Derechos de la mujer y feminismo

Lucía Santa Cruz | Sección: Arte y Cultura, Historia, Política, Sociedad

Siendo el Día de la Mujer, me siento en la obligación de escribir sobre lo que esta efeméride representa, aunque en este tema, como en muchos otros, mi racionalidad y mis sentimientos se apartan de las ortodoxias convencionales vigentes, que exigen un compromiso incondicional e incuestionable con el feminismo, en alguna de sus vertientes menos atractivas, so pena de excomunión cívica.

Creo, y he creído desde mis orígenes más primarios, que las mujeres tenemos los mismos derechos que los hombres, que debemos ser iguales ante la ley y tener las mismas oportunidades. Por eso, allí donde he podido, he tratado de conquistar espacios que permitan el pleno desarrollo de las mujeres de acuerdo a sus deseos, su voluntad y su capacidad.

Sin embargo, para tener credenciales de “feminista” no estoy dispuesta a aceptar dogmas que me parecen infundados. Me rebelo ante la idea, cada vez más generalizada, de que no existe relación alguna entre el género y el sexo biológico y que ser mujer u hombre sea simplemente una construcción social. Las mujeres somos biológicamente diferentes a los hombres y ello tiene enormes repercusiones en todos los ámbitos.

Las mujeres tenemos también diferencias culturales enraizadas en la historia, las cuales no son necesariamente malas, ni contradictorias con los aspectos biológicos, sino más bien armónicas con nuestra identidad femenina y con los requisitos materiales que han sido necesarios para la supervivencia de la especie.

Tampoco creo que las mujeres hayamos sido históricamente víctimas de una opresión sistemática por parte de los hombres. Es cierto que los roles de hombres y mujeres han sido asignados en forma diferente en los diversos períodos históricos, pero ello no quiere decir que ello haya sido el resultado deliberado de la perversidad de los hombres. Por el contrario, en general en la mayoría de las civilizaciones que conocemos la mujer ha jugado el rol más importante en la reproducción de la especie humana, y en el cuidado de los hijos, no solo porque ella los gesta y los lleva dentro de su propio cuerpo, sino que por cientos de miles de años ha debido cuidar a sus crías, sin posibilidad alguna de ser sustituida en esta tarea.

Esto es lo que fue identificando a la mujer con el ámbito doméstico y al hombre, como cazador y proveedor, con el mundo público.

Esto no quiere decir que las mujeres hayamos sido parásitos sociales, porque hemos contribuido también a crear las condiciones materiales para la sobrevivencia. Antes del siglo XIX y de la Revolución Industrial, en la sociedad agrícola la unidad productiva era la familia y las mujeres participaban a la par con los hombres en la producción de bienes, aunque en tareas diferenciadas, principalmente por la capacidad física de unas y otros. Solo cuando la industrialización significó la separación del trabajo del ámbito doméstico en razón del tamaño de las máquinas requeridas para la producción, se produce una diferenciación entre el espacio doméstico y el público.

Pero mi objeción principal es otra. Me encanta ser mujer, estoy orgullosa de nuestro papel en la historia y no creo que tengamos un pasado como víctimas. Tampoco creo que el género sea el factor principal en la configuración de la compleja identidad humana. Sobre todo, no puedo aceptar la promoción del antagonismo contra los hombres, ni creo que sean intrínsecamente abusadores y violadores, como se proclama.

Ahora bien, las diferencias entre hombres y mujeres pueden haber sido funcionales a las necesidades de un momento histórico premoderno, pero han ocurrido cambios paradigmáticos que significan la total obsolescencia de aquellas formas de concebir lo femenino y lo masculino, y es un imperativo ajustar la asignación de roles, pero sin discriminaciones injustas contra los hombres que rompan la igualdad ante la ley.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio el viernes 8 de marzo de 2024.