El legado histórico de Francisco Antonio Encina

José Tomás Hargous Fuentes | Sección: Arte y Cultura, Historia

Hace 58 años un 23 de agosto fallecía en Santiago Francisco Antonio Encina Armanet (1874-1965), uno de los más grandes historiadores que ha incubado nuestra patria, caracterizada, en sus palabras, por una “acentuada vocación histórica y jurídica”, como una “inclinación del genio literario chileno” (La literatura histórica chilena y el concepto actual de la historia, Editorial Universitaria, 1997, 41). 

Su legado causa polémica entre los historiadores, cuya persona, bien puede ser sintetizada, como hace Alfredo Jocelyn-Holt, en torno al dilema de si es “cíclope” o “titán”. Si algunos lo consideran uno de los mejores historiadores del país, otros un mero “simulador” o “plagiador”.

Su monumental Historia de Chile desde la Prehistoria hasta 1891 (1952) en unos impresionantes veinte tomos, en palabras de su colega Leopoldo Castedo –en el prólogo (1953) de su Resumen de la Historia de Chile, donde sintetizaría los 20 volúmenes de Encina en tres tomos, más un anexo de mapas y un escaso cuarto tomo sobre el parlamentarismo–, “el máximo esfuerzo individual realizado en el género por la historiografía americana” (VII), coronaría una prolífica carrera de historiador y pensador social. 

“El que hable de un ‘pensamiento histórico’ y no sólo de historia revive la vieja aunque frecuentemente abortada idea de hacer una filosofía histórica en Chile. Es que para Encina el agotamiento de la historiografía como expresión del agotamiento del país hace imperativo devolverle la centralidad a la historia, volverla algo más que una disciplina técnico-instrumental; de hecho, él ayudaría a convertirla en nada menos que el principal medio para pensar políticamente en Chile” (Alfredo Jocelyn-Holt, “Encina, ¿cíclope o titán?”, Prólogo de La literatura histórica chilena, 1997, 31).

Su opus magnum será un éxito de ventas, con sucesivas reediciones y reimpresiones, y le merecerá en 1955 el Premio Nacional de Literatura, dos décadas antes de que se creara el de Historia, pudiendo ser calificado, sin exageración, como el libro de historia más influyente en el país, incluso por sobre La fronda aristocrática, de su colega y correligionario Alberto Edwards. 

Así, antes y después de 1952 publicará obras como Nuestra inferioridad económica, sus causas, sus consecuencias y La educación económica y el liceo, ambas de 1912; Portales: Introducción a la Historia de la época de Diego Portales (1934); El nuevo concepto de la Historia (1935); La literatura histórica chilena y el concepto actual de la historia (1935); La entrevista de Guayaquil: Fin del protectorado y defunción del ejército libertador chileno (1953); Emancipación de la presidencia de Quito, del Virreinato de Lima y del Alto Perú (1954); Resumen de la Historia de Chile (preparado por Leopoldo Castedo) (1954); La relación entre Chile y Bolivia (1841-1963) (1963); Bolívar (biografía en 8 tomos, 1957-1965); y Ensayos sobre el pensamiento histórico (compilado póstumamente por Ediciones Puangue, 2022).

Para entender a Encina, explica Jocelyn-Holt, “hay que entroncarlo con la clásica tradición decimonónica hispanoamericana, la de los publicistas como Sarmiento, Hostos, Martí, Rodó, entre otros, en que la reflexión está centrada en el qué somos como pueblo, qué es lo que nos diferencia de otros, cuáles son nuestras raíces” (“Encina, ¿cíclope o titán?”, 15).

“Nunca he compartido los juicios de (Benjamín) Vicuña Mackenna y de don Isidoro Errázuriz, que no concedían a nuestra literatura histórica otro mérito que ser nuestra”, sostendrá en el prólogo a la segunda edición de su Historia de Chile (VII-VIII). Agregaría que “lo que he calificado no de error sino de insensatez, es el empeño que un grupo de fanáticos, casi todos de muy cortos alcances, ha gastado durante los últimos cuarenta años por encerrar nuestra literatura histórica dentro de las normas en que (Diego) Barros Arana encuadró su obra”. 

Esta cita resumen el otro de sus principales legados. No sólo será autor de una prolífica obra historiográfica, que ejercerá gran influencia en la visión compartida del país respecto de su pasado, sino que también su intento –exitoso– junto a Alberto Edwards de enfrentar la historiografía liberal decimonónica, liderada por Barros Arana y secundada por Vicuña Mackenna, entre otros. 

Si Barros Arana sería enfrentado en pleno siglo XIX por Abdón Cifuentes desde el periodismo y la educación, en el siglo pasado sería enfrentado desde la historiografía, primero por los colosos Edwards y Encina, y más tarde por Jaime Eyzaguirre, Gonzalo Vial y Mario Góngora, quienes serían de los historiadores más relevantes del siglo XX (cfr., Renato Cristi y Carlos Ruiz, El pensamiento conservador en Chile, 2015, 22).

En tiempos en que se habla de “batalla cultural”, y se piensa que la derecha “carece de relato”, que “la cultura es monopolio de la izquierda, etc.”, bien haríamos en conocer a pensadores como Encina que, con sus luces y sus sombras –“puesto en la balanza, Encina sale bien parado, lo cual ratifica su indudable éxito” (“Encina, ¿cíclope o titán?”, 30)–, se atrevieron a estudiar en serio el pasado, contra las tendencias dominantes de su época, ofreciendo una visión positiva de nuestra historia y de la identidad chilena. Un sano patriotismo o nacionalismo que estamos llamados a renovar todos los septiembres, que esta semana comenzamos.