El conflicto entre Occidente y Rusia es religioso

Emmet Sweeney | Sección: Historia, Religión, Sociedad

La guerra actualmente en curso en Ucrania, que enfrenta a Ucrania como un representante del Occidente colectivo contra Rusia, es principalmente ideológica o religiosa, con Rusia representando lo que queda de la Europa cristiana, y “Occidente” representando una ideología totalitaria que aborrece la religión en general y el cristianismo en particular.

Esta declaración puede sonar extraña, dado el hecho de que algunos occidentales, aunque cada vez menos, todavía ven a “Occidente” (básicamente Europa y América del Norte) como cristiano y a Rusia como comunista o criptocomunista. Pero éste ya no es el caso, y no lo ha sido durante un tiempo considerable. De hecho, los treinta años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética han sido testigos de una completa inversión de papeles; el Occidente colectivo es ahora un bloque de poder totalitario y agresivamente antirreligioso que busca exportar su ideología anticristiana y antihumana al resto del mundo. Y Rusia es odiada por la élite gobernante de Occidente precisamente porque se ha resistido a este proceso y, además, ha ido en la dirección opuesta: habiendo sido una vez un defensor activo del “materialismo científico” y el ateísmo, Rusia ha vuelto a sus raíces cristianas ortodoxas y ha revertido las políticas y actitudes más perniciosas de la era soviética.

Para demostrar la verdad de esto, debemos observar la historia de Rusia y su interacción con Occidente desde principios de la década de 1990.

En 1991, cuando se disolvió oficialmente la Unión Soviética, estaba claro que Occidente había ganado la Guerra Fría. La propia Rusia, bajo su nuevo presidente Boris Yeltsin, proclamó abiertamente el fin de todas las hostilidades. Se permitió que los países satélites de Rusia en Europa del Este siguieran su propio camino, y se permitió que las repúblicas autónomas dentro de la Unión Soviética se declararan países independientes. El antiguo sistema soviético de propiedad estatal fue oficialmente abolido y casi todo fue privatizado. La prensa y los medios en general quedaron libres de toda censura y ahora podían decir lo que quisieran. Rusia, bajo Yeltsin, tendió la mano de amistad a Occidente, un gesto que no fue correspondido y, en última instancia, rechazado.

La euforia de 1991 pronto cedió y la década de 1990 resultó ser una década catastrófica para Rusia y su pueblo. En primer lugar, la política de privatización resultó ser desastrosa. Se aprobó una ley que prohibía a los extranjeros comprar servicios e industrias rusas; sólo los rusos podían hacerlo. Desafortunadamente, nadie en Rusia, hasta ahora un país comunista, tenía dinero. Sin embargo, ciertos grupos dentro del país, principalmente judíos étnicos, tenían conexiones importantes y ricas en el extranjero. Estos hicieron arreglos para que se enviaran fondos a Rusia con el fin de comprar las industrias estatales del país. Desesperada por cualquier dólar y euro que pudiera poner en sus manos, la administración de Yeltsin vendió estas industrias por una pequeña fracción de su valor real (sólo los recursos naturales de Rusia la convertían potencialmente en uno de los países más ricos del planeta). Los compradores de dichas industrias se convirtieron en los notorios “oligarcas”, quienes sistemáticamente saquearon el país durante casi diez años, en lo que ha sido calificado como el mayor acto de expolio de la historia. En lugar de reinvertir parte de las ganancias en las empresas, los oligarcas exportaron casi todas, empobreciendo tanto a sus empleados como al país en general. El resultado fue que grandes segmentos de la población comenzaron a experimentar graves dificultades. Muchos estuvieron al borde de la inanición y muchos murieron de hipotermia durante los crudos inviernos rusos. A algunos empleados estatales se les pagaba con coles, y se estima que Rusia sufrió más de cinco millones de muertes en exceso entre 1991 y 2000. La mayoría de estas fueron causadas por enfermedades simples como la influenza, que se convirtió en neumonía por falta de fondos para comprar un antibiótico. Pero las muertes por todas las causas, incluidos el asesinato, el suicidio, el alcoholismo y la adicción a las drogas, se dispararon. Rusia era un país que se desmoronaba y la población comenzó a caer en picada.

