta de practicar un crimen.

Pero, el problema es más de fondo. La vida en comunidad humana se fundamenta, antes que nada y, sobre todo, en el respeto a la vida tanto ajena como propia. De llevar ese respeto hasta que esta vida naturalmente termine, depende seriamente que se la respete en el tiempo intermedio y, por ende, depende la continuidad de la vida en comunidad.  Cuando se acepta que la vida es algo de lo cual cada uno puede libremente disponer para vivirla o no, aunque sea en casos restringidos, tarde o temprano la situación se vuelve incontrolable. Al final, cada uno, según su poder, puede sentirse dueño para disponer no sólo de la vida propia sino también de la ajena: si la presencia de otra persona es la que me causa un sufrimiento insoportable, ¿por qué no puedo ultimarla?

Es cierto que hay mucho sufrimiento al momento de llegar al ocaso de la vida, muchas enfermedades y mucho costo para enfrentarlas. Ahí, hay tarea para la comunidad, para hacer efectivo un derecho que no se menciona nunca, pero que es muy real, el derecho a una digna vejez. Es la sociedad entera, representada por sus autoridades la que debe prestar el apoyo necesario para asegurar esa digna vejez sobre todo cuando ella implica para la familia de la persona mayor o enferma, o para el grupo que le es cercano, un costo que supera las posibilidades de enfrentarlo. Es la manera efectiva de asegurar la vigencia de este derecho y, por esa vía, la vigencia de la vida comunitaria. Todo lo demás, no es sino barrer el problema debajo de la alfombra.

 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el jueves 29 de febrero de 2024.