El amor no es orgulloso

Agustín Larson Castillo | Sección: Arte y Cultura, Familia, Política, Religión, Sociedad

Sobre el amor y la sexualidad a la luz del Evangelio

“El amor es paciente, es benigno,
El amor no envidia,
no es jactancioso,
no tiene orgullo […],
no se alegra en el pecado,
se alegra en cambio en la verdad”

(I Cor. XIII, 4-8)

Junio es para los católicos el mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Un corazón amante, y también manso y humilde. También en junio hay otros quienes, bajo el lema “amor es amor”, celebraban no el mes de la mansedumbre y la humildad, sino el “mes del orgullo”. Amor, género y “orgullo”: ese es el centro del debate que vimos a lo largo de todo el mes de junio, también en ambientes católicos. Si la sexualidad es expresión del amor de Dios, ¿significa eso que personas que no son “cis-hétero” pueden usarla y vivirla sin ningún límite?

Algunas personas que se reconocen como católicas y que, a la vez, se declaran miembros de la llamada “comunidad LGBTIQ+” han adoptado una visión que ―aunque comprensible, pues a nadie agrada vivir en la contradicción― podría llevarlos a abandonar la búsqueda sincera por la Verdad, en aras (consciente o inconscientemente) de una momentánea complacencia de sus propios deseos. Argumentan que el amor auténtico y liberador que trae Cristo permite amar y ser amado sin importar la orientación y comportamientos sexuales. Limitar la expresión de este amor sería contradictorio con la voluntad de Dios expresada en el mandamiento nuevo (lo que pone en la misma contradicción nada menos que a la interpretación de la Iglesia sobre las concreciones particulares de ese mandamiento). Ante tal contradicción, los católicos que aceptan ciertas premisas morales de la revolución sexual se ven obligados a plantear una solución, ya que la contradicción no puede caber en la revelación divina. En consecuencia, creen que hay que cambiar la voluntad de Dios ―no podemos― o bien la interpretación de la Iglesia… A  esto último dedican sus más arduos esfuerzos en los últimos años los moralistas progresistas, que no pasan de ser una forma del liberalismo que León XIII describió en su encíclica Libertas Praestantissimum, y que habitan en ciertas partes de la Iglesia.

Ese concepto de amor debe ser tomado en serio, toda vez que expresa parcialmente una verdad importante: la relevancia del mandamiento nuevo. Por ende, el argumento merece ser respondido con detenimiento. Además, es cierto ―y lo ha reconocido la Iglesia― que muchas veces esas personas han sido víctimas de acusaciones injustas o de un desprecio que vulnera su dignidad. La caridad debe ser siempre la ley para un católico. Quizás por ese motivo muchas de esas personas, aún reconociéndose como católicas, se alejan de la Iglesia (o de la jerarquía, de los curas, o de los ambientes católicos). De ahí lo grave que es simplemente dejar de lado la caridad: podría llevar al alejamiento del cuerpo místico de Cristo. Por lo grave de lo anterior, las diversas aristas de esta cuestión deben atenderse con la mayor rigurosidad posible, ofreciendo algunos argumentos sobre la sexualidad y el amor a la luz del Evangelio. No podemos renunciar a la verdad ni tampoco a la caridad que esa misma verdad exige: pues Cristo es la Verdad y su mensaje consiste precisamente en que Dios es amor, que por amor fuimos creados, que el amor sostiene y mueve todas las cosas y que todos estamos llamados a una plenitud en el mismo amor que es nuestro origen y destino.

Siendo verdad que el amor que nos comunica Cristo es auténtico y liberador, en palabras del teólogo alemán Franz Böckle, esto “no significa que el mandamiento del amor nos libere y dispense de la obediencia a toda norma objetiva y concreta. El anuncio de Jesucristo no es la supresión de la tradición, sino su cumplimiento auténtico” (Böckle, F.; Sexualität und sittliche Norma, Stimmen der Zeit). Así nos lo enseña el mismo Cristo en el Evangelio: “¡No he venido a abolir la ley!”.

Hay algo de verdad en aquellos católicos “liberales” y no podemos olvidar que, a pesar de la mezcla de error, donde hay verdad está el Espíritu Santo. No obstante, no se puede dejar de decir que esta visión se aleja de la enseñanza de Cristo, de la que la Iglesia es depositaria, expresada tanto en la Biblia como en la Doctrina y el Magisterio. Hay católicos que piden más argumentos que la mera autoridad de la Iglesia.

Ante esto, quizás lo primero que cabría preguntarse es por la desconfianza en la Iglesia, que es la que recibe e interpreta las Escrituras. Si le creemos en otras materias ¿por qué aquí no? Si creemos en la Escritura, ¿por qué habría que prescindir de ciertos pasajes en los que se tratan estos asuntos? Parece necesario comenzar por estas razones que niegan, ya que, es preciso para un católico tener en consideración que la Sagrada Escritura y la Tradición viva de la Iglesia sostienen que la verdad revelada por Dios no se encuentra sujeta a cambios o interpretaciones acomodaticias, por comprensibles que sean los motivos. Sobre esto último, la Congregación para la Doctrina de la Fe nos recuerda que “es esencial reconocer que los textos sagrados no son comprendidos realmente cuando se interpretan en un modo que contradice la Tradición viva de la Iglesia. La interpretación de la Escritura, para ser correcta, debe estar en efectivo acuerdo con esta Tradición” (Congregación para la Doctrina de la Fe, “Sobre la atención pastoral a las personas homosexuales”).

