La peste liberal

Pedro L. Llera | Sección: Política, Religión, Sociedad

¿Qué tienen en común todas estas noticias que hemos leído recientemente?

El sacerdote jesuita disidente, P. James Martin, ha recurrido a las redes sociales para denunciar a un obispo de Dakota del Sur por publicar una serie de directrices pastorales que defienden la fe contra la agenda radical LGBT. Martin dijo que “la gente debería poder y ser alentada a “celebrar” quiénes son y, más importante, cómo los hizo Dios, incluyendo a las personas LGBTQ”.

En una diócesis católica suiza, una mujer concelebra una misa, saltándose a la torera la doctrina y las leyes de la Iglesia: un abuso litúrgico más; uno de tantos: como el que celebró misa encima de una colchoneta dentro del agua en una playa… O los que solo dan la comunión en la mano o los que ponen a seglares – hombres y mujeres – de manera ordinaria a ser ministros extraordinarios de la comunión; o los que se inventan la misa de manera creativa.

El cardenal Roche, por su parte, critica a los enemigos “tradicionalistas”, tratándolos de “histéricos” y protestantes. Los malos, al parecer, somos los que profesamos la fe católica de siempre: la de los santos, la de nuestros padres, la que levantó iglesias y catedrales; la que fundó una civilización durante siglos.

Y por otra parte, tenemos dos políticas que defienden el aborto: una estadounidense y otra castiza.

¿Qué tienen todos estos políticos y eclesiásticos en común? Pues que todos ellos son liberales y actúan con mentalidad y presupuestos liberales.

Sí. El Liberalismo es una peste que lo ha invadido todo y que todo lo mancha. El Liberalismo es la marea negra que todo lo ensucia y amenaza con destruir el mundo, destruirnos a nosotros y a la Iglesia. Está por todas partes: en la política, en la mentalidad y en la conciencia de la mayoría de las gentes y dentro de la mismísima Iglesia, que siempre había condenado el Liberalismo.

Defino Liberalismo tal como lo hace León XIII en Libertas Praestantissimum (1888): “El principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada”.

En román paladino: el Liberalismo consiste en eliminar a Dios de la vida de los hombres, de las familias y de la vida social y política. El Liberalismo desvincula al hombre de Dios: que cada uno haga lo que quiera, sin obedecer la Ley de Dios. Es la llamada “libertad negativa”, que se llama así porque se define exclusivamente por la ausencia de impedimento y de constricción a la acción. Ser libre consistiría en que nadie se interponga en mi actividad. La libertad negativa es la afirmación de la voluntad incondicionada. Por lo tanto, la libertad negativa es el fundamento de la amoralidad como punto de partida de la vida humana y de la política.

El hombre es dueño absoluto de sí mismo y de sus acciones. Cada uno es dueño de sí mismo (se autoposee) y puede autodeterminarse según sus propias leyes. Es el hombre quien decide lo que está bien y lo que está mal: “Seréis como Dios”. La libertad liberal es independencia respecto al orden dado de las cosas y reivindicación de la soberanía de la voluntad, sea esta la del individuo, la de la sociedad o la del Estado: “yo soy o seré lo que yo quiera ser”. Y Dios no tiene nada que decirme: Yo individuo decido si quiero ser hombre o mujer o ninguna de las dos cosas. Puedo ser lo que me dé la gana ser porque mi voluntad es soberana: no Dios.

Yo sociedad puedo decidir por el consenso de las mayorías autodeterminadas si asesinar a niños inocentes en el seno de sus madres es un derecho de la mujer. Porque la mujer es libre y autónoma y dueña de su cuerpo y de su destino. Y es libre para decidir si su hijo vive o muere. Porque el niño no es persona todavía, pues no es libre ni autónomo y depende en todo de su madre. Y lo mismo ocurre con la eutanasia, con la experimentación con embriones, con la ciencia sin límites morales…

Yo Estado determino lo que está bien o mal, al margen de Dios o contra Dios: es el fundamento del fascismo, del nazismo o del comunismo. La voluntad del Partido, del líder, del caudillo o de la clase proletaria decide lo que está bien y lo que está mal, por encima de Dios o al margen de Dios o, incluso, contra la Ley de Dios: incluida la vida y el destino de los individuos, que siempre deben acatar sin rechistar los designios del amado líder o del partido o del Estado o de la raza.

Por eso, todas las ideologías de la Modernidad son de raigambre liberales. Porque ninguna de ellas acepta subordinarse a Dios ni a sus Mandamientos. Dios no existe. Es un mito del pasado. Los creyentes hablan con amigos imaginarios y viven en el pasado medieval: son fanáticos peligrosos que quieren imponernos de nuevo la inquisición para reprimir la libertad individual y los derechos humanos. Y los derechos humanos los establece el Estado o la sociedad por consenso de las mayorías, al margen de la Ley de Dios. Dios no existe. Y si existe, la fe es una cuestión íntima que el individuo debe vivir en su fuero interno, en su casa o en sus templos. Pero la fe no debe tener relevancia en el ámbito social: hay que separa la religión de la política.

Cuando alguien pone su voluntad por encima de la voluntad de Dios, es un liberal y, en consecuencia, un impío. Cuando James Martin, sj, pretende cambiar la doctrina católica sobre la homosexualidad, lo hace porque considera que los mandamientos son leyes puramente humanas que se pueden cambiar por la voluntad del clero. La Ley de Dios es un invento que yo puedo cambiar para adaptarla a las necesidades del mundo. No llamamos ya a la conversión del mundo, sino que el mundo exige que la Iglesia se convierta a la ideología luciferina, satánica, del Liberalismo imperante. Antes había mártires que morían por defender la Ley de Dios frente al poder político que pretendía modificarla a su gusto: véase el caso de Santo Tomás Moro y Enrique VIII. Ahora ya no. Ahora James Martin quiere bendecir el pecado, que haya bodas de homosexuales bendecidas en las Iglesias y convertir en virtuosa la sodomía. Dios no puede condenar como pecado la fornicación. ¿Solución? Cambiar la Ley de Dios para que sea a mi gusto y a gusto del mundo.

Para los católicos, la libertad debe ir de la mano de la Verdad y mantenerse bajo el imperio de la Caridad. La libertad es la posibilidad de elegir el camino para ir al cielo. Pero tiene una finalidad: la felicidad eterna. La libertad siempre ha de dirigirse al bien. Cuando me equivoco y elijo como algo bueno aquello que no lo es, entonces es cuando peco. La libertad es para el bien y para la caridad. Volvemos a la Libertas: De modo parecido, la voluntad, por el solo hecho de su dependencia de la razón, cuando apetece un objeto que se aparta de la recta razón, incurre en el defecto radical de corromper y abusar de la libertad. Y ésta es la causa de que Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo. Esta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección.

El pecado es una corrupción y un abuso de la libertad. No somos libres para pecar, sino para hacer el bien.

En el fondo, hay un error en el concepto de “dignidad humana”. Los liberales dicen que el hombre solo es digno cuando es autónomo y tiene capacidad de autodeterminación. Esto convierte en indignas las vidas de niños, ancianos, enfermos, discapacitados… Porque ninguno de ellos es autónomo. Y así, los liberales no les consideran personas porque no son libres ni responsables de sus actos. Y si no son autónomos ni dignos ni personas, no son tampoco sujetos de derechos (de derechos humanos). Por eso se puede matar a los niños no nacidos, a los ancianos y enfermos… Y se llama “muerte digna” al asesinato legal de quienes no llevan una “vida digna”. Por eso la mujer puede decidir sobre su embarazo; pero el niño no nacido, no. Ella es persona y el niño no lo es. Por eso se le puede despedazar: no tiene derechos porque no es persona. Así razonan los impíos liberales.

San Pío X condenaba ese concepto falso de dignidad en su Encíclica Notre charge apostolique (1910): “En la base hay una idea falsa de la dignidad humana. El hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades. Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano; sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guía y sin auxilios por el camino de la ilusión, en el que, aguardando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error  y las pasiones. Además, ¿cuándo vendrá este gran día? A menos que cambie la naturaleza humana, ¿vendrá ese día alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa pretendida dignidad? y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con modestamente su surco en el puesto que la Providencia les ha, señalado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serán dignos de llamarse hombres, ellos a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo?

Hay una falsa idea de dignidad y una falsa idea de fraternidad, que también condena San Pío X: “Lo mismo sucede con la noción de la fraternidad, cuya base colocan en el amor de los intereses comunes, o, por encima de todas las filosofías y de todas las religiones en la simple noción de humanidad, englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, tanto intelectuales y morales como físicas y temporales. Ahora bien, la doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual y moral no menos que en el celo por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que la fuente del amor al prójimo se halla en el amor de Dios, Padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, cuyos miembros somos, hasta el punto de que aliviar a un desgraciado es hacer un bien al mismo Jesucristo. Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero

La caridad cristiana y Jesucristo mismo, la verdadera base de la fraternidad humana.

Ciertamente, la experiencia humana está ahí, en las sociedades paganas o laicas de todos los tiempos, para probar que, en determinadas ocasiones, la consideración de los intereses comunes o de la semejanza de naturaleza pesa muy poco ante las pasiones y las codicias del corazón. No, Venerables Hermanos, no hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudarlos a todos y para llevarlos a todos a la misma fe ya la misma felicidad del cielo. Al separar la fraternidad de la caridad cristiana así entendida, la democracia, lejos de ser un progreso, constituiría un retroceso desastroso para la civilización”.

Y en ese retroceso desastroso estamos ahora metidos hasta el cuello. El Papa Santo lo tiene claro: “No se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la “ciudad” nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la “ciudad” católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”.

León XIII lo deja claro en Libertas: “Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo”. 

El Liberalismo, obviamente, es condenado como pecado de rebelión contra Dios: “25. La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica. Todo lo que Nos hemos expuesto hasta aquí se refiere a esta especie de liberalismo”.

Pío IX, en el Syllabus (1864), condena con claridad meridiana los errores del liberalismo. Todas las proposiciones recogidas están condenadas por la Iglesia. Selecciono algunas de ellas, que resultan de una actualidad asombrosa:

§ I. Panteísmo, Naturalismo y Racionalismo absoluto

I. No existe ningún Ser divino [Numen divinum], supremo, sapientísimo, providentísimo, distinto de este universo, y Dios no es más que la naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo tanto a mudanzas, y Dios realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es una sola y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y misma cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.

II. Dios no ejerce ninguna manera de acción sobre los hombres ni sobre el mundo.

III. La razón humana es el único juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta independencia de Dios; es la ley de sí misma, y le bastan sus solas fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos.

IV. Todas las verdades religiosas dimanan de la fuerza nativa de la razón humana; por donde la razón es la norma primera por medio de la cual puede y debe el hombre alcanzar todas las verdades, de cualquier especie que estas sean.

V. La revelación divina es imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido correspondiente al progreso de la razón humana.

VI. La fe de Cristo se opone a la humana razón; y la revelación divina no solamente no aprovecha nada, pero también daña a la perfección del hombre.

VII. Las profecías y los milagros expuestos y narrados en la Sagrada Escritura son ficciones poéticas, y los misterios de la fe cristiana resultado de investigaciones filosóficas; y en los libros del antiguo y del nuevo Testamento se encierran mitos; y el mismo Jesucristo es una invención de esta especie.

§ II. Racionalismo moderado

VIII. Equiparándose la razón humana a la misma religión, síguese que la ciencias teológicas deben de ser tratadas exactamente lo mismo que las filosóficas.

IX. Todos los dogmas de la religión cristiana sin distinción alguna son objeto del saber natural, o sea de la filosofía, y la razón humana históricamente sólo cultivada puede llegar con sus solas fuerzas y principios a la verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los más recónditos, con tal que hayan sido propuestos a la misma razón.

X. Siendo una cosa el filósofo y otra cosa distinta la filosofía, aquel tiene el derecho y la obligación de someterse a la autoridad que él mismo ha probado ser la verdadera; pero la filosofía no puede ni debe someterse a ninguna autoridad.

XI. La Iglesia no sólo no debe corregir jamás a la filosofía, sino que también debe tolerar sus errores y dejar que ella se corrija a sí misma.

XII. Los decretos de la Sede apostólica y de las Congregaciones 

XIII. El método y los principios con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la Teología, no están de ningún modo en armonía con las necesidades de nuestros tiempos ni con el progreso de las ciencias.

XIV. La filosofía debe tratarse sin mirar a la sobrenatural revelación.

§ III. Indiferentismo. Latitudinarismo

XV. Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por verdadera.

XVI. En el culto de cualquiera religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.

XVII. Es bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.

XVIII. El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios.

§ IV. Socialismo, Comunismo, Sociedades secretas, Sociedades bíblicas, Sociedades clérico-liberales

Tales pestilencias han sido muchas veces y con gravísimas sentencias reprobadas en la Encíclica Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846; en la Alocución Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Encíclica Noscitis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849; en la Alocución Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854; en la Encíclica Quanto conficiamur maerore, 10 de agosto de 1863.

No sigo, aunque les invito a leer toda la colección de errores condenados por Pío IX. Algunos de esos errores – por no decir que todos ellos – tienen una actualidad asombrosa, teniendo en cuenta que el Syllabus se publicó en 1864.

El liberalismo es pecado. Y ese pecado ha tomado el poder político y las conciencias de la mayoría de los ciudadanos de las sociedades que antes eran católicas. Y lo que es peor aún: el liberalismo ha tomado al asalto a la propia iglesia jerárquica. El humo de Satanás huele a liberalismo que apesta. Y así la tristemente famosa iglesia del nuevo paradigma, la nueva iglesia modernista es asquerosamente liberal y quiere doblarle el brazo a Dios y ganarle el pulso para cambiar la moral, la liturgia y la doctrina católica para crear una nueva iglesia que ya no es la Iglesia de Cristo, sino la de Spinoza. Es una Iglesia sin Cristo, sin redención; una iglesia en que todos se salvan, en que cualquier religión sirve para salvarse; una iglesia que no cree en el infierno. La fe debe progresar y evolucionar con los tiempos, dicen. Como si Cristo no fuera el mismo ayer, hoy y siempre y como si la Ley de Dios no fuera eterna y universal.

Sí. Definitivamente, el liberalismo es una peste: es el origen de todos los males que aquejan a este mundo nuestro, que vive momentos realmente trágicos. El Liberalismo es Satanás diciendo con toda su soberbia: “no serviré a Dios, no lo obedeceré”. Por paradójico que pueda resultar, cuanto más unido estás a Dios, más libre eres; y cuanto más te separes de Dios siguiendo los cantos de sirena del Liberalismo, más esclavo. Vivir unido a Dios libera y da felicidad. Vivir apartado de Dios, esclaviza, porque el pecado te encadena. 

Y frente a Satanás, pisando la cabeza de la Serpiente, María, ejemplo de humildad y de caridad – la llena de gracia – nos enseña el camino de la santidad: “hágase en mí según tu palabra”. “He aquí la esclava del Señor”. Nosotros, católicos, somos hijos de María. Y su Inmaculado Corazón triunfará sobre los impíos. Y ante el nombre de Cristo, toda rodilla se doblará en el cielo, en la tierra y en el abismo. Y toda lengua proclamará que Jesús es Señor para gloria de Dios Padre.

El Liberalismo no triunfará porque Lucifer será arrojado al infierno. Cristo vence. Cristo es Rey.

¡Viva Cristo Rey! ¡Viva María Santísima!

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por InfoCatólica, el lunes 5 de septiembre de 2022.