Persistencia de la majestad

Joaquín Fermandois | Sección: Historia, Política, Sociedad

¿Qué vigencia tiene una monarquía hoy en día? En el Reino Unido, mientras más se sube en la escalera social, más es de bon ton espetar un sarcasmo sobre la realeza. A pesar de las tormentas, para las sucesivas efemérides de los 50, 60 y 70 años de reinado de Isabel II, como para su octogésimo y nonagésimo aniversarios, el delirio de las masas ha sido esplendoroso, carente además de toda expresión de violencia. Una institución solo juzgada de mal gusto desde el punto de vista de los exquisitos y de los que por principio rechazan la idea de la moderna monarquía constitucional. ¿Cómo es posible que subsista una institución anacrónica?, musitan algunas élites.

La corona inglesa debería haber desaparecido después de la “Gloriosa Revolución” de 1689, pues, al dejar definitivamente de ser monarquía absoluta, la razón de ser aparente indicaba que su destino ineluctable era ser una república, que sería la respuesta lógica a la era democrática. Sin embargo, la monarquía constitucional ha sido una de las fórmulas institucionales más notables de la modernidad, en una relativamente gran cantidad de países, estables y algo desarrollados por regla casi general. Dentro de ellas, a la inglesa le tocó ser la más famosa, el paradigma de su condición, la monarquía por antonomasia. Si algún día entra en crisis, será inevitable que esta se propague al resto. La sociedad humana no será necesariamente mejor por ello. ¿Cuál es la gracia de este engendro?

La monarquía nace del orden patriarcal familiar —aunque reinas señaladas ha habido desde tiempos inmemoriales—, lo que estuvo vinculado a una estructura autoritaria. De ahí que su coexistencia con el orden democrático moderno pueda, para ojos superficiales, ser mirada como un contrasentido. Sin embargo, su función es la misma de todo lo simbólico y tradicional en la esfera ceremonial del Estado moderno, sobre todo en aquellos a los que consideramos como modelos. Se trata de conciliar la magia que emana de la imagen familiar, vinculada a alguna noción de lo sagrado y permanente, con la transformación incesante y la discusión interminable acerca de los valores y decisiones de la sociedad moderna. No es extraño que haya surgido en la nación que fue pionera en el desarrollo constitucional (¡sin Constitución!) de la sociedad abierta, lo que hoy llamamos el Reino Unido.

Se trata de una construcción eminentemente frágil, que depende además de una sabiduría heredable en la familia que debe desempeñar este papel. Esto es lo más arduo de lograr en este cuadro. La reina Isabel II demostró una enorme gracia, dignidad y clase —en el mejor sentido de la palabra— en esta calidad, en medio de cambios monumentales de la cultura colectiva. Esto la coloca en un mismo nivel con dos ilustres antecesoras, Isabel I, en el todavía barbárico siglo XVI, y Victoria, quien trazó el sentido de la monarquía moderna en el XIX. Isabel II, con justicia pertenece al trío que definió a su patria. Supo conservar la tradición para vitalizar hasta donde se puede a una nación en medio de la metamorfosis cultural y social de la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días.

Parte de su fortaleza es que se supo adaptar a las necesidades de los medios de la cultura de masas sin ser absorbida por ellos. A veces se orilla el abismo. El error capital de Carlos y Diana fue que en un momento se comportaron como actores de Hollywood, lo mismo que Harry y Meghan. No sabían de qué se trataba el asunto. El desafío de la nueva generación, si se quiere perseverar en esta delicada tradición tan complementaria y extraña a la vez a nuestro mundo, es saber comprender y asumir sus raíces y necesidad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 20 de septiembre de 2022.