Poder político, poder popular, poder gremial

José Tomás Hargous Fuentes | Sección: Historia, Política, Sociedad

En las últimas semanas hemos visto el contraste de lo buenas o malas que pueden ser las fundaciones, corporaciones y otras organizaciones sin fines de lucro –corruptio optimi pessima decían los clásicos–. Por un lado, tenemos el que probablemente sea el mayor caso de corrupción en la historia nacional –tanto por montos como por la extensión territorial–, encabezado por fundaciones vinculadas al Frente Amplio (FA), y en particular a Revolución Democrática (RD), aquel partido que se caracterizaba por ostentar una superioridad moral inaudita. Y, por otro, cómo decenas de fundaciones se organizaron no sólo para presentar iniciativas populares de norma, sino para instalarlas dentro de las con más apoyos, de manera que sean discutidas en el pleno del Consejo Constitucional.

Naturalmente, ambos casos sólo se parecen en que son protagonizados por fundaciones. O, para ser más exactos, por organizaciones que legalmente están constituidas como fundaciones. Porque muestran dos formas muy distintas de actuar y de relacionarse con el poder político y con la sociedad en su conjunto. Mientras las fundaciones vinculadas al oficialismo abusaron de su condición de “amigas de” para obtener favores políticos y satisfacer ilegítimamente sus intereses, perjudicando de forma escandalosa a los más vulnerables del país –que a partir de 2019 no han hecho sino aumentar en cantidad y en nivel de pobreza–, en oposición a la línea del gobierno se han articulado –o revitalizado– una serie de organizaciones sociales no partidistas para defender una visión de la vida buena –la “septiembrista”– que no estaba siendo adecuadamente representada por los partidos políticos. 

Así, temáticas como el derecho a la vida –con especial atención al que está por nacer–, el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos, la propiedad y heredabilidad de los fondos de pensiones, la protección de nuestros policías, el reconocimiento de nuestras tradiciones patrias, el derecho a la legítima defensa o la libre elección en salud, no estaban siendo adecuadamente defendidos por la derecha tradicional –que tiene miedo de defender sus principios– y la ex Concertación –que hasta la creación de Amarillos y Demócratas era el vagón de cola del FA–. Incluso, no podemos olvidar cómo Luis Alejandro Silva se refirió al derecho a la vida, señalando que el Consejo Constitucional no era la instancia para derogar el aborto, tomando una posición más renuente que la del Partido Republicano –que sí parece consciente de los desafíos y de su responsabilidad en la hora presente– a la hora de defender la vida del que está por nacer. 

Lo que sí está claro es que fueron las organizaciones de la sociedad civil –personas y familias organizadas– las que se agruparon para defender estos principios del orden social y derechos concretos, y no los partidos políticos, tal como ocurrió en la campaña ciudadana del Rechazo, que nos dio la elección más votada de nuestra historia. El lector se preguntará la razón del título de esta columna –poder político, poder popular, poder gremial–. Tal como hoy, hace cincuenta años existían los mismos poderes organizados: el poder político en manos de la izquierda radical, las asociaciones que creaba dicho sector como apéndices de los partidos para respaldar el proyecto ideológico del Gobierno y una amplia gama de organizaciones sociales no partidistas que se decidieron a enfrentar el proceso revolucionario.

Al contrario de lo que sería un asociacionismo liberal –en que la sociedad civil es una instancia de mera participación social–, como en 1973, hoy las organizaciones “septiembristas” no dudan en tomar un rol político –de contribuir a los asuntos comunes–, asumiendo su responsabilidad en la consecución del bien común de la Patria en esta hora compleja. La sociedad civil, los cuerpos intermedios, han decidido intervenir en la vida política no al margen sino como una forma de ejercer adecuadamente sus funciones propias, en un proceso en el que –con mayor o menor intensidad en sus distintas versiones– se les ha intentado despojar de su tarea en el servicio del bien común, haciéndonos creer que es el Estado el que debe hacerlo. El poder gremial ha despertado, esperamos que los partidos también lo hagan.