Durante este tiempo, un movimiento de independencia checheno, financiado con aportes de Arabia Saudita y (supuestamente) de Occidente, lanzó una campaña violenta contra las autoridades rusas. Siguió una guerra salvaje, que cobró decenas de miles de vidas, y finalmente resultó en 1997 con el reconocimiento de Yeltsin de una Chechenia semi-independiente. Los movimientos de independencia comenzaron a aparecer en otras regiones autónomas y estaba claro que la propia Rusia estaba al borde de la desintegración.

Durante todo esto, la actitud de Occidente, o de quienes controlan Occidente, fue llamativa. Los medios occidentales, en ese momento en manos de unas pocas megacorporaciones, estaban casi alegres al informar sobre el trauma de Rusia. En su sufrimiento, el pueblo ruso se convirtió en el blanco de Schadenfreude de Occidente. Y debe tenerse en cuenta que fue precisamente en la década de 1990 cuando las corporaciones estadounidenses comenzaron a “tercerizar” masivamente sus industrias a otras ubicaciones menos costosas. Fábricas enteras, junto con su maquinaria y tecnología, fueron relocalizadas en masa, principalmente a China. Casi nada fue a Rusia. Esto a pesar del hecho de que China siguió siendo un país comunista y, de hecho, totalitario. Así que Rusia, que había tendido la mano amistosa a Occidente y había permitido que los pueblos subyugados quedaran libres, siguió siendo tratada como un enemigo y fue efectivamente saqueada por los intereses occidentales, mientras que China, que no hizo tal cosa, ahora era tratado como un favorecido socio comercial. ¿Cómo explicar una disparidad tan asombrosa?

No parece haber otra explicación lógica que no sea asumir una antipatía cultural/religiosa subyacente hacia Rusia y su gente por parte de un segmento muy grande de la plutocracia gobernante de Occidente. Sugiero que éste es el caso, y es la religión de Rusia la raíz del asunto.

Durante la era comunista, el cristianismo fue suprimido en Rusia y en todo el bloque soviético. En su peor momento, bajo Lenin and Stalin, el régimen comunista masacró millones de cristianos. Las víctimas eran principalmente ortodoxas pero cristianos de todas las denominaciones sufrieron. Incluso después de la muerte de Stalin, en los ’80, la religión siguió siendo perseguida. Todos los niños eran obligados a asistir a clases de ateísmo, durante las cuales, se hacía mofa de la cristiandad y la fe religiosa.

Al final del comunismo, la Iglesia ortodoxa era un pequeño remanente de lo que había sido bajo los zares, pero eso pronto comenzó a cambiar. Las dificultades dieron a luz un renacimiento espiritual. A mediados de la década de 1990, la Iglesia Ortodoxa Rusa, así como otras ramas del cristianismo, comenzaron a experimentar un crecimiento notable. No fue, sin embargo, hasta la primera década del siglo XXI, bajo la presidencia de Vladimir Putin, que este movimiento se volvió realmente significativo.

Putin había ocupado un puesto de alto nivel en la administración de Yeltsin, y sin duda los oligarcas, en ese momento los verdaderos gobernantes de Rusia, lo veían como un par de manos seguras en las que se podía confiar para continuar con las políticas que les habían permitido saquear el país durante casi una década. Fue nombrado Primer Ministro el 9 de agosto de 1999; y apenas cuatro meses después, en diciembre, fue nombrado Presidente en funciones de Rusia, tras la inesperada dimisión de Boris Yeltsin. Putin ganó fácilmente las elecciones presidenciales del 20 de marzo de 2000 con el 53% de los votos. Una de las razones de la popularidad de Putin fue que fue visto como un líder fuerte durante la Segunda Guerra Chechena, que comenzó el 7 de julio de 1999, sólo dos días antes de su nombramiento como Primer Ministro. La guerra terminó en abril de 2000, con Chechenia nuevamente como parte de la Federación Rusa, una victoria que mejoró la reputación de Putin como un hombre fuerte, dispuesto y capaz de restaurar la estabilidad y hacer cumplir la ley.

Durante los siguientes cinco años, Putin demostró que los plutócratas gobernantes estaban muy engañados al creer que podían hacerlo parte de su equipo y tenerlo bajo control. Por el contrario, el nuevo presidente se dispuso a romper su poder. La siguiente década fue testigo de una serie de casos y juicios legales que dejaron a algunos de los oligarcas en prisión y otros obligados a pagar una compensación sustancial. Otros, posiblemente los más criminales, huyeron del país y sus bienes fueron confiscados. La ruptura del poder de los oligarcas, junto con la de la “mafia rusa” que impuso su gobierno corrupto, comenzó a restaurar cierta forma de normalidad.

