Cuando se carece de ideales

Enrique López Fernández | Sección: Arte y Cultura, Sociedad

Cuando se carece de ideales, de fines vitales, se camina errabundo y cabizbajo, acaba buscándose en la vida de los demás un divertido pasatiempo, un ocio sobre el que sostener el alma raquítica. Cuando se carece de ideales, la libertad sufre grave menoscabo, la persona deja de lado su esencia y pasa a convertirse en un peón enajenable. Ya en sus tiempos vio Ortega que “el español no va a nada, no tiene proyecto ni misión (…), sale a la vida para ver si las de otros llenan un poco la suya”. Un hombre sin metas es un hombre averiado. Los fines son fundamentales para andar por el angosto camino de la vida; y éstos, aunque medulares, a su vez hallan su fundamento en los principios. El principio es el sostén del fin, y el fin es el motor de la existencia. No hay un buen fin para quien carece de principios, ni una buena vida para quien carece de fines.

Resulta que el tipo humano hoy en boga no tiene fines concretos, no anhela nada eminente y elevado, no valora lo bueno y no contempla lo bello; su existencia, en suma, carece de sentido. Esto no ha de ser motivo de sorpresa. La enorme deslealtad de los partidos que, apoltronados en los mullidos sillones de la gobernanza española desde los albores de la democracia, han dado la batalla de las ideas por perdida sin siquiera combatir ha hecho mella, ha dejado poso en los espíritus de sus ciudadanos. Hoy el español medio, así el murciano como el madrileño o el oriundo de la ciudad condal, carece de principios, diluye sus virtudes en el abstruso pantano del relativismo, prefiere vivir cómodo a vivir por algo que lo trasciende. Es más sencilla, desde luego, una vida fácil, despreocupada, una vida que viaja a merced del dictamen de la marea de los apetitos, una vida regida por el ‘yo’, en la que el ‘tú’, que sólo estorba, ha de ser limitado para que no moleste. Es más fácil, sí, pero no más plena. Es más fácil, sí, pero menos vida.

¿Desde cuándo la mejor vida es la desocupada y sencilla, la que en lugar de salir en busca de aventuras se agazapa bajo la frazada? Lo importante es lo que cuesta esfuerzo y tiempo, es lo que no se consigue a la primera, lo que tarda en llegar. Y en la actualidad sucede lo contrario: se busca únicamente lo superficial, lo fácil y lo rápido. El dinero, la fama y la comodidad obnubilan las voluntades contemporáneas, las encierran en el ego y les impiden trascenderse a sí mismas, dejándolas marchitas y obliteradas. El hombre libre —como ya decía Aristóteles— es aquel que es para sí, y no para otros, es aquel que guía su propia vida y toma sus propias decisiones. Pero el hombre libre, para hacerse a sí mismo, ha de sufrir, ha de remar a contracorriente, ha de vivir, al fin y al cabo, una vida complicada, una vida que él mismo se complica para ser quien quiere ser. Podría decirse que hoy quedan pocos hombres libres, pues la libertad se alberga en la voluntad, y una voluntad famélica y débil como la actual está condenada a reverberar lo que el fuego infernal del Estado y las multinacionales, de los bancos y los entes suprasociales regurgitan de sus macabras cabezas.

Hoy quedan pocos hombres libres porque quedan pocos hombres que piensen. Pensar cuesta esfuerzo, y es más cómodo creer lo que dice la prensa o lo que abandera mayoría. Labrarse un criterio propio es algo arduo. Es más cómodo tumbarse en el sofá y dejarse llevar por un mundo ya hecho. Leer, investigar, discutir con argumentos sólidos es menester reservado para unos pocos; precisamente porque unos pocos son los capaces de remar a contracorriente y sacrificarse por la verdad y la virtud.

Miguel Delibes apostilló en su discurso de recepción en la Real Academia Española que “todo cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique alterarlo esencialmente, es retroceder”. Que el hombre esté hecho para perseguir un fin quiere decir que es en esencia un ser trascendente. Esa trascendencia conlleva la ineludible inhibición de uno mismo, el salto extramuros de los confines del ego en aras de buscar —en una búsqueda que tiene visos de incesante— a un ‘otro’ que lo llene. La vida humana es, podría decirse, una búsqueda incesante que termina con la muerte. Desechar ese espíritu inquisitivo, ese indomable corazón inquieto que da forma y potencia a la persona, es acabar con el medio al que alude el insigne literato; es destruir por completo la esencia del hombre. Cuando una vida deja de buscar, de perseguir ideales, de luchar por lo que le supera y trasciende, es cuando empieza a morir. 

La sociedad contemporánea, con su estado de bienestar, sus infinitos desfiles de inputs absurdos en redes como Tiktok o Instagram, sus programas basura, sus pedidos a domicilio, su paternalismo gubernamental y sus absurdas leyes, es la más grave causante de la proliferación de esta tesitura. La gente que hoy habita el mundo ha perdido el norte, porque precisamente no tiene norte ni busca tenerlo; ha desechado el escudriñamiento de la verdad porque prefiere estar cómoda, y evidentemente la verdad incomoda; ha puesto en un tercero llamado Estado todas sus esperanzas, toda su confianza, todo su destino, dejando su baldío corazón desnutrido y su antes rauda voluntad desvencijada. Quien no tiene un fin, quien no tiene vida, se dedica a hablar de la vida de los demás, a criticar todo lo que le rodea. De ahí que los programas más vistos sean los reality shows, los de citas o esos curiosos debates en los que pelandruscas enfurruñadas prefieren un plato —¿o debería decir un plató?— de lentejas antes que labrarse una dignidad. Quien no tiene un fin, quien no tiene vida, carece de un mínimo sentido de compromiso y, por lo tanto, se divorcia con la misma asiduidad con la que renueva el vestuario estival. Quien no tiene un fin, quien no tiene vida, en definitiva, navega tan a la deriva, tan a merced de las circunstancias, se desvive tanto por gustar a los demás y por hacer lo que hace el resto que, descubriendo el vacío interior que lo devora, acaba haciendo de la depresión, de las pastillas y del psicólogo su pan de cada día.

Decía Julián Marías que el hombre es el único caso de criatura en el que sus individuos, sus particulares, se distinguen entre sí. Mientras en los animales y vegetales la identificación entre los miembros de una misma especie es casi plena, en el ser humano cada individuo es único e irrepetible. No ejercitar la facultad más elevada, que es la voluntad, y dejarse llevar cómodamente por ideas superpuestas, por modas infundadas, por gustos y pasiones que la marea del progreso ha traído, en su pleamar, a la orilla de la atención colectiva es el mayor pecado que puede cometer el hombre contra sí mismo, pues es asestar un golpe bajo a la propia naturaleza y desecharla en virtud de lo más banal, vacuo y denigrante, es enaltecer el apetito en detrimento de las potencias superiores que diferencian al hombre del resto de seres vivos, es, en fin, diluir la identidad en un todo que aniquila las vidas —¡las arranca de raíz!— y las anula. La crisis de hoy, precisamente por ser crisis de fines, por ser crisis de principios, es una crisis de identidad. Pero la identidad es un tesoro reservado para quienes se han erigido el baluarte infranqueable de la libertad; y la libertad sólo llega cuando un valiente nutrido de principios se decide a luchar por sus ideales, se decide a perseguir los fines que dan sentido a su existencia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor, quien es estudiante de PPE en la Universidad de Navarra, en su blog de LinkedIn, el lunes 17 de abril de 2023.