Autoridad, fuerza y orden

Vicente José Hargous Fuentes | Sección: Arte y Cultura, Educación, Familia, Historia, Política, Religión, Sociedad, Vida

Latinoamérica se muestra en el panorama mundial como una tierra convulsa, de loca geografía y de una multiplicidad de culturas que, siendo mucho más variopintas que las de los países europeos de hoy ―devorados por la liquidez cosmopolita del liberalismo de la posguerra fría―, contiene una evidente identidad espiritual común.

Pero es igualmente convulsa en cuanto a su política contingente, en la que hoy en día la crisis de seguridad lo remece todo, con una terrorífica mezcla entre narcotráfico, crimen, terrorismo y corrupción gubernamental. Anabel Hernández ha descrito con crudas palabras el caso de México, diciendo que para los intereses de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) “son más peligrosos los ciudadanos que disienten del régimen que los criminales que asesinan, secuestran y extorsionan a los mexicanos, interfieren en los comicios electorales para alterar la democracia y compran partes del Estado mexicano para imponer su ley de plata o plomo”. Y dicha prohibición de disentir cae con especial dureza sobre los católicos, cuyos sacerdotes son perseguidos al más puro estilo soviético. Otro tanto ocurre con el régimen de Daniel Ortega en Nicaragua. El caos es todavía mayor si consideramos que problemas como la existencia de la Mara Salvatrucha ―que para los sudamericanos se veía como un problema lejano― cada vez extienden más sus tentáculos, y a la fecha casi podemos decir que nuestro continente está unido por los lazos de lealtad y enemistad entre bandas de narcos y consumidores de drogas.

Latinoamérica sufre de modo casi crónico el azote del narcotráfico, la autocondena a ser el patio de atrás de Estados Unidos (el “complejo de inferioridad” del que hablaba Ramiro de Maeztu), la crueldad de ser rata de laboratorio de los progresistas que imponen su agenda desde tribunales internacionales… En fin, mucho se podría decir de nuestra tierra, y muchos de esos puntos se conectan entre sí. Y obviamente no podemos tratar de buscar causas únicas a procesos complejos en los que interfieren la libertad de muchísimas personas singulares y múltiples sucesos casuales. Pero quizás sí podemos ver cierto denominador común en torno a las confusiones sobre el concepto de autoridad. Una supuesta autoridad que se muestra como sumisión frente a grandes potencias y grandes multinacionales, que no enfrenta con fuerza el crimen y el terrorismo, que se ve culturalmente resquebrajada cada vez que negamos una y otra vez lo que somos.

La autoridad es el tópico central del pensamiento político, tanto en su dimensión de potestas ―fuerza física― como en la de auctoritas ―es decir, el peso o influencia que tiene el que dirige con prudencia―, pues ambas son esenciales en la configuración del devenir político en la historia. En ese sentido, quizás lo que necesitamos como Continente es una reafirmación clara de la vigencia del principio de autoridad en nuestros países. Reafirmar que por sobre los individuos que delinquen o las mafias y bandas criminales existe una autoridad política que impone el orden por medio de la fuerza. No parece descabellado pensar que existe una conexión entre el individualismo liberal importado, la destrucción del orden tradicional y la crisis de autoridad por la que pasan nuestros países.

El individualismo liberal tiene arraigo filosófico en los mitos del hombre moderno, que se olvida de que nace en el seno de una familia, recibe una herencia cultural y se debe a una patria. El individuo aislado en estado de naturaleza es tan falso como el contrato social, tan asociado a la pretensión moderna de una planificación global social desde arriba y nuestro afán idiosincrático por solucionar todos los problemas con una “nueva Constitución”. Y la unificación de toda pluralidad exige orden bajo un principio común, una dirección común hacia un fin. En otras palabras, no puede concebirse la vida en sociedad sin jerarquías, sin dirección, sin autoridad. Y dicha autoridad requiere ―por la inclinación antinatural al egoísmo que todos tenemos de modo innato― uso de fuerza física. 

En ese sentido, decía Álvaro D’Ors que “La política es, quiérase o no, una manifestación del poder social, que mana de la comunidad a la vez que la configura, y, como tal poder, presupone la fuerza, una fuerza física social que defiende su independencia o su expansión natural en la ampliación de su dominio, es decir, como fuerza bélica” (D’Ors, Á.; Ensayos de teoría política).

La autoridad no es pura fuerza, por supuesto. La fuerza puede ser una herramienta injusta si no ordena al bien común político, como ocurre cuando un tirano reprime la fe de su pueblo, o cuando se incumplen las normas del debido proceso para castigar en masa a las personas (un debate interesante que se podría abrir a propósito de las medidas de Bukele en El Salvador). Pero en todo caso, seguirá vigente la sentencia de Cicerón: Silent leges inter arma, “callan las leyes cuando se encuentran entre las armas”. Existe un derecho natural de defensa de lo propio, y cada pueblo tiene una entidad propia que defender, un orden y una paz que debe custodiar, porque la injusticia no puede tener más amparo que la justicia.

Algunos gobiernos (mayormente en las derechas) pueden sentir cierta tentación hobbesiana de prescindir de toda medida en el uso de la fuerza, quizás con cierto respaldo popular, pero dicho poder se ordena al servicio, al bien común, que es precisamente el que da sentido al orden social y a la autoridad misma. Para restaurar el principio de autoridad ―esencial para recuperar el orden público de nuestra tierra― es necesario saber reconocer su necesidad, pero también su justa medida, más allá de las divisiones ideológicas entre izquierda y derecha.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Suroeste el miércoles 31 de mayo de 2023.