Constitución y Tratados Internacionales, otra vez

Max Silva Abbott | Sección: Política, Sociedad

Pese a que este tema ha sido tratado anteriormente, al contemplar el actual debate constitucional, resulta claro que son pocos los que entienden a cabalidad las reales consecuencias que genera la incorporación de los tratados de derechos humanos (o también las decisiones de diversos organismos internacionales) a la carta fundamental. Lo anterior se dice sin ningún ánimo peyorativo: en lo personal me tomó tiempo extraer las consecuencias que aquí se comentan, pues estamos ante un auténtico cambio de paradigma jurídico.

Hay que decirlo claro: la aludida incorporación hace que parte del contenido de la Constitución dependa de las decisiones que van adoptando los órganos guardianes de estos tratados (cortes, comités y comisiones internacionales), puesto que ellos han monopolizado su interpretación. Esto los hace evolucionar rápidamente, tanto por ser considerados “instrumentos vivos”, como por no estar controlada la labor de estas entidades por nadie.

De este modo, la Carta Fundamental se iría alterando desde fuera al margen del querer popular, pues el derecho internacional se considera el “estándar mínimo” en materia de protección de los derechos humanos. Por eso es siempre el derecho internacional el que puede alterar al nacional pero no lo contrario, salvo para mejorarlo. Los países van perdiendo así crecientemente su autonomía, con cada decisión que van adoptando estos organismos.

De este modo la propia legitimidad de la Constitución y del resto del derecho nacional queda entregada al criterio de estos órganos guardianes, que al no ser controlados por nadie y tener su propia agenda ideológica, siempre tendrían la llave de dicha legitimidad. Por eso desde su perspectiva, el contenido del derecho nacional se encontraría de forma permanente bajo sospecha, a menos que se amolde a su querer, generándose así un constante control.

Lo anterior significa, en el fondo, que la Constitución ya no es la norma suprema, al quedar subordinada al parecer de estos órganos guardianes, al menos en lo que se refiere a los derechos humanos. Con lo cual, en esencia, deja de ser propiamente una “Constitución”.

En consecuencia, estas decisiones foráneas sin control y presumiblemente ideologizadas, acaban influyendo tanto en el ámbito jurídico como político de un país. En lo jurídico, porque cualquier sector del ordenamiento local puede ser deslegitimado en todo momento si no coincide con la interpretación monopólica y progresiva de los derechos humanos que emana de estos organismos; y en lo político, porque si al final terminan imponiéndose los criterios internacionales, ¿a quién acaban obedeciendo y ante quién responden realmente los gobernantes, incluso aquellos elegidos popularmente?

Esto no es fantasía: varios organismos internacionales y abundante doctrina consideran que el sistema democrático debe estar subordinado a los derechos humanos declarados por estas entidades, desembocando así en una democracia “tutelada” o “protegida” (hay autores que hablan incluso de “domesticada”) por estos derechos.

Así, ¿tiene sentido poseer un régimen democrático si cualquier decisión emanada de las autoridades elegidas popularmente puede ser deshecha desde arriba sin control alguno?

Esta es la consecuencia lógica de entregar a otros el criterio de legitimidad de nuestro ordenamiento jurídico, que al no estar controlados por nadie, pueden usar este control como instrumento de dominación, sin perjuicio de poder ir cambiando siempre las reglas del juego.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.