Paralelamente a sus reformas económicas, Putin supervisó un renacimiento de la fe ortodoxa rusa. En un acto de gran importancia simbólica, visitó el gran complejo monástico ortodoxo del Monte Athos en Grecia en 2001, apenas un año después de su presidencia. Aunque este intento tuvo que ser abortado debido a una tormenta que dejó en tierra su helicóptero, y un segundo intento en 2004 igualmente archivado cuando tuvo que regresar a Rusia para hacer frente al asedio a la escuela de Beslan, finalmente logró llegar a la Montaña Sagrada en 2005. Allí estableció un vínculo con los monjes que transformó su comunidad e impactó la vida de los rusos comunes. Se inició un importante programa de construcción de iglesias y el número de asistentes a la iglesia comenzó a crecer. Putin dejó en claro que consideraba a la ortodoxia como la religión nacional de Rusia y otorgó una posición legal privilegiada la Iglesia. Tales gestos simbólicos fueron respaldados por una nueva legislación que comenzó a transformar la sociedad rusa: se endurecieron las leyes de aborto del país, hasta ahora una de las más liberales del mundo. En octubre de 2011, el parlamento ruso aprobó una ley que restringió el aborto a las primeras 12 semanas de embarazo, con una excepción hasta las 22 semanas si el embarazo era el resultado de una violación. La nueva ley también hizo obligatorio un período de espera de dos a siete días antes de poder realizar un aborto, para permitir que la mujer “reconsidere su decisión”.

Durante este período, los medios de comunicación occidentales había pasado de ser condescendientes con Rusia, a una abierta hostilidad. Ya en 2005, los académicos Ira Straus y Edward Lozansky comentaron sobre una cobertura negativa pronunciada contra Rusia en los medios estadounidenses. Mostraron el contraste entre el sentimiento negativo de los medios con el sentimiento mayoritariamente positivo del público estadounidense. A medida que Rusia mostraba signos crecientes de un renacimiento cristiano, los medios de comunicación en Occidente se volvían cada vez más hostiles. Sin embargo, rara vez los periodistas atacaron abiertamente a Rusia por su “cristianización”; normalmente, los columnistas, conscientes del hecho de que un gran número de personas en Occidente continuaban describiéndose a sí mismos como cristianos, presentaban sus comentarios antirrusos como resultado de la “agresión”, la “corrupción” o la “falta de democracia” de Rusia. Sin embargo, todo eso cambió con la nueva ley del aborto de 2011. Ahora los ataques contra Rusia se volvieron explícitamente ideológicos. Los rusos, nos dijeron, estaban oprimiendo a las mujeres y dándole la espalda al “progreso”.

Sin embargo, no fue hasta 2013 que la retórica antirrusa se volvió hiperbólica. En ese año, el parlamento ruso aprobó la llamada ley de “propaganda gay”. El proyecto de ley, descrito como “Proteger a los niños de la información dañina para su salud y desarrollo”, prohibió explícitamente los desfiles del Orgullo Gay, así como otras formas de material LGBT, como libros y panfletos, que intentaban normalizar la homosexualidad e influir en las actitudes de los niños hacia la homosexualidad. De hecho, desde alrededor de 2006, muchos distritos en Rusia habían estado imponiendo sus propias prohibiciones locales sobre dicho material, aunque estas reglas no tenían poder fuera de su propia jurisdicción. El proyecto de ley, que fue promulgado por Putin el 30 de junio de 2013, fue extremadamente popular y fue aprobado por unanimidad en el Parlamento ruso, con solo una abstención. Pero el impacto en la nomenklatura de Occidente que forman los guardianes de la opinión aceptable, fue inmediato. Casi unánimemente, los medios de comunicación occidentales comenzaron a comparar a Putin con Adolf Hitler; era un “matón”, un “fascista”, un “asesino”. Entre ataques de furia hirviente, se convirtió en el blanco de la sátira mordaz. Fue elegido para el papel de una caricatura del villano de James Bond, que asesinaba y torturaba rutinariamente a aquellos a los que guardaba rencor. Incluso hay evidencia, ciertamente algo circunstancial, de que los organismos de inteligencia occidentales, como la CIA y el MI5, se involucraron activamente en la propaganda antirrusa.

