Instrumentalizar lo público

Francisca Echeverría | Sección: Educación, Política, Sociedad

Pende de un hilo. El lapidario informe de la Superintendencia de Educación del 27 de noviembre deja al descubierto la situación de la Universidad de Aysén, cuya realidad financiera e institucional la tiene al borde del abismo. El caso desnuda también la peor cara del nuevo modo de hacer política, precisamente el de aquellos que prometían renovarla.

La Universidad de Aysén fue fundada en 2015, en un esfuerzo del gobierno de Bachelet por descentralizar y dotar de universidades estatales a todas las regiones del país. A poco andar, sin embargo, sus problemas se han revelado severos: durante cuatro años ha registrado pérdidas operacionales; el gasto en remuneraciones se triplicó entre 2018 y 2022, pese a un número de alumnos bajo y estable (aun hoy no supera los 650 estudiantes); los fondos estatales asignados para una sede propia no se utilizaron para ese fin, sino para cubrir gastos de operación; durante los últimos meses no se pudo pagar el arriendo ni los sueldos y la universidad culminó el año 2022 con patrimonio negativo (lo que sería motivo para disolver una organización en el ámbito empresarial).

En una reciente entrevista, la ex rectora María Teresa Marshall indica cómo las dificultades estructurales de financiamiento de una pequeña universidad pública se han visto exacerbadas en los últimos años por importantes problemas de gestión en el período 2019-2023, bajo la dirección de una militante de Revolución Democrática que habría incorporado a la universidad a mucha gente afín a su partido. Junto al desastre financiero, Marshall se refiere a una comunidad dividida, a una pérdida de pluralismo y a la existencia de ciertas formas de persecución política. Menciona la falta de control sobre la rectoría, que correspondería al consejo superior, que no está operando por haber cargos vacantes, que deben ser nombrados por el Presidente de la República. Con todo esto, la universidad se encuentra muy cerca de ser intervenida.

Una vez más, lo que saca a la luz la información de los últimos días es la brutal instrumentalización para fines particulares de instituciones proyectadas con un propósito público. Si el sentido original era descentralizar y favorecer la formación universitaria de los jóvenes del extremo sur del país, lo que hoy salta a la vista es la captura de la universidad por parte de grupos de interés, su repartición como un botín, la transformación de las instituciones públicas en meras máquinas de poder y beneficios.

La dinámica no es distinta a la del Caso Convenios, en que los recursos destinados a viviendas sociales terminan en manos de fundaciones de los amigos. La distorsión de los fines de la universidad o de las políticas de vivienda es patente: todo se desnaturaliza, todo se vuelve instrumento. Son casos paradigmáticos de la decepción que ha significado la nueva izquierda. Y quizás el cinismo que parece dominar la actuación pública de estos jóvenes viejos no sea más que un reflejo de su propia decepción, de un escepticismo irremontable respecto de la posibilidad de una forma digna de hacer política.

La Universidad de Aysén se ha convertido en una promesa incumplida para sus estudiantes y para la entera sociedad chilena, que ya parece encontrarse en un límite de resistencia frente a la destrucción de la confianza en la política. Salir de estas lógicas que permean la vida común no será fácil. Hará falta no bajar la guardia en el escrutinio público. Y también mantener una activa resistencia cultural ante la lógica instrumentalizadora, ante la idea de que lo único que cabe hacer si se está en el poder es servirse de él. De lo contrario, serán muchas las instituciones públicas que penderán de un hilo. 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero el sábado 9 de diciembre de 2023.