De la buena curiosidad, de la mala, y de los buenos libros

Miguel Sanmartín Fenollera | Sección: Arte y Cultura, Educación, Familia

Desde siempre, la curiosidad ha sido vista más como un vicio que como una virtud. El conocido refrán, “la curiosidad mató al gato”, es su más clara expresión. Y las vicisitudes de nuestros primeros padres en el Paraíso lo constatan. De hecho, santo Tomás la califica de vicio frente a la virtud de la estudiosidad, anexa a la templanza y que modera en el hombre, conforme a la recta razón, el deseo de conocer o de aprender. Por el contrario, para el Aquinate, la curiosidad propiamente dicha es el deseo desordenado de conocer lo que no es de la propia incumbencia, o de lo que puede haber peligro de saber, en razón de la propia debilidad.

Pero quizá no toda curiosidad sea mala. Posiblemente haya en ella -como cosa humana que es– trazas de bondad entremezclada con maldad (de hecho, en la estudiosidad del de Aquino hay algo de curiosidad). Por esta razón, es posible que hoy debamos acudir al baúl de los recuerdos, ese que se encuentra ya a punto de rebosar, para rescatarla. Aunque, es probable que antes tengamos que hacer algunos leves distingos en pro de la claridad.

Probablemente, lo primordial de este rescate sea la manera de hacerlo. De entrada, no creo que debamos seguir la senda de los filósofos, pues, amén de su complejidad, su razón de ser, en la mayoría de los casos, es equívoca. No obstante, podemos recordar que la cuestión de las preguntas y la curiosidad está íntimamente relacionada. Job se preguntaba, “¿De dónde viene la sabiduría?”. Sócrates fundamentó su método en la constante inquisición basada en su, “solo sé que no sé nada”. Y el francés Descartes habló de la duda metódica. Todo curiosidad. Todo preguntas. Y todas ellas en el filo de la navaja del pecado; unas conducentes a la luz; otras a la oscuridad.

Paradójicamente, si nos dejamos llevar por nuestra curiosidad natural hasta el final, constataremos que nuestro impulso motor en esta búsqueda no deberá ser el amor a la sabiduría que mueve a los filósofos, ni el deseo de obtener poder que impulsa a los reyes, o a los líderes políticos y militares, así como tampoco la vanidad y el orgullo que engatusa a muchos presuntos sabios y eruditos. No, aquello que nos impulse habrá de ser sencillamente el amor. Pero atención, porque tampoco se trata de un amor al conocimiento como el perseguido por los sabios y los científicos, cuyo interés es más por el puro conocer o por su utilidad, o incluso por la misma cosa conocida. Por el contrario, nuestro motor habrá de ser como el amor del peregrino que anhela volver a su hogar. Un amor al que se llega a través de una pregunta, la primera y última de las preguntas. ¿Cuál? Pues, no “¿qué es cada cosa?” o “¿cómo se hizo?”, sino más bien, “¿por qué?”.

Y es que el por qué de las cosas es siempre la intención, el propósito o el motivo de quien las hizo; y descansa habitualmente en el amor. Porque el amor subyace en cada buena intención o propósito; es aquello que los filósofos suelen llaman pomposamente causalidad final, y de lo que no dejan de hablar, frecuentemente, como si fuera una tendencia abstracta que habita en las cosas, pero que es siempre un hecho intencional: el amor de quien todo lo creó.

Ahora bien, llegados aquí nos surge otra importante cuestión: ¿Enseñamos a nuestros hijos a hacer esas preguntas? La verdad es que no sería necesario enseñarles a hacerlas, pues es algo innato en el hombre. ¿Qué niño no pregunta ¿por qué?? Sin embargo, ya no se escuchan con tanta frecuencia los ¿por qué? de antaño, en tanto que de fondo retumba el sonido de los utilitarios y prácticos ¿cuánto?, ¿cuándo? y ¿cómo?

Lo que ocurre hoy es que, en este actuar tan de los modernos de contravenir la naturaleza de las cosas, estamos amputando esa inquisitiva curiosidad infantil. Estamos matando esa mirada interrogativa que debería esperarnos en los ojos de cada niño. Y lo estamos haciendo, casi sin darnos cuenta, cada vez que descuidamos su inocencia. Porque, unido indeleblemente a esa profunda curiosidad, está la candidez del que nada sabe y solo siente inquietud por saber, del que en su ingenuidad no piensa que tenga nada que perder cuestionándolo todo, poniendo en juego su consideración, su inteligencia o su seriedad. Y es que la curiosidad está ligada indefectiblemente a la inocencia, y al acabar con ella –como constatamos sucede cada día– estamos acabando con la sana y natural curiosidad infantil. Desgraciadamente, la educación de nuestros hijos ha dejado de ser una franca búsqueda de la verdad. Y menos aún puede verse en ella un impulso nacido del amor al que me he referido.

Pero, no se inquieten, como siempre, los buenos libros acuden a nuestro rescate. La inocencia primera, esa materia prima en la que descansa toda sana curiosidad, aguarda entre sus páginas. Concretamente, en lo que se refiere a la misma, podemos hacer una breve relación orientativa, donde hallaremos pistas para distinguir la buena de la mala curiosidad, y enseñanzas y advertencias sobre las nefastas consecuencias que acarrea dejarse llevar por esta última.

Ya hemos citado a Adán y Eva, por lo que no extenderé con ellos, aunque son el inicio de todo, incluida la malsana curiosidad, hija del orgullo.

Luego está Pandora y su ánfora o caja. Y siguiendo con los clásicos, Homero nos regala las aventuras de Ulises con Polifemo y las sirenas.