El efecto de esta avalancha de demonización sobre los occidentales comunes pronto comenzó a mostrarse: mientras que en 2006 solo el 1 % de los estadounidenses mencionaba a Rusia como “el peor enemigo de Estados Unidos”, en 2019 el 32 % de los estadounidenses, incluido el 44 % de los votantes demócratas, compartía esta opinión. Sin embargo, solo el 28% de los republicanos estuvo de acuerdo; un notable cambio de opinión. Durante la Guerra Fría, los votantes republicanos, tradicionalmente el elemento más religioso y nacionalista de la división política estadounidense, veían a los rusos como la principal amenaza; ahora eran los demócratas, los menos religiosos (y más pro-LGBT), los que tenían esta opinión.

Pero las élites occidentales no limitaron sus esfuerzos a airados editoriales en el London Times o el Washington Post: las sanciones económicas comenzaron a ser discutidas. Hubo llamamientos inmediatos para boicotear los Juegos Olímpicos de Invierno, que se celebraron en febrero de 2014 en Sochi, Rusia. Si bien los atletas generalmente se resistieron al llamado al boicot, muchos políticos occidentales se negaron a asistir y la temperatura rusofóbica en los medios occidentales aumentó. Y las cosas estaban a punto de ponerse mucho peor.

En 2010, Viktor Yanukovych, nativo de Donetsk, de habla rusa, fue elegido presidente de Ucrania, derrotando a la primera ministra Yuliya Tymoshenko, en lo que los observadores internacionales consideraron una elección libre y justa. En noviembre de 2013, Yanukovych retrasó la firma de un acuerdo de asociación con la Unión Europea pendiente, con el argumento de que su gobierno deseaba mantener lazos económicos con Rusia, así como con la Unión Europea. De hecho, Rusia había ofrecido un préstamo de rescate más favorable que el que la Unión Europea estaba dispuesta a ofrecer. Esto condujo a protestas y a la ocupación de la Plaza de la Independencia de Kiev, en una serie de eventos denominados “el Euromaidán” por quienes estaban a favor de alinear a Ucrania con la Unión Europea. Si bien a veces parecía que las protestas se desvanecerían, no hay duda de que hubo un esfuerzo concertado por parte de los políticos occidentales para mantenerlas en marcha. Desde principios de diciembre, varios políticos de Berlín y Bruselas realizaron viajes a la plaza para “elevar la moral”, seguidos, el 15 de diciembre, por la llegada de los senadores estadounidenses John McCain y Chris Murphy. A las multitudes reunidas, McCain anunció que “estamos aquí para apoyar su justa causa”. Los rusos, por su parte, condenaron la “cruda intromisión” de Estados Unidos en los asuntos de Ucrania.

Victoria Nuland, en ese momento Secretaria de Estado Adjunta para Asuntos Europeos y Eurasiáticos en la administración Obama, llegó a Ucrania poco después e inmediatamente se puso a avivar las llamas de una situación ya volátil. Discurso tras discurso, prometió a los manifestantes y alborotadores que Estados Unidos los apoyaba. El resultado fue que, a principios de febrero de 2014, Ucrania parecía estar al borde de la guerra civil; los violentos enfrentamientos entre los manifestantes antigubernamentales y la policía dejaron muchos muertos y heridos. Temiendo por su vida, el 21 de febrero Yanukovych huyó de la capita; inicialmente viajó a Crimea y finalmente a Rusia. Inmediatamente se instaló en Kiev un nuevo gobierno interino, elegido personalmente por Nuland y virulentamente antirruso.

Al considerar las acciones de Estados Unidos y el Occidente colectivo en este momento, debemos recordar que Ucrania era y es una sociedad profundamente dividida. La mitad del país, aproximadamente el norte y el oeste, se considera ucraniano y es históricamente antagónico con Rusia. La otra mitad, predominantemente el sur y el este, es prorrusa y se ve a sí misma como ucraniana y rusa a la vez. Un vistazo al mapa electoral del país demuestra esta división de la manera más gráfica, ya que fue la parte rusa del país, el sur y el este, la que colocó abrumadoramente a Yanukovych en el poder. Al apoyar un derrocamiento violento de este último, el gobierno estadounidense apoyó deliberadamente a la mitad antirrusa de la población. Y es imposible creer que la élite política de Washington no entendiera lo que estaba haciendo. Tenían que haber sabido que estaban convirtiendo una posible guerra civil, en una certeza absoluta.

