Carnicería experimental

Javier Mena | Sección: Familia, Política, Sociedad, Vida

Un día de septiembre cualquiera recibo un mensaje que consistía en un video que mostraba el testimonio de una madre que fue atendida, junto a su hija, por un hospital público en Chile. La “prestación de salud” consistía en un tratamiento “transafirmativo”, involucrando una afirmación social y hormonal, realizado por el Programa de Identidad de Género del hospital. La madre señala que lo que lleva a cabo el Programa es “un maravilloso proyecto”, constituyéndose en pionero en esta materia, y espera que otros hospitales y otras personas lo apoyen porque, según ella, “nuestros pequeños lo necesitan”.

Pues bien, sin salir del plano testimonial, no es posible estar de acuerdo con que sea “maravilloso” y “una necesidad para los niños”, ya que, contrastando el relato de la madre, uno podría citar los testimonios de jóvenes de otros países que también iniciaron a temprana edad el camino de la “transafirmación” y que ahora, con secuelas graves e irreversibles para toda su vida, están arrepentidas. De sus casos fluye la inevitable lección de no apresurar, temerariamente y por móviles extracientíficos, la “transición” de un niño o adolescente.

En primer lugar, está la historia de Susana Domínguez, joven española que a sus 20 años ―luego de haber pasado por el proceso de adaptación de “nombre social”, tratamiento de “hormonización” respectiva y “cirugías de reasignación de sexo”― llegó a la certeza de que ella no era un hombre en un cuerpo de mujer, como le había dicho a su psicólogo cuando tenía 15 años. En palabras del diario El Mundo: [Para Susana] las hormonas y las operaciones habían sido una tremenda equivocación. Susana había tardado seis años en darse cuenta de que quizás sus problemas mentales, que incluían depresión y trastorno esquizoide, la habían incapacitado para tomar la decisión correcta”.

En segundo lugar, está la historia de Keira Bell, joven inglesa que, en el año 2020, por hechos similares a los de Susana, obtuvo judicialmente una indemnización, cambios legislativos y el cierre de la clínica donde “se le cambió de sexo”. Dicha clínica fue condenada por permitir la “hormonización” cruzada, el bloqueo de la pubertad y las intervenciones de “reasignación de sexo en menores de edad”. Los jueces consideraron que la clínica no había facilitado a las demandantes información suficiente sobre las consecuencias de estas intervenciones.

En tercer lugar, está la historia de Chloe Cole, joven estadounidense que demandó a los médicos que le realizaron procedimientos transgénero cuando era menor de edad. Los procedimientos incluyeron una mastectomía doble irreversible. “Estos carniceros no han sido cuestionados durante demasiado tiempo”, sostuvo. Asimismo, consta en la demanda de Cole que el formulario de consentimiento informado que se le dio antes de recibir bloqueadores de la pubertad y hormonas “no contenía información específica sobre los riesgos reales de la testosterona y los bloqueadores de la pubertad”, incluidos los efectos secundarios como la pérdida permanente de la fertilidad, las relaciones sexuales dolorosas, el aumento del riesgo de osteoporosis, las fracturas óseas y las ideas suicidas. Cabe detenerse en el carácter ilustrador el caso de Cole respecto de la advertencia de no acelerar imprudentemente procesos de transición de género en menores de edad, en cuanto se indicó en su demanda que: “Chloe ha sufrido física, social, neurológica y psicológicamente. Entre otros daños, sufrió la mutilación de su cuerpo y perdió el desarrollo social con sus compañeros. Hitos que nunca se pueden revertir o recuperar”.

Con todo, la advertencia de la no aceleración de procesos y tratamientos médicos de “transición” de género no solo se deriva de los testimonios ofrecidos, sino que, además, de la realidad descrita por una ex trabajadora de un Centro de Salud cuyo giro era el trabajo con menores de edad que buscaban “transicionar” de género. Jamie Reed es una “mujer queer que a partir del año 2018 trabajó como administradora de casos en el Centro Transgénero de la Universidad de Washington, en el Hospital St. Louis Children’s. La premisa de trabajo del Centro era que cuanto antes se trate a los niños con disforia de género, más angustia se podría prevenir adelante. Esta premisa, según Reed, fue compartida por los médicos y terapeutas del Centro, y dada su experiencia en ese entonces, supuso que existía evidencia abundante que respaldaba este consenso. Lamentablemente, no fue así. Durante los cuatro años en que trabajó en ese lugar siendo la responsable del ingreso y supervisión de los pacientes, Reed observó que miles de jóvenes angustiados pasaron por las puertas del Centro, a los cuales sólo se les causó daño. A la mayoría, según cuenta, les prescribieron recetas hormonales que tienen consecuencias perniciosas para toda la vida.

Con todo, los casos citados y el testimonio de la trabajadora estadounidense dan cuenta de quiénes son los verdaderos responsables de este abuso infantil (los médicos, las clínicas y las compañías farmacéuticas) y de cómo estos terminaron siendo demandados y pagaron un alto precio. ¿Tenemos que llegar a eso en Hispanoamérica? Parafraseando a Carl R. Trueman, la ideología del establishment ―grupo de poder del género― sólo es plausible, en última instancia, mientras genere dinero. Una vez que los responsables y grupos económicos que financian este abuso y carnicería comienzan a pagar los altos precios por concepto de demandas judiciales, “como por arte de magia, sus creencias cambiarán de la noche a la mañana”.

Lamentablemente, para Trueman, el fin de los reales y nocivos efectos de esta ideología en los recintos de salud sólo se producirá después de la destrucción deliberada de las vidas de muchos niños que simplemente estaban en el lugar equivocado, en una sociedad moralmente en bancarrota, en la cual, fluctúan campantes las teorías académicas más inverosímiles combinadas con las preocupaciones comerciales de la industria farmacéutica (con mucho dinero y capital político, por cierto). Con todo, reiteramos la pregunta ¿tiene que acontecer una destrucción deliberada e irreversible de las vidas de muchos niños y adolescentes en Chile para darnos cuenta del mal objetivo que conlleva la aplicación de tratamientos afirmativos del género en menores de edad? Luego de la lectura de los testimonios expuestos y la evidencia científica existente sobre esta materia que acredita que los menores de edad sometidos a estos tratamientos pueden desarrollar cáncer, daños en los huesos y en el cerebro, esterilidad, intoxicación del hígado, laceración vaginal, problemas de presión sanguínea, daños funcionales a órganos del cuerpo… sumado, por supuesto, a las consecuencias en la salud mental. “Un maravilloso proyecto”. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el martes 24 de octubre de 2023. La ilustración fue realizada por José Ignacio Aguirre para Revista Suroeste.