LATAM y los Buendía

Juan Pablo Zúñiga | Sección: Historia, Política, Sociedad

El realismo mágico de García Márquez marcó la literatura latinoamericana, pero también nos muestra un reflejo de lo que es, en sí mismo, nuestro continente.

Nuestra cultura, profundamente marcada por los más diversos pueblos migrantes, pero principalmente por la cultura ibérica y el cristianismo, goza de una buena cantidad de atributos positivos, como lo son la solidaridad, como lo era la devoción y fervor espiritual, y la alegría, entre otros. Sin embargo, también cuenta con elementos que, con el paso de los siglos pareciera que han ido empeorando hasta transformarse en una verdadera maldición.

Sí, somos un continente que carga con una especie de oscura fuerza que nos tira para abajo y nos empuja al precipicio. Hay quienes, como el Sr. Galeano y su obra “Las venas abiertas de América Latina”, toman la posición que tanto abunda en nuestro continente plagado de perdedores: echarle la culpa al empedrado en interminables letanías de auto piedad. “Somos unos pobres sujetos explotados desde la llegada de Colón”. “¡Qué idílico que sería todo si no hubiesen llegado los europeos!”.

Frases como esas hay muchas. Se ha dado por sentado este mito de que antes de la llegada de los europeos, los indígenas vivían en una suerte de estado de gracia, donde el buen salvaje vivía en perfecta armonía con la naturaleza. Sin la llegada del Evangelio de Cristo de manos de la Iglesia, me resulta difícil creer en una sociedad en estado de gracia y plenitud. Las evidencias arqueológicas e históricas muestran que en las sociedades precolombinas abundaban los sacrificios humanos, canibalismos y una serie de elementos que, al menos a mi entender, hacen cuestionar esta predilección por imaginar una civilización perfecta que fue arruinada con la llegada de los conquistadores.

Si nuestro continente es como es, sea por una cuestión de origen, cultural, racial, etc., son profundidades en que no pretendo entrar. El hecho concreto es que se da esta terrible paradoja: una parte de nosotros desea el progreso y el desarrollo, pero otra parte desea un estado de dominación controlado por tiranuelos bananeros y estados obesos y abusivos, condición que es ofrecida como el supuesto estado idílico que algunos creen que reinaba en el continente americano.

En esta dicotomía constante que anima al continente latinoamericano -trabajar o fiestear, progreso o estado natural- se nos han ido siglos, literalmente. Las comparaciones nunca son gratas y muchas veces no vienen al caso por la disparidad entre las partes a ser comparadas. Tal es el caso de cuando los constituyentes nos decían que llegaríamos a ser como Finlandia, desconociendo justamente las diferencias culturales entre ellos y nosotros. Sin embargo, a veces es necesario comparar para mostrar que el problema que nos aqueja no pasa por los recursos, como muchos han de argumentar. Es cuestión de ver países completos devastados por las guerras del siglo XX y que en no más de 70 años se levantaron a niveles superiores que los que nuestro continente tiene sin siquiera haber sufrido penosas guerras mundiales o milenarias persecuciones, como sí es el caso de Israel.

Como el mal de la cucaracha que, cuando intenta salir de la tina, solo llega hasta cierto punto para luego volver a caer al fondo, así nuestro continente con vocación suicida se ha farreado una y otra vez las chances de salir de la mediocridad y alcanzar el progreso. Vocación suicida. No se me ocurre otra mejor definición para pueblos enteros que van por buen camino, que comienzan a gozar y disfrutar de los avances alcanzados como pueblo que trabaja en pos de un futuro mejor, para luego dejarse engañar por los mediocres líderes y tirar todo por la borda para probar un poco del paraíso terrenal que les ofrecen, volviendo nuevamente a foja cero.

El caso de las elecciones de Brasil es de alta significancia continental. Un eventual triunfo de Bolsonaro -personaje no exento de controversias pero que en la práctica ha traído réditos importantes para su país- representaría un contrapeso para la oleada de populismo de la vieja izquierda latinoamericana. El triunfo de Lula implicaría el afianzamiento de un viraje siniestro a nivel continental con consecuencias ruinosas. No olvidemos que fue con la red de corrupción del Sr. Da Silva que se afianzaron las izquierdas radicales que hoy asolan las otrora sociedades libres del continente, incluyendo la nuestra.

Puede parecer desalentadora esta condición de América Latina y ciertamente lo es. No por nada miles de emprendedores y grandes talentos terminan emigrando hastiados de las envidias, de los recelos, de los odios por quien tiene éxito y en definitiva por esa cultura suicida que en cualquier momento lanza un país entero por el despeñadero y con ello, años de sueños y trabajo duro.

Pero hay esperanza y muchos valientes, una de las cualidades positivas de nuestro continente. Es en ellas que se deposita el porvenir, y Chile en particular cuenta con un gran capital en ese sentido. El despegue que iniciáramos como nación hace 50 años es un proceso que no ha de parar. La depresión en la mente nacional que nos afecta hoy, no terminará en suicidio como en otros países, porque a diferencia de ellos, el empuje del pueblo de Chile es diferente.