La guerra civil no se hizo esperar. Mientras las turbas antigubernamentales en Kiev estaban en proceso de expulsar a Yanukovych, comenzaron a ocurrir grandes protestas contra el golpe en el sur y el este. Crimea, que era abrumadoramente rusa y había sido transferida a la jurisdicción de Kiev en 1954 por Krushev, celebró un referéndum que resultó en un 97% de votos a favor de la reunión con Rusia. Putin, enfurecido por las acciones estadounidenses en Kiev, aceptó el resultado de la votación y anunció formalmente el regreso de Crimea a la Federación Rusa. Simultáneamente con esto, ciudades y pueblos en todo el sur y el este del país vieron protestas masivas “anti-Maidan”, con muchas personas pidiendo la secesión de Ucrania y la unión con Rusia. El nuevo régimen designado por Washington en Kiev reaccionó con fuerza. Cuarenta y siete manifestantes pro-rusos en Odessa fueron sitiados en el edificio del sindicato de la ciudad y quemados vivos por una turba neonazi. Al ver cómo iban las cosas, las provincias étnicamente rusas (“Oblasts”) de Lugansk y Donetsk declararon su independencia y se prepararon para defenderse. Esto se convirtió rápidamente en una guerra a gran escala, y durante los dos años siguientes murieron unas 14.000 personas, en su mayoría civiles de etnia rusa, mientras el gobierno de Kiev luchaba por devolver las dos provincias a Ucrania.

Los combates en Lugansk y Donetsk (el “Donbás”) disminuyeron después de la firma del llamado Acuerdo de Minsk en 2015. Este acuerdo, negociado por Rusia, EE.UU. y la ONU, proporcionó un grado de autonomía para las dos provincias escindidas, así como el reconocimiento y respeto por su lengua y cultura rusas. El acuerdo también pedía el cese inmediato de toda acción militar.

Si el acuerdo de Minsk se hubiera implementado por completo, es muy posible que todas las hostilidades hubieran terminado, pero este nunca fue el caso. El nuevo gobierno de Kiev, que desde mayo de 2014 estuvo encabezado por Petro Poroshenko, no hizo ningún intento por acatar las disposiciones del Acuerdo. Por el contrario, el idioma ruso, hasta ahora uno de los idiomas oficiales de Ucrania, fue degradado y la cultura rusa en general denigrada. Peor aún, ninguno de los que habían cometido asesinatos en Odessa y en otros lugares fue llevado ante la justicia, y las milicias neonazis responsables de estas atrocidades fueron integradas en el ejército ucraniano. Lo peor de todo fue que continuaron los bombardeos esporádicos a objetivos civiles en Lugansk y Donetsk, durante los siguientes seis años.

El “Occidente colectivo” no podía ignorar los peligros de su injerencia en los asuntos de Ucrania. Éste era un país profundamente dividido; intervenir en nombre de una sección del país a expensas de la otra no podía dejar de profundizar las divisiones y, en última instancia, causar la desintegración del estado. Que Occidente se pusiera del lado de la mitad antirrusa de la población estaba en completa armonía con el tono cada vez más histérico de la retórica antirrusa en los medios occidentales en los años previos a la Revolución de Maidan. Y podemos tomar con pinzas la idea de que Nuland y la administración de Obama estaban preocupadas por la “corrupción” en el régimen de Yanukovych: Estados Unidos está y siempre ha estado en términos muy amistosos con gobiernos mucho más corruptos, violentos y totalitarios que el de Yanukovych.

Sugeriría que la razón real, o ciertamente una razón extremadamente importante aunque tácita, para la misión de Nuland fue que el giro de Yanukovych hacia Rusia fue visto por el “woke establishment” en Washington como una señal de que Ucrania seguiría a Rusia en la adopción de una política cada vez más cristiana y una cultura social amigable, que los “liberales” y “progresistas” en Washington despreciaron. También debemos señalar que una de las primeras acciones de Poroshenko como presidente de Ucrania fue proporcionar vacantes para la Open Society Foundation de George Soros y, al mismo tiempo, apoyar el establecimiento de aportes LGBT en el sistema educativo. Los desfiles gays se convirtieron en una característica habitual de la vida en Kiev donde, aunque claramente impopulares entre la gran mayoría de la población, recibieron un apoyo masivo y protección de las fuerzas de seguridad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente en inglés por The Saker, el martes 23 de agosto de 2022.