Pero  el argumento de autoridad no es el único. Y los argumentos de fe y de razón nos permiten comprender la hermosura del misterio de la sexualidad humana, de la fecundidad y de la vocación personal al amor.  La sexualidad es una manifestación del amor de Dios en la naturaleza humana. Siguiendo la Teología del cuerpo de san Juan Pablo II, la sexualidad es un don divino, una expresión del amor de Dios hacia la humanidad. En esto los liberales no se equivocan, pero hay algunas ideas que podrían ser añadidas a esta reflexión: es en la relación íntima y amorosa entre el hombre y la mujer donde se refleja de manera más plena esta faceta del amor divino, y es el motivo por el cual Dios nos da un sacramento para ello: el matrimonio, en el que el acto sexual es una comunión que refleja la unidad y el amor trinitario de Dios. Unidad de los cónyuges y procreación: unión y fecundidad, entrega amorosa que se desborda en la existencia de un nuevo ser. Así, la sexualidad en la relación matrimonial se convierte en una vía ―sagrada― para experimentar y expresar el amor incondicional que Dios nos tiene.

Esta visión de la sexualidad también se relaciona con la naturaleza misma de Dios. La Escritura nos enseña que el ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto, nuestras características y capacidades tienen un propósito y finalidad que son voluntad de Dios. Pero a la vez, significa mucho más que el ser inteligente y libre: implica una apertura esencial a la verdad y a la comunión con otras personas, una vocación al amor. La sexualidad, como una dimensión intrínseca de nuestra naturaleza de criaturas, debe ser vivida de acuerdo con esa finalidad. El cuerpo y la sexualidad no son solamente materia disponible para la manipulación arbitraria del sujeto. “El hombre, al que Dios ha creado ‘varón y mujer’, lleva impresa en el cuerpo, ‘desde el principio’, la imagen divina; varón y mujer constituyen como dos diversos modos del humano ‘ser cuerpo’ en la unidad de esa imagen” (san Juan Pablo II, “Teología del cuerpo”). En ese sentido, la complementariedad entre hombre y mujer es esencial a nuestra sexualidad, pues juntos pueden colaborar con Dios en la obra de la creación y la transmisión de la vida, que es manifestación del amor de Dios: la procreación o multiplicación del bien, sin dividirse. Es una entrega, es amor, pero es amor que es fecundo, y los hijos son entonces fruto de una donación total y recíproca de sus padres.

En la línea de esta última idea, Santo Tomás de Aquino afirmaba que mayor es aquel Bien que, al compartirse, se multiplica y no se divide (Aquino, T., Summa Theologiae). En este sentido, la relación sexual tiene la capacidad de procrear, de multiplicar la vida, y por eso es el sentido al que se ordena la sexualidad, pues es verdaderamente imagen y semejanza del mayor bien que es Dios. De esta perspectiva se desprende que los actos por los que dos personas del mismo sexo se sirven de sus órganos sexuales para provocar su placer son un desorden. En ellos no se usan los órganos sexuales para su finalidad natural: no existe una unión complementaria y, además, no pueden cumplir con la finalidad natural de la sexualidad de generar vida. Apenas pareciera que puede hablarse de un cierto “compartir el bien” en los cuerpos de dos individuos relacionados, pero no de una unión ordenada a un bien común entre ambos (ni al bien común político ni al Bien Común Universal).

Sin perjuicio de lo anterior, es importante tener en cuenta que afirmar que las relaciones homosexuales son un desorden no implica condenar a las personas que experimentan atracción hacia el mismo sexo. De hecho, ni siquiera puede legitimar juicios apresurados hacia personas concretas, desconociendo sus circunstancias personales (y quizás incluso su falta de responsabilidad al menos parcial). Cristo mira a los ojos, con amor, y dice “yo tampoco te condeno […]” (Jn. 8: 11). Así, se hace la justa distinción entre la orientación sexual y la conducta. La Iglesia reconoce e invita a las personas homosexuales a vivir la castidad y a buscar una vida plena en conformidad con los preceptos de Cristo, entendiendo que “el bien de la persona consiste en estar en la Verdad y en realizar la Verdad” (San Juan Pablo II; Veritatis splendor).

La respuesta cristiana ante la homosexualidad debe estar marcada por el respeto y el amor al prójimo, pero también por la fidelidad a Cristo, que es la verdad. El cristiano está llamado a buscar y vivir en el bien y la verdad, siendo consciente de que ambas cosas son inseparables:  caritas in veritate. La Iglesia tiene el deber de acompañar a las personas homosexuales, brindándoles apoyo espiritual y recordándoles que su identidad y dignidad están arraigadas en su condición de hijos amados de Dios. Jesús, si bien no condena, da un mensaje claro: “… desde ahora, no peques más” (Jn. 8: 11).

El mensaje del Evangelio es cuesta arriba… nadie lo niega. Es la puerta angosta, pero es la verdad, y por eso vale la pena, a pesar de los pesares. Es un amor verdadero, un amor mucho más real que el eslogan “amor es amor”: hemos creído en la verdad que ordenó nuestra naturaleza y el universo, pero hemos creído también que esa verdad es el “Amor de los amores”.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Revista Suroeste el martes 4 de julio de 2023.