Toda medalla tiene siempre dos caras

Max Silva Abbott | Sección: Política, Sociedad

Tal como hemos señalado de diversas maneras en múltiples columnas, actualmente estamos asistiendo a lo que podría denominarse el paulatino cambio del “centro de gravedad” del contenido que se considera correcto y justo del Derecho, desde las instancias nacionales a otras internacionales; esto es, que en vez de ser el Derecho internacional el que le sigue la pista al nacional, varios sectores pretenden lograr exactamente lo contrario.

El anterior fenómeno no está completo aún y a decir verdad, resulta difícil vaticinar si conseguirá su cometido: lograr una especie de gobierno mundial que se imponga a las soberanías nacionales y dé órdenes que afecten a todo o parte del Globo, lo que ya se está manifestando en áreas tales como la economía, el medio ambiente o la salud.

Varios sectores impulsan entusiastamente este proceso, al estimar que en la actualidad existen problemas que superan la capacidad de respuesta de los propios Estados, de tal suerte que sería necesaria la existencia de instancias más altas que se impongan a los mismos, a fin de lograr una especie de “bien común” universal. Y de hecho –eso es lo que se dice–, hacia esa meta avanza sin pausa la discutida Agenda 2030, impulsada sobre todo aunque no únicamente por Naciones Unidas.

Sin embargo, y al margen de las buenas intenciones que motivan a muchos a mirar con buenos ojos el fenómeno descrito, como siempre ocurre en la vida, también existen dificultades y peligros derivados de lo anterior, pues casi nunca una realidad posee sólo ventajas o aspectos positivos. Es por eso que toda medalla, por muy delgada que sea, tiene siempre dos caras.

Y el gran problema e incluso peligro que conlleva este movimiento globalista, es la absoluta o casi absoluta falta de control del poder que se quiere originar. De esta manera, para enfrentar problemas mundiales se pretende crear un poder tan grande (un superleviatán), que se corre el riesgo de terminar en un gobierno totalitario.

En efecto, lo anterior resulta completamente posible, desde el momento en que las personas que integran estos órganos (existentes o por crearse) no sólo no derivan de ninguna designación popular de tipo democrático (de hecho, son nombrados casi en la sombras de cara a la ciudadanía); no existen otros organismos que de alguna manera controlen su actuación; poseen una libertad de acción que difícilmente se toleraría de las autoridades nacionales de algún país; y finalmente, no responden por sus acciones una vez terminados en sus cargos. Pese a lo cual, su influencia a nivel planetario es a veces enorme.

De esta manera, y puesto que siempre existen personas de carne y hueso detrás de los cargos, por muy pomposos, necesarios o prestigiosos que parezcan, la posibilidad de corrupción y de abuso de ese poder resultan evidentes, con la agravante de que se trataría de un poder mucho más grande que el que existe al interior de los Estados, que tanto ha costado controlar, con resultados bastante magros, a decir verdad.

En consecuencia, si ha sido tan difícil limitar a los poderes estatales ¿cómo vamos a poner atajo a los enormes poderes globales que se pretende crear? No ver esta posibilidad denota una notable miopía, y esto debiera poner en alerta incluso a los más entusiastas partidarios de este fenómeno aún en ciernes.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.