También tenemos a Psique, con quien Cupido (ocultando su identidad) había contraído matrimonio. Un matrimonio condicionado, ya que el joven dios se había reservado el derecho de no mostrar su rostro a su esposa, temiendo que la joven pudiese averiguar su condición divina. Pero Psique fue vencida por la curiosidad, y, a la luz de una lámpara, contempló a su esposo mientras dormía, lo que le acarreó grandes problemas, si bien al final el amor (nunca mejor dicho) arregló las cosas.

En el poema épico Orlando Furioso, de Ariosto, Reinaldo, un caballero del séquito de Carlomagno, se detiene en un refugio. Allí le recibe una hechicera disfrazada de paje ante quien él lamenta la ausencia de su dama y expresa sus dudas sobre su fidelidad. Su anfitriona se ofrece a ayudarle, proponiéndole beber de una copa mágica que le permitirá saber qué hace su esposa. Pero Reinaldo rechaza la poción: “¿Qué puedo mejorar al probar la copa? Puede hacer poco bien y mucho daño”.

Al contrario de Ariosto, Cervantes –que conocía la obra del italiano–, en su novelita, intercalada en la primera parte de su Quijote, El curioso impertinente, deja caer a su protagonista, el caballero Anselmo, en la tentación de una malsana curiosidad sobre la honra de su esposa Camila, con miserables efectos para los protagonistas y para el tercero involucrado, el amigo de Anselmo, Lotario. Los dos autores relacionan ambos incidentes con los sucesos del Jardín del Edén, y, por lo tanto, con la idea de que la mala curiosidad es producto del orgullo. Se trata de la misma advertencia, pero desde puntos de vista opuestos.

Dejando a los clásicos, los cuentos de hadas, como siempre, son una fuente inagotable a la que acudir. El incidente del Gato de Cheshire, en Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, es un buen ejemplo. El cuento Barba azul, de Charles Perrault, es otra muestra. O la Caperucita roja, del citado autor francés o de los alemanes hermanos Grimm; pues, ¿qué, sino la curiosidad, hace detenerse a la niña a entablar un diálogo con el funesto lobo?

Las Montañas Azules es un cuento recopilado por Andrew Lang en El libro amarillo de los cuentos de hadas. En él, varios hombres son acogidos en un misterioso castillo, regentado por una triste dama. Todos los visitantes que preceden al protagonista, un joven irlandés, no preguntan a la dama que los acoge quién es, de dónde viene o cómo había llegado hasta allí (como habría aconsejado la buena curiosidad). Como consecuencia, ninguno de ellos, salvo el irlandés, averigua que se trata de una princesa encantada y cuál es la manera de liberarla de su hechizo, lo que finalmente consigue el protagonista. Como recompensa, el rey le otorga la mano de la princesa.

Siguiendo con los cuentos, en nuestra cultura popular no resulta difícil encontrar relatos que tengan por tema de fondo la curiosidad, casi siempre para censurar el abandono de la prudencia y la atribulada temeridad que esta falta suele llevar consigo. Así podrían citarse títulos como, Las tres naranjitas, El alma del cura, El cuarto prohibido, Las tres hilanderas, Los carboneros en el palacio, La vela de la vida, La posada encantada, o La muchacha embustera. Hay una edición de la editorial Siruela, titulada, Cuentos populares españoles, dónde podemos encontrar muchos de estos títulos.

Más o menos, la moraleja de la mitad de las historias del lóbrego y triste H.P. Lovecraft alertan al respecto de esa imprudente curiosidad, sobre todo La llamada de Cthulhu, en la que todos los que aprenden demasiado a cerca de los Primigenios acaban muertos, incluido el narrador.

En El sobrino del mago, una de novelas de las Crónicas de Narnia, el joven Digory no puede resistir la tentación de tocar una campana que está marcada con un poema de advertencia (una advertencia que, como casi todas, resulta tentadora). Pero esta campana despierta a la bruja Jadis, quien luego se convierte en la primera fuerza maligna en Narnia. El poema dice, en efecto: “Haz tu elección, aventurero desconocido; golpea la campana y aguarda el peligro, o pregúntate hasta enloquecer, qué habría sucedido si lo llegas a hacer”.

Ya en la antigua Roma, Ovidio nos advertía sobre estas fascinantes advertencias y prohibiciones: “Lo que somos libres de hacer nos disgusta. Lo que está prohibido nos abre el apetito”.

En los romances de caballerías sobre Perceval o Parzival, tanto Chrétien de Troyes como Wolfram hacen que el joven caballero, en su visita al castillo encantado, y a pesar de su curiosidad y de presenciar una extraña ceremonia en la que aparece el Grial, no pregunte el significado de todo lo que sucede ante él, lo cual resulta ser desastroso.

En Rikki-Tikki-Tavi, uno de los cuentos de Rudyard Kipling contenidos en su obra El libro de la Selva, la curiosidad de la mangosta Rikki la lleva a descubrir los funestos planes de la pareja de venenosas cobras Nag y Nagaina. Las serpientes tenían la intención de matar a los humanos que habían adoptado a la joven mangosta, pero averiguar sus planes con antelación da a la protagonista la oportunidad de derrotarlas. “El lema de la familia de las mangostas es ‘corre y entérate’, y Rikki-Tikki hacía honor a su raza”.

Y con Kipling dejo ya mis pesquisas porque no quiero incurrir en el vicio de la curiosidad, en ese del que santo Tomás nos advertía, nacido del deseo desordenado de conocer o saber lo que no es de la propia incumbencia. Y es que ahora, la cuestión de elegir cuáles de esos libros (o los muchos otros similares que aguardan en los estantes) ponen en manos de sus hijos, es ya tarea suya.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Infocatólica, el lunes 17 de octubre de 2022.