La legitimidad de un gobierno político

Gonzalo Ibáñez S.M. | Sección: Política

La importancia del acto plebiscitario al cual los chilenos hemos sido llamados para pronunciarnos acerca del proyecto presentado por la Convención Constituyente nos impera, desde luego, una reflexión acerca del contenido de la propuesta, pero también acerca del carácter obligatorio que ella pretende tener sobre nosotros y que viene expresado en el art. 16 inc. 1° del proyecto: “Los preceptos de esta Constitución obligan a toda persona, grupo, autoridad o institución”. La primera pregunta que aparece en este camino es precisamente ésta, la de saber si basta una determinada mayoría electoral para que un texto legal adquiera el carácter de obligatorio respecto de las personas que forman parte de una comunidad política.

Es la pregunta acerca de la legitimidad del gobierno político -en este caso ejercido por el conjunto de la población- respecto de la cual, en nuestra cultura, siempre se ha distinguido entre la legitimidad de origen de ese gobierno y su legitimidad de ejercicio. Para ésta última, a las reglas que regulan el acceso al gobierno -una mayoría de los votantes, por ejemplo- debe sumarse un ejercicio del poder que sea expresión de su naturaleza y finalidad cual es la de servir al pleno desarrollo de la comunidad puesta a su cuidado. Ninguna voluntad, ni la del rey, ni la de las mayorías, ni siquiera la de la unanimidad, puede arrogarse la pretensión de obligar al resto por el solo hecho de ser tal voluntad. 

En este sentido, cabe señalar que el proyecto constitucional sometido a nuestra consideración despierta una importante cantidad de dudas e interrogantes que no pueden quedar pendientes. Por ejemplo, algunas de las que han sido objeto de reflexiones por parte de los obispos de la Iglesia Católica: “Llama la atención que la propuesta constitucional reconozca derechos a la naturaleza y exprese preocupación por los animales como seres sintientes, pero no reconozca ninguna dignidad ni ningún derecho a un ser humano en el vientre materno. Y esto da a la propuesta una impronta deshumanizante, porque deja indefensos a los seres humanos más frágiles y propone como solución a un problema real un acto violento” (N° 12). Con razón entonces los Obispos recuerdan a San Juan Pablo II quien en su encíclica Evangelium Vitae con toda claridad expone “En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto” (N° 12). Precepto válido no sólo para quienes se reconozcan parte de la Iglesia Católica; sino para todos. El ser que se forma en el vientre de una madre y que después se desarrolla en él durante nueve meses, es humano desde el momento mismo de su concepción por la unión de un óvulo femenino y un espermatozoide masculino. Como por lo demás va a quedar a la vista muy pocos días después.

También son preocupantes las observaciones que los obispos hacen respecto de la indefinición en que el proyecto deja a la familia tanto como a la tarea de los padres en la educación de sus hijos. En fin, entre otras más, la hostilidad al carácter subsidiario que corresponde tenga un estado bien organizado y que puede dejar abierta la puerta para que éste, bajo el pretexto de igualdad u otros similares, termine convirtiéndose en un estado totalitario donde todo y todos entren a depender de él de manera exhaustiva extinguiéndose así todo rastro de libertad individual.

Hay así, en el proyecto constitucional, cuestiones que no van a ganar legitimidad por el solo hecho de ser aprobadas por mayorías, aunque éstas sean abrumadoras. O la tienen por su contenido o carecerán de ella mientras no sean corregidas. Lo cual debe tenerse siempre a la vista, porque no tardaremos en encontrarnos con estas últimas. ¿Deberá un padre permanecer impasible cuando desde el Estado provenga una política educacional que puede corromper a la juventud, por ejemplo, en materia de sexualidad? Una política que en definitiva pondrá a los padres ante la disyuntiva de ser fieles súbditos de un poder que da como máxima razón el número de votos que lo apoya o ser fiel a su condición de padre que le impera defender a su hijo de actos de corrupción.  Algo similar puede sucederle a un médico puesto en la obligación de practicar un aborto. Podrá haber objeción de conciencia, pero ese médico sabe que, si la invoca, quedará desvalorizado frente a las autoridades del gobierno. ¿Deberemos, por otra parte, permanecer impasibles mientras se frena el desarrollo del país por las trabas que se ponen a la iniciativa privada y al ejercicio del derecho de propiedad?

De cara a estas posibilidades y aunque ellas fueran mínimas, conviene
a cualquier evento recordar una vieja verdad: la democracia, más que
el derecho a gobernar es el derecho a ser bien gobernado, a exigir que
se gobierne bien y, eventualmente, si las circunstancias así lo imperan,
a dotarnos de un buen gobierno.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de
Valparaíso, el jueves 1 de septiembre